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04/12/2021

Luc-Olivier d'Algange, VIATICO PARA TIEMPOS OSCURO, VIATIQUE POUR DES TEMPS OBSCURS, traduit par Miguel Angel Frontan et Carlos Camara:

(Magnifique traduction, suivie du texte en français) 

 

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Luc-Olivier d'Algange

VIÁTICO PARA TIEMPOS OSCUROS

"Estamos exiliados en tiempos oscuros".

Giorgio Cavalcanti

 

Quizás nunca somos realmente los únicos a los que estos tiempos en que vivimos les parecen algo oscuros. Un velo opaco, que difumina las formas y los colores, parece haber caído, como un temprano crepúsculo brumoso, sobre los seres y las cosas. Las ciudades se extienden llenas de fealdad, las verdaderas libertades se reducen en esas almas ignorantes de sí mismas que aspiran a gobernar nuestras costumbres y nuestros pensamientos más íntimos. El resentimiento y la queja, despóticos, reniegan de las horas felices y de la cantarina urbanidad cuya hermosa herencia florecía en iris y en lirios.

Paralizados frente a sus pantallas, como estatuas de sal, nuestros contemporáneos rinden culto a Hipnos, bañados en una luz lívida, y Mnemósine, abandonada, busca y encuentra, pero sólo en unos pocos afortunados, a sus aliados y amigos. El centelleante río del tradere pasa desapercibido, y a los que oyen su curso se los tiene por iluminados, malvados y locos. La titánica alquimia inversa, equipada con diferentes tecnologías, trabaja para cambiar el oro del tiempo en plomo —en tinieblas tenaces e inexpugnables.

Ni la misericordia concedida al pasado, ni el amor por el presente, ni la disposición providencial del futuro, ordenan ya los entendimientos humanos, oscurecidos por el reproche y el rencor. El arte del agradecimiento parece haberse perdido, y, con él, la noción de las felicidades frágiles. Nuestra civilización misma, en sus fastos y en sus debilidades, semejante a nuestras vidas fugaces, se aleja, y descuidamos lo que tiene de bello y de grande para comentar, con acusaciones histéricas, sólo sus errores y sus defectos.

Lo que quedará de esos estragos críticos serán sólo otros errores, adornados con virtudes morales pero, una vez quitada la película que los recubre, vengativos como lo fueron las Harpías y las Erinias, que, menos rutilantes que en el pasado, tienen su sitial en esas nuevas ligas de la virtud, donde la "benevolencia" por cualquier cosa se combina con el odio a sí mismo —menos individual, por lo demás, que colectivo; el moralista aprecia aún, como escribió La Rochefoucauld, el desprecio por sí mismo.

Nuestra lengua misma, que nos posibilitaba reinventarlo todo en medio de los peores desastres, está desfigurada y envilecida. El resentimiento marca el tono de toda ideología, y la alegría, entregada al mutismo, cede la palabra —la logorrea, deberíamos decir— a la queja y a la envidia. No basta con decir que esta época penal, penada  y punitiva, ya no honra a los dioses, que son poderes; en realidad, se esfuerza por destruir en nosotros todo rastro de ellos, todo recuerdo. Un hombre que honra a los dioses está perdido para el culto de la tecnología y las finanzas —esos ídolos de los realistas a los que siempre se les escapará lo Real.

Tiempos oscuros, decíamos, pero se impone un matiz. Si bien nuestros tiempos son oscuros, no es en lo Oscuro de Heráclito donde se aventuran, ni en la sombra de Tanizaki, y menos todavía en la noche de Novalis. No son luces mortecinas de albas o atardeceres las que nos llegan, ya no es ni siquiera el Untergang, la crepuscular decadencia, a la que Baudelaire le encontraba  su encanto y Oswald Spengler su necesidad, sino un nudo negro que se anuda en nosotros bajo la luz scialítica, como en un quirófano, del control universal. Este mundo es tan enemigo de las gloriosas epifanías como de las sombras secretas. En su odio por lo secreto, perfecciona lo que llama "progreso", que no es sólo, como escribió Cocteau, "el progreso de un error", sino el del achatamiento, el de la planificación global de los seres y las cosas.

El mensaje es claro: "Ustedes, que aún se distinguen por algunas fidelidades a las antiguas sapiencias, de las más humildes a las más altivas, se van a morir y dejarán únicamente, de eso nos ocupamos, la posibilidad de ser remplazados, al principio por bárbaros, y una vez que estos últimos hayan hecho su trabajo, por una ciberhumanidad, aumentada, chipeada, controlada. Desaparezcan cuanto antes, Hombres Antiguos, con sus vicios y sus virtudes entremezcladas, con sus sueños, sus ritos, sus canciones, sus reminiscencias, su tiempo ha pasado, están atascando las autopistas de la Información, están ralentizando los flujos financieros; el apego que ustedes tienen a sus tierras, sus cielos, sus obras, es una ofensa al Mejor de los Mundos; nosotros los haremos desaparecer porque somos el Bien en hipóstasis, somos el futuro sin Providencia, nuestra Benevolencia nos da el derecho y hasta el deber de matarlos". Conocer el discurso de las fuerzas contrarias, lo que pretende hacer con nosotros, es el primer viático, el que nos permite atrevernos a seguir un camino fuera del sendero común, una huida legítima.

La acusación permanente de toda belleza y de toda grandeza no es un accidente de la Historia, sino, de ahora en adelante, su significado. Así, tendremos que escapar de la Historia, pero no de la memoria; entrar en los secretos del Tiempo, que no es esa cosa lineal que querrían hacernos creer que es. La experiencia, por muy peligrosa que sea, es salvífica. Será lo que fue para Dante la "salutación angélica" a Beatriz. Cierta luz lateral encendida a su paso por la verdad secreta de los colores toca de repente nuestra frente y nuestros párpados, de modo que, incluso con los ojos cerrados, la percibimos, y el suave foco de oro que despierta en nuestras pupilas anuncia una Vita Nova, una vida nueva, o más exactamente, renovada. El tiempo vuelve a su base, que es el ritmo, el latido del corazón, o el triple movimiento susurrante de la ola que siempre vuelve a empezar.

La Feliz Anunciación triunfa sobre la Historia, todas las derrotas quedan abolidas, la resolución nueva entonces ya no es del orden de la voluntad, esa gran extraviadora, sino de la evidencia ligera. Sería muy vano querer vencer a este pesado mundo mediante otra pesadez, mediante algún despliegue de fuerzas titánicas, pues él mismo es súbdito del reino de los Titanes. Lo que se requiere es una ligereza divina, un entendimiento semejante al vuelo del polen, a las iridiscencias de las alas de una libélula, a la profundidad infinita de la contemplación de lo ínfimo —de lo casi indiscernible, que hace señas. ¿De qué noche de los tiempos provienen ese brillo, ese centelleo? Aquí está, protectora, como el vasto manto de las constelaciones.

En tiempos oscuros, en este exilio que amenaza con hacernos perder el sentido mismo del exilio —y no hay nada más fatal que un exilio olvidadizo de sí mismo—, es importante reconocer y honrar a nuestros aliados. La inmemorial distinción entre amigos y enemigos sigue siendo válida. Fuerza es reconocer que la gran reconciliación universal que hubiera podido esperarse, esa parusía, aún no se ha producido. Los tiempos son oscuros, ya que nuestros enemigos tienen por ahora más poder que nuestros amigos. Sin embargo, la enemistad que tenemos que enfrentar no es sólo la de los bárbaros puritanos, sino el Enemigo-en-sí, es decir que está también dentro de nosotros, y la enemistad de los bárbaros no está sólo en los lugares donde se manifiesta con fuerza, con su falsa piedad y sus reglamentaciones obtusas, sino también en las áreas en las que nuestra pusilanimidad se niega a discernirla y combatirla; no actúa entonces como una espada sino como un veneno, una tristeza que nos parece no tener causa —y de la que no podemos defendernos.

¿Quiénes, en este desastre, serán nuestros aliados? Así como es importante discernir, en la confusión y el alboroto modernos, lo que quiere exactamente dañarnos, empezando por esa misma confusión, es importante reconocer a nuestros aliados allí donde estén o donde surjan. Una noche, recuerdo, un ave marina que pasaba por el cielo me salvó la vida. Se había producido una transferencia misteriosa, yo era ella y ella era yo. La tentación de arrojarme por la ventana en ese momento había quedado suspendida por el imponderable intercambio entre la magnífica criatura alada de alas plateadas en el azul del cielo matutino y mi persona, tambaleante, abrumada, ensordecida, con la garganta atenazada por el horror del mundo, y como empujada por una fuerza activa hacia la muerte, que siempre es banal.

Esa gaviota salvadora, ahora, mientras escribo estas líneas, lo recuerdo, me hacía también otro tipo de señas; me devolvía, sin que yo fuera consciente de ello en el momento en que se me apareció, para que yo siguiera viviendo, a un espacio-tiempo de la infancia, el de nuestras largas estadías en la costa de Liguria, en Alassio. Con mis jóvenes amigos italianos, habíamos recogido un gabbiano, varado en la playa, con las alas sucias de fuel-oil. Lo pusimos en el balcón del hotel, le limpiamos delicadamente las alas y lo alimentamos hasta que recobró fuerzas para volar de vuelta a su extraña patria de aire y de mar. El pájaro que, mucho más tarde, me envió su saludo desde lo profundo del cielo, era quizás un "Gracias" dirigido a mí desde lo profundo del Tiempo.

Así, lo profundo del tiempo volvió a ser una profundidad de cielo, y la muerte hacia la que me empujaba una decepción atroz quedó abolida. Lo que nos salva viene de lejos, de lejanías de las que no éramos lo bastante conscientes, de una lejanía perdida. Contemplé como el hermoso aliado desaparecía de mi vista del mismo modo en que había llegado, y la vida retomó su curso, Vita nova.

Algunas fechas son importantes, fue el 11 de marzo de 2018 —el genio numerológico de Dante descifrará su significado— cuando se me ocurrió la idea de la obra que estoy escribiendo en este momento, y, sobre todo, el ánimo para escribirla, más exactamente en Alassio, donde nos habíamos detenido en el camino que debía llevarnos a Florencia. El sonido del mar en la noche, frente a un altar floral dedicado a San Francisco de Asís, la impresión, bajo el manto de la noche que se iba llenando de estrellas, de haber encontrado refugio en una caracola del Tiempo, el puente entre la infancia y aquel día, con las Alas de Merced del gabbiano entre ambos, una alquimia imponderable que llegaba a su fin, un fruto del opus nigrum.

Cuando los aliados humanos flaquean, al menos los que son contemporáneos nuestros, y a los que no podemos, en estos tiempos desastrosos, reprochárselo mucho, otros vienen a nuestro rescate en la linde, allí donde, en palabras de Heráclito, “la naturaleza no muestra, no oculta, sino que hace señas”. Lo que nos hace señas es anterior a la visión, es el vacío del cielo antes de que aparezcan las alas —espera, atención. Entre el que ve y lo que se ve, ha surgido el signo que los armoniza en el secreto del corazón. Toda vida es espera y sacrificio —y cuando es posible esperar algo más que la muerte, y sacrificarse por algo más que el utilitarismo de los “realistas”, entonces los dioses se sienten felices porque supimos honrarlos.

Sin duda, todos somos exiliados de nuestra infancia. En la realidad adulterada que se nos brinda, estamos en el exilio de lo Real. Lo Real no es sólo "aquello con lo que tropezamos", como decía Lacan, sino una doble naturaleza, oculta-revelada, sombreada y clara, visible e invisible, interior y exterior. Lo Real es el adversario del mundo planificado, que se esfuerza por instaurar en todas partes lo no-real “realista”, la ficción común en la que deberíamos creer, y cuya naturaleza consiste en ignorar esas gradaciones, esos misterios, esas temporalidades circulares o transversales que escapan al tiempo del desgaste y nos invitan a recomenzar o a trascender. El mundo de los realistas —que hace de nuestra tierra una tierra de exilio— ya no es ni pagano ni cristiano, y sin embargo lo rodea una espantosa devoción, una devoción invertida, ya que la ficción que quiere imponer sólo existe gracias a la creencia, a la doxa más obtusa y menos proclive a la duda.

El Misterio de Delfos, el Misterio cristiano, seguían velando en nuestras fronteras temblorosas y dejaban a los que los experimentaban la sensación de su mañana profunda. A estas latitudes y longitudes del alma, el realista moderno opone una certeza tan totalitaria que ya no le parece una certeza que una incertidumbre podría contradecir o matizar, sino una evidencia, algo “fuera de toda duda”, un perpetuum mobile. El realista ignora el exilio; se encuentra plenamente en el lugar donde ha reducido el mundo, y si sufre por ello, no lo sabe. Lo idéntico es su fin último —y por tal motivo trabaja por la uniformización del mundo, para escapar de la experiencia fundamental, propia de la especie humana, que consiste en vislumbrar una profundidad del Tiempo en la que es tan posible perderse como reencontrarse. Sabiendo que siempre estamos perdiéndonos, nos damos, por medio de este conocimiento, la oportunidad de reencontrarnos.

La peor de las decadencias no es la desesperación, sino el olvido de lo que hemos perdido. El sentido del exilio es la posibilidad del reencuentro; el exilio del exilio nos aprisiona para siempre en la ilusión de que no existieron jamás, en ninguna parte, ni en la tierra ni en el cielo, los prados floridos, las orillas, los bosques, los jardines de una patria amada. Mientras el exilio del exilio, el olvido del olvido, no haya extendido su tiranía sobre todas las cosas y en todas las almas, la mayor de las esperanzas sigue viva, la que nos viene del Carro Alado, de la platónica reminiscencia.

Todo le resulta útil al mundo planificado y planificador para prohibir u oscurecer estos advenimientos. En las orillas del mundo moderno no se esperan Afroditas Anadiomenas, sino una resaca de botellas de plástico y charcos de fuel-oil. Todo lo que pueda perjudicar, desmoralizar, exacerbar el instinto de muerte, es favorecido, los medios de comunicación se encargan de ello. ¿Tenemos todavía en nosotros la predisposición a una expectativa feliz? El hombre sin nostalgia, el perfecto consumidor, será también un hombre sin presentimientos. Cuando un mundo perdido ya no brilla en los confines de la memoria, cuando una palabra perdida ya no palpita en el corazón del silencio anterior, somos, por el hecho de ignorar que estamos perdidos, como amnésicos extraviados en el horror de una zona comercial y que creen estar en casa.

Rodeados por los Siniestros y los Amargados, esos mayoritarios, ¿cómo no tener ese presentimiento de nostalgia, esa intuición de que hubo, y quizás habrá, un mundo más intenso y más ligero, un mundo de gradaciones felices y de matices que hacen soñar, como las nubes, allá en lo alto, sus hermanas etimológicas? Entre los diversos procesos de neutralización de las obras que son, en su esencia y en su manifestación, puentes que llevan a ese mundo perdido, el método psicologizante, después de las muchas excomuniones ideológicas, es el más común. Lo que se dice ya no es un aspecto de la palabra, un espejo del Verbo, sino un síntoma que hay que clasificar en tal o cual categoría.

Todo autor y toda obra y, más profundamente, toda distinción, se toman ahora en cuenta sólo para ser neutralizados. Los tiempos del exilio dentro del exilio, del olvido dentro del olvido, son fundamentalmente tiempos de neutralización, como atestiguan, por ejemplo, la llamada escritura inclusiva y sus teorías afines. Sin embargo, en el lenguaje de los servicios especiales y de los maleantes, "neutralizar" significa lisa y llanamente matar, y es efectivamente un instinto de muerte el que actúa en la uniformización de los estilos, el odio a toda distinción, a toda superioridad y a todo secreto. Todo ser vivo es la eclosión de un secreto.

En el mundo moderno, los únicos secretos protegidos son los bancarios, y las únicas jerarquías son las del dinero y la técnica, que colocan precisamente en la cúspide a los que tienen el mayor poder de neutralización, e inmediatamente debajo de ellos, a los técnicos subalternos, al personal menor, a las manos menores de la neutralización, a los políticos, los periodistas, los semiintelectuales, los agentes de la actual papilla “cultural” y subvencionada que sólo existe para sofocar los escasos brotes de libertad de expresión y de belleza. Se promueve cualquier tontería, eso sí, una tontería totalitaria, vulgar y denigrante, siempre que tenga el poder de neutralizar el medio a través del cual algo se comunica, ya sea la palabra, la imagen o el sonido. Por consiguiente, la lengua francesa se escribirá en traducidodel, la imagen será elegida por su extrema fealdad y el sonido por su función ensordecedora o embrutecedora.

La civilización se ha convertido en nuestro pensamiento más impensado, el más neutralizado. Como las costumbres, la forma de reaccionar ante los seres y las cosas, ya no pueden remitirse a él, las llamadas ciencias humanas hacen todo lo posible para analizar el comportamiento humano en términos de psicología y sociología. Ahora bien, lo que le respondemos al mundo, e incluso las respuestas que éste nos da, dependen tanto o más de la civilización que heredamos como de nuestra particular complexión psicológica o nuestra clase social —las que a su vez adquieren significado por la manera en que las interpretamos, según nuestras propias modalidades civilizacionales. En una cultura determinada, el padre que degüella a su hija al ser sorprendida coqueteando salva su honor y el de su familia; en otra, sería considerado un criminal. El heredero de Rabelais, Montaigne, el Príncipe de Ligne o Pierre Louÿs no tiene la misma relación con el alma y el cuerpo que el salafista o el puritano anglosajón. Esta relación, menos estrecha, más suelta, nunca, como toda cosa humana, la peor o la mejor, resulta evidente por sí misma. Se aprende y se transmite, la inventa una libertad conquistada, no en abstracto, sino en el ejercicio espiritual y carnal, transmitido de persona a persona, que atenúa nuestros furores y refina nuestros matices.

Sin ánimo de hacerles tragar a los escritores su proverbial orgullo (recordaremos esta deliciosa frase de Montherlant, al final de un poema: “Dios me besó la mano cuando acabé de escribir esto”), y en un mundo mediocrático, algunos de ellos tienen mucha razón, frente a la arrogancia de todos, de enarbolar ese supuesto vicio que a menudo se confunde con la virtud del valor —fuerza es reconocer que nuestros buenos escritores, hasta en sus menores epítetos, sus comas más meditadas y, sobre todo, el ritmo que imprimen a sus frases, son ante todo, en especial los más singulares entre ellos, herederos de una civilización, a la que le deben sus imágenes y símbolos, los temas que tratan y su estilo.

Aquello a lo que pertenecemos —profundamente—, a pesar de todos los efectos superficiales deliberados, se revela en dos frases, de modo tal que las obras más “originales” no son más que una parte del follaje que extrae su savia y recibe su sol de una urbanidad más antigua, sin la cual sólo seríamos, por obra del Diablo, “Comunicadores”. Lo que nos es propio, nuestra persona, lo que en nosotros es irreductible, será, sepámoslo —sin que podamos hacer nada para evitarlo y cualesquiera sean nuestras transigencias, nuestras amabilidades—, objeto del odio más acérrimo. Por un instinto maligno, lo que nos funda será odiado, o nos será cuestionado, tanto como los seremos nosotros mismos, en nuestras particularidades adquiridas. Esa libertad de movimiento, ese porte, ese estilo que ya no se ajusta a las conveniencias mediático-mediocráticas, esas posibilidades de ejercer la vida durante nuestra breve estadía, fuera de las normas de la servidumbre voluntaria, despertarán voluntades que se unirán contra nosotros.

No son sólo los bárbaros los que devastan nuestra civilización, sino también nuestras abjuraciones más íntimas, que les dejan a los bárbaros el poder que ella extingue en nuestros propios corazones. Los “Derechos Humanos” (que, por lo demás, sólo se ejercen cuando no contradicen algún interés financiero o tecnomórfico) han sustituido, en la doxa común, a los derechos del Alma, y acaban siendo, en definitiva, en el reino de la cantidad, sólo la obligación de ser intercambiables. Ahora bien, cuando los hombres se vuelven intercambiables, el pensamiento les falla y la conciencia sorda de su miseria les hace inventar tenebrosas conspiraciones, causalidades maléficas, externas a ellos mismos, mientras que en un mundo planificado, un mundo literalmente neutralizado, los seres intercambiables sólo son dominados por otros seres intercambiables, y los agentes de la servidumbre ya no tienen identidad, como la que hace tiempo tenían en las novelas de Eugène Sue.

A partir de ahora, ya no son los hombres los que se comunican entre sí por medio de las máquinas, sino que es la Máquina la que se comunica consigo misma por medio de los hombres. El gran Controlador, que se ve a sí mismo como “jefe”, está controlado por el aparato al que sirve; lo que puede ganar, en dinero o en poderes ilusorios, es infinitamente inferior a lo que pierde: la relación sensible con los seres y las cosas —y su alma. Cada vez son más los que han perdido hasta tal punto su alma que ya no creen que nadie tenga una. Poco a poco se van haciendo a imagen y semejanza de su dios, que es Máquina, y sueñan con acoplarse, perpetuarse, aumentarse, como lo hacen las Máquinas. El alma negada subsiste en ellos como esa ausencia que los vuelve locos, con una locura insaciable. Pero, ¿qué es el Alma? El alma es vida, movimiento, literalmente “lo que anima”, es florecimiento y misterio, profundidad en la profundidad; el alma es una mañana de primavera en la que estamos en casa, de pronto, aunque sabemos que el mundo es nuestro exilio.

Cuenten ustedes las horas que pasan delante de una pantalla, es decir, lo más radicalmente separados del mundo que es posible. Cada una de esas horas es una plegaria sustraída a los recursos del alma — un triunfo de lo abstracto en detrimento de lo sensible. El primer viático para tiempos oscuros será mirar al lado y por encima de la pantalla, de todo lo que se interpone como pantalla, más allá de esa falsa perfección, hacia todo lo que es imperfecto y cambiante, hacia todo lo que descansa en su fragilidad original, hacia todas las potencias en proceso de eclosión, las del día que nace, las de las nubes que se deshacen y se juntan, las de la lluvia que golpea los cristales y, quizás, las del rostro del prójimo. Por muy pequeña que sea la pantalla, aunque quepa en la palma de la mano, hay ahora nuevas generaciones a las que les bastará para suprimir el mundo que las rodea.

El Diablo está en la falta de atención que nos separa del mundo y nos deja a disposición de los pensamientos venenosos que él nos inspira. Abstraídos del mundo, quedamos librados, indiscutiblemente, a su triste palabrería. Todas las envidias amargas y las quejas dolorosas que nos quiere inspirar nos ensordecen en un silencio de muerte. Abstraídos del mundo, quedamos indefensos ante las malas tentaciones de la tristeza. Esto significa comprender suficientemente que los tiempos oscuros están en primer término dentro de nosotros mismos, en forma de deprimentes pensamientos, por cierto, pero también en forma de un Tiempo cuya linealidad, la medida puramente cuantitativa, no le deja ninguna esperanza a lo que resplandece, ni a la calidad exquisita.

Al tiempo lineal, que nos aleja de cualquier patria amada, opongamos el tiempo en forma de rayos, de corolas, como supieron representarlos los rosetones de nuestras catedrales. A la cantidad omnipotente opongamos las cualidades de los seres y de las cosas y su irreductible misterio, y sus sabores que son sapiencia. “Los gustos y los colores no se discuten”, dice el proverbio. Si no se discuten, se interpretan a la manera del hermeneuta o del músico —es también una cuestión de gusto. Lo que una civilización desarrolla en nosotros es el gusto.

El progreso notorio de la vulgaridad se debe a que, constantemente, se la premia, como se hace también con el mal gusto y la mala fe. Vivimos en tiempos en los que toda distinción es vilipendiada en nombre de una moral que considera que toda virtud aristocrática es un mal en sí misma. El favor del que goza la vulgaridad es ideológico y supera la aprobación que los vulgares dan a sus semejantes. Para convencerse de ello, basta con encender la televisión: todo lo que es vil y degradante nos salta a la cara. Esa vulgaridad no es sólo la ausencia de distinción, es su destrucción duramente programada, establecida con determinación, con arrogancia absoluta.

¿Quizás sería conveniente detenerse en la naturaleza de lo que está condenado a desaparecer bajo la embestida? ¿Cuáles son ese gusto, esa ética, ese estilo, esa sapiencia que ya no interesan y que, según la buena moral en curso, hay que erradicar? ¿Cuáles son los criterios con los que el mundo utilitario, global, planificador identifica a esa urbanidad como el Enemigo? Para entenderlo cabalmente, sería necesario —y no es un ejercicio habitual— concebir lo que es a la vez lo más impersonal y lo más íntimo, y restablecer entre esos dos extremos una relación fulgurante.

Este mundo que nos exilia de nosotros mismos es en primer lugar un mundo de subjetividades en serie, separadas, abstraídas, no sólo de los demás sino de la misma corriente del río de la tradición, y lo que por ello nos falta no es tanto una “identidad” —el mundo moderno está plagado de ellas— como un armónico, una gradación de lo posible, cuyo ejercicio fue en un principio musical, incluso en el silencio de la letra y la contemplación de la imagen. Lo que nos falta, pero que entonces se manifiesta como un deseo creativo por medio de la ausencia así designada, un propósito de reconquista de un país perdido librado a los bárbaros, no es otra cosa que el coro de voces sensibles e intelectuales, tal como las encontramos intactas, sin embargo, como ejemplos entre otros, felizmente diversos, en las voces recibidas y transmitidas por Hildegarda de Bingen o también en las Novecientas conclusiones de Pico della Mirandola.

¿Qué nos dicen esas obras mayores, aunque un tanto secretas, sobre nuestra civilización? Nos dicen que los seres y las cosas no son sólo lo que parecen ser. La vida y la muerte no son sólo un proceso biológico y su terminación. Un rostro no es sólo una realidad morfológica. Un árbol no es sólo una planta, sino un símbolo. Los dioses son realidades a la vez interiores y exteriores. La aventura del alma es conocer las gradaciones entre lo sensible y lo inteligible, que velan y desvelan lo que es único, indivisible.

Las nociones más difundidas, discutidas y criticadas suelen ser las más incomprendidas y las menos indagadas. Así ocurre con el “individuo” —objeto de considerables disputas entre nuestros ideólogos. A los partidarios del individuo y de su libertad universal se oponen los críticos, de izquierdas y de derechas, a veces pertinentes dentro de sus propios límites, salvo que parecen olvidar que el individuo intercambiable del mundo global es el sujeto mismo del colectivismo más radical, cuyo triunfo es la indiferenciación.

¿Qué es un individuo? ¿En qué es característico de la cultura europea un determinado modo de ser individuado, con, por supuesto, todos los peligros inherentes a ese proceso de individuación? Tiene su importancia constatar que las diversas vertientes de la filosofía moderna —alzadas contra la filosofía estoica y platónica y contra la tradición teológica de Occidente—, desde el marxismo clásico hasta los filósofos de la "deconstrucción", se esforzaron en primer lugar en hacer la crítica del “sujeto” como individuo. Al rescate de estas teorías llegaron, más tarde, ideologías más ingenuas: “tribus” de la New Age, comunitarismos vindicativos, colectivismo empresarial o gerencial —todas con un mismo impulso dedicado a hacer desaparecer esa disposición frágil, inquieta, pero tanto más creativa cuanto que se halla perpetuamente en peligro, y matizada por su propia experiencia del nihilismo, que llamamos civilización—, como si no hubiera más, en nuestro horizonte político, que la notable oposición existente entre el individuo y lo colectivo, sea cual sea, y el individuo se limitara a ser sólo el sinónimo del liberalismo económico, cuando éste en realidad, en su modus operandi y en sus fines —el sometimiento a la producción y al consumo—, es un colectivismo como cualquier otro, y no el menor, ya que supone el sometimiento voluntario.

Algunos antiliberales argumentan que el liberalismo concede la libertad a los individuos sólo para quitársela a los pueblos, pero el argumento parece ingenuo, ya que la libertad concedida a los individuos no sólo es abstracta, sino que es un engaño. El individuo carente de lazos cae bajo el yugo del poder más evidente: el del dinero y la técnica, esos déspotas inflexibles. ¿En qué soy un sujeto libre, individuado, si no puedo decir ni manifestar nada de lo que heredo, y si mi lengua misma se reduce a ser sólo el vector del utilitarismo y de la comunicación de masas; o si, habiendo aprendido a leer, a pensar, con Montaigne o Valéry, ya nadie me comprende y, por lo tanto, quedo condenado a un exilio sin fin en mi propio uso del lenguaje?

El individuo verdaderamente diferenciado es lo indiviso, lo que en mí es irreductible y no puede dividirse, ese núcleo de ser que establece mi relación con el núcleo del ser, el fuego central del ser, según la fórmula de Dominique de Roux —que es a la vez lo más íntimo y lo más objetivo. ¿Qué se proponen las teorías de la deconstrucción, si no a hacer desaparecer lo indiviso en el flujo de la sociedad, en la indiferenciación global? Ahora bien, la sociedad, convertida en la enemiga de la civilización, no puede ser de ninguna ayuda contra el drama de la existencia insólita, aislada en la masa, que prohíbe la experiencia misma de la soledad esencial, la del contemplador del mar de nubes, la de Nietzsche que quiere librarse de su asco al ver a la canalla sentada junto a la fuente. La crítica al individualismo es de poco alcance cuando el individuo al que se dirige ya no es más que esa unidad intercambiable y perfectamente entrenada con la que soñaron, sin lograr alcanzarla, los totalitarismos de ayer. Lo verdaderamente indiviso no se divide ni se intercambia; se arraiga en la tierra y en el tiempo y se multiplica. Si nuestra herencia no nos aligera y aumenta nuestro poder, si no es más que cortezas muertas y peso atmosférico, es hora, no de rechazarla, sino de ir a buscar en ella, más lejos y más profundamente, el misterio que nos mantiene exiliados de nuestra verdad más abisal.  “Conviértete en quien eres”, dice el adagio. Vamos, amigos míos, a Delfos y Eleusis, recibamos la enseñanza de los bosques y los mares, seamos artúricos y odiseanos hasta la locura, acordémonos de las Musas, para que ellas se acuerden de nosotros y nos protejan.

LUC-OLIVIER D'ALGANGE

Adelanto de su próximo libro, publicado con la autorización del autor

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán y Carlos Cámara

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Luc-Olivier d'Algange

Viatique pour des temps obscurs

«  Nous sommes en exil dans des temps obscurs  »

Giorgio Cavalcanti

 

Sans doute ne sommes-nous jamais entièrement seuls à trouver ces temps que nous vivons quelque peu obscurs. Un voile terne, qui estompe les formes et les couleurs, semble être tombé, comme un précoce crépuscule brumeux, sur les êtres et les choses. Les cités s'étendent dans la laideur, les véritables libertés se restreignent dans ces âmes ignorantes d'elles-mêmes qui prétendent à gouverner nos mœurs et nos plus intimes pensées. Le ressentiment et la plainte despotisent et renient les heures heureuses et la chantante civilité dont fleurissait, en lys et en iris, le bel héritage.

Figés devant leurs écrans, en statues de sel, nos contemporains rendent leur culte à Hypnos, dans une clarté blafarde, et Mnémosyne délaissée cherche, et trouve, mais seulement chez de rares heureux, ses amis et ses alliés. La scintillante rivière du tradere passe inaperçue et ceux qui entendent son cours passent pour des illuminés, des fous et des méchants. La titanesque alchimie à rebours, appareillée de technologies diverses, travaille à changer l'or du temps en plomb, — en ténèbres tenaces et inexpugnables.

Ni la miséricorde accordée au passé, ni l'amour du présent, ni la disposition providentielle de l'avenir n'ordonnent plus les entendements humains qu’obscurcissent le grief et la rancune. L'art de la gratitude semble s'être perdu, et, avec lui, le sens des bonheurs fragiles. Notre civilisation elle-même, dans ses fastes et ses défaillances, semblable à nos vies fugitives, s'éloigne et nous négligeons ses beautés et ses grandeurs pour n'en plus commenter, en accusations hystériques, que les erreurs et les fautes.

Ce qui subsistera de ces ravages critiques, ne seront que d'autres erreurs, parées de vertus morales, mais, la pellicule ôtée, vengeresses comme le furent les Mégères et les Erynnies, lesquelles, moins rutilantes qu'autrefois, siègent dans ces nouvelles ligues de vertus, où la «  bienveillance  » pour n'importe quoi se conjugue à une haine de soi, — moins individuelle au demeurant, que collective ; le moralisateur prise encore, selon le mot de La Rochefoucauld, de se mépriser.

Notre langue elle-même, qui nous donnait la chance de tout réinventer au cœur des pires désastres, est défigurée et avilie. Le ressentiment donne le la de toute idéologie, et, rendue mutique, la joie laisse la parole, la logorrhée devrait-on dire, à la plainte et à la jalousie. C'est peu dire que cette époque pénale, punie et punitive, n'honore plus les dieux, qui sont puissances; elle s'applique à en détruire en nous toute trace, tout ressouvenir. Un homme qui honore les dieux est perdu pour le culte de la technique et de la finance, — ces idoles des réalistes auxquels le Réel échappera toujours.

Temps obscurs disions-nous, mais une nuance s'impose. Si nos temps sont obscurs, ce n'est pas dans l'Obscur d'Héraclite qu'ils s'aventurent, ni dans l'ombre de Tanizaki, et moins encore dans la nuit de Novalis. Ce ne sont point des demi-jours d'aurore ou de tombée du soir qui nous viennent, ce n'est plus même l'Untergang, la crépusculaire décadence, à laquelle Baudelaire trouvait son charme et Oswald Spengler, sa nécessité, mais un nœud noir qui se noue en nous sous la clarté scialytique, comme dans une salle d'opération, du contrôle universel. Ce monde est l'ennemi tout autant des glorieuses épiphanies que des secrets ombrages. En sa haine du secret, il parachève ce qu'il nomme le «  progrès  », qui n'est pas seulement, comme l'écrivait Cocteau, «  le progrès d'une erreur  », mais celui de l'aplatissement, de la planification globale des êtres et des choses.

Le message est clair: «  Vous qui vous distinguez encore par quelque fidélités aux anciennes sapiences, des plus humbles aux plus hautaines, vous allez mourir et ne laisserez, comme nous y veillons, que la possibilité de vous remplacer, dans un premier temps par des barbares, et ceux-ci ayant accompli leur travail, par une cyber-humanité, augmentée, pucée, contrôlée. Disparaissez au plus vite, Hommes Anciens, avec vos vices et vos vertus mêlées, vos songes, vos rites, vos chants, vos réminiscences, votre temps est passé, vous encombrez les autoroutes de l'Information, vous ralentissez les flux financiers, votre attachement à vos terres, vos ciels, vos œuvres, est une offense au Meilleur des mondes, nous vous ferons disparaître car nous sommes le Bien en hypostasie, nous sommes le futur sans Providence, notre Bienveillance nous donne le droit et même le devoir de vous tuer.  » Connaître le discours des forces adverses, ce qu'il nous veut, est le premier viatique, celui qui permet d'oser un cheminement hors des sentiers communs, une fuite légitime.

La mise en accusation permanente de toute beauté et de toute grandeur n'est pas un accident de l'Histoire, mais son sens, désormais. Ainsi nous faudra-t-il échapper à l'Histoire, mais non à la mémoire; entrer dans les secrets du Temps, qui n'est point cette chose linéaire que l'on voudrait nous faire accroire. L'expérience, si périlleuse soit-elle, est salvatrice. Elle sera ce que fut pour Dante, la «  salutation angélique  » de Béatrice. Telle clarté latérale qu'allume sur son passage la vérité secrète des couleurs  soudain touche notre front et nos paupières, si bien que, même les yeux fermés, nous la percevons et ce doux foyer d'or qu'elle éveille dans nos prunelles annonce une Vita nova, une vie nouvelle, ou, plus exactement, renouvelée. Le temps revient à sa base qui est le rythme, le battement du cœur, ou le triple mouvement bruissant de la vague qui toujours recommence.

L'Annonce heureuse est victorieuse de l'Histoire, toutes les défaites sont abolies, la résolution nouvelle alors n'est plus de l'ordre de la volonté, cette grande fourvoyeuse, mais de l'évidence légère. Ce monde lourd, il serait bien vain de le vouloir vaincre par une autre lourdeur, par quelque déploiement de forces titanesques, car il est lui-même sujet du règne des Titans. C'est une légèreté divine qui est requise, un entendement semblable à l'envol du pollen, aux irisations d'une aile de libellule, à la profondeur infinie de la contemplation de l'infime, — du presque indiscernable, qui fait signe. De quelle nuit des temps adviennent cet éclat, ce scintillement ? La voici, protectrice, telle le vaste manteau des constellations.

Par temps obscurs, dans cet exil qui menace de nous faire perdre le sens même de l'exil, — et il n'est rien de plus fatal qu'un exil oublieux de lui-même — il importe de reconnaître et d'honorer ses alliés. L'immémoriale distinction entre amis et ennemis demeure de bon usage. Force est de reconnaître que la grande réconciliation universelle que l'on eût espéré, cette parousie, n'est pas encore advenue. Les temps sont obscurs car nos ennemis, pour lors, ont plus de pouvoir que nos amis. Cependant l'inimitié à laquelle nous devons faire face n'est pas seulement celle des barbares puritains, mais l'Ennemi-en-soi, c'est dire qu'il est aussi en nous-mêmes, et l'inimitié des barbares n'a pas seulement pour espace les lieux où elle se manifeste en force, avec sa fausse piété et ses règlementations obtuses, mais aussi les aires où notre pusillanimité refuse de la discerner et de la combattre; elle agit alors non comme un glaive mais comme un poison, une tristesse qui nous semble sans cause, —et dont nous ne pouvons nous défendre.

Quels, dans ce désastre, seront nos alliés ? De même qu'il importe de discerner, dans la confusion et le brouhaha moderne, ce qui veut exactement nous nuire, à commencer par cette confusion elle-même, il importe de reconnaître, là où ils se trouvent ou adviennent, nos alliés. Un soir, il m'en souvient, un oiseau marin passant dans le ciel, me sauva la vie. Une translation mystérieuse s'était opérée, j'étais lui et il était moi. La tentation de me jeter par la fenêtre à ce moment-là avait été suspendue par cet impondérable échange entre la magnifique créature ailée aux ailes argentées dans le bleu du ciel au matin et ma personne, chancelante, accablée, assourdie, prise à gorge par l'horreur du monde, et comme poussée par une force active vers la mort, qui est toujours banale.

Cette mouette salvatrice, il m'en souvient maintenant, alors que j'écris ces lignes, me faisait signe aussi d'une autre façon; me ramenant, sans que j'en eusse conscience au moment où elle m'apparut, pour que je vive, à un espace-temps de l'enfance, celui de nos longs séjours sur la côte ligure, à Alassio. Avec mes jeunes amis italiens, nous avions recueilli un gabbiano, échoué sur la plage, dont les ailes avaient été souillé par du mazout. Nous l'avions installé sur le balcon de l'hôtel, nettoyé délicatement ses ailes et nourri jusqu'à ce que lui vint l'allant de s'envoler vers son étrange patrie d'air et de mer. L'oiseau qui, bien plus tard, m'avait adressé son salut, du fond de l'azur, était peut-être un "Merci" qui m'était adressé du fond du Temps.

Ainsi le fond du temps redevenait une profondeur de ciel, et la mort vers laquelle une déconvenue atroce me poussait, se trouvait abolie. Ce qui nous sauve vient de loin, d'un lointain dont nous n'avions pas assez conscience, d'un lointain perdu. Je contemplais le bel allié disparaître de ma vue comme il était venu, et la vie repris son cours, Vita nova.

Quelques dates sont importantes, c'est le 11 Mars 2018, — le génie numérologique de Dante en déchiffrera le sens, — que l'idée me vint de l'ouvrage que j'écris en ce moment, et surtout, le courage de l'écrire, plus exactement à Alassio, où nous nous étions arrêté sur la route qui devait nous conduire à Florence. Le bruit de la mer la nuit, en face d'un autel floral dédié à Saint-François d'Assise, l'impression, sous le manteau de la nuit qui s'étoilait progressivement, d'avoir trouvé refuge dans une conque du Temps, la passerelle entre l'enfance et ce jour-là, avec, entre les deux les Ailes de Mercy du gabbiano, une alchimie impondérable s'accomplissait, une sortie de l'œuvre-au-noir.

Lorsque les alliés humains défaillent, ceux du moins qui nous sont contemporains, et auxquels on ne saurait, par ces temps désastreux, trop le reprocher, d'autres viennent à notre rescousse sur l'orée, là où, selon la formule d'Héraclite, «  la nature ne montre pas, ne dissimule pas, mais fait signe  ». Ce qui nous fait signe est antérieur à la vision, il est ce vide du ciel avant que les ailes n'y paraissent, —attente, attention. Entre celui qui voit et la chose vue, le signe a surgi, qui les accorde dans le secret du cœur. Toute vie est attente et sacrifice —et quand il est possible d'attendre autre chose que la mort, et de se sacrifier à autre chose qu'à l'utilitarisme des «  réalistes  », alors les dieux sont heureux car nous sûmes les honorer.

Sans doute sommes-nous tous les exilés de notre enfance. Dans la réalité adultérée qui nous est faite, nous sommes en exil du Réel. Celui-ci n'est pas seulement «  ce à quoi l'on se heurte  » selon le mot de Lacan, mais une double-nature, cachée-révélée, ombrée et claire, visible et invisible, intérieure et extérieure. Le Réel est l'adversaire du monde planifié, lequel s'efforce d'établir partout le non-réel «  réaliste  », la fiction commune à laquelle il faudrait croire, et dont le propre est d'ignorer ces gradations, ces mystères, ces temporalités circulaires ou transversales qui échappent au temps de l'usure et nous invitent au recommencement ou à la transcendance. Le monde des réalistes, — qui fait de notre terre une terre d'exil, — n'est plus ni païen, ni chrétien, et cependant une effroyable dévotion, une dévotion inversée, l'entoure, car la fiction qu'il veut imposer n'existe que par la croyance, la doxa la plus butée et la moins encline au doute.

Le Mystère de Delphes, le Mystère chrétien veillaient encore sur nos frontières tremblantes et laissaient à celui qui les éprouvait le sentiment de son matin profond. À ces latitudes et ces longitudes de l'âme le réaliste moderne oppose une certitude si totalitaire qu'elle ne lui apparaît plus comme une certitude qu'une incertitude pourrait contredire ou nuancer mais comme une évidence, une chose «  qui va de soi  », perpetuum mobile. Le réaliste ignore l’exil  ; il est entièrement là où il a réduit le monde, et s'il en souffre, il ne le sait pas. L'identique est sa fin dernière, — et c'est ainsi qu'il travaille à l'uniformisation du monde, afin d'échapper à cette expérience fondamentale, propre de l'espèce humaine, qui est d'entrevoir une profondeur du Temps dans laquelle il est tout aussi possible de se perdre que de se retrouver. Sachant que nous ne cessons de nous perdre, nous nous donnons, par ce savoir, une chance de nous retrouver.

La pire déchéance n'est pas le désespoir mais l'oubli de ce que nous avons perdu. Le sens de l'exil est la chance des retrouvailles; l'exil de l'exil nous incarcère à jamais dans l'illusion qu'il n'y eut jamais, nulle part, ni sur la terre, ni au ciel, les prairies fleuries, les rives, les forêts, les jardins d'une patrie aimée. Tant que l'exil de l'exil, l'oubli de l'oubli n'a pas étendu sa tyrannie sur toute chose et dans toute âme, la plus grande espérance demeure vive, elle qui nous vient de l'Attelage Ailé, de la platonicienne réminiscence.

Tout est bon au monde planifié et planificateur pour nous interdire ou obscurcir ces advenues. Sur les rivages du monde moderne, ce ne sont pas des Aphrodites Anadyomènes qui sont attendues mais un ressac de bouteilles en plastique et de flaques de mazout. Tout ce qui peut nuire, démoraliser, exacerber l'instinct de mort, est favorisé, les médias s'en chargent. Avons-nous encore, en nous, la disposition d'une attente heureuse ? L'homme sans nostalgie, le parfait consommateur, sera aussi un homme sans pressentiment. Lorsqu'un monde perdu ne luit plus aux confins de la mémoire, lorsqu'une parole perdu ne palpite plus au cœur du silence antérieur, nous sommes, de ne plus nous savoir perdus, semblables à des amnésiques égarés dans l'horreur d'une zone commerciale, et croyant qu’ils sont chez eux.

Entourés des Sinistres et des Rabat-joie, ces majoritaires, comment n'aurions-nous pas ce pressentiment de nostalgie, cette intuition qu'il y eut, et qu'il y aura peut-être, un monde plus intense et plus léger, un monde de gradation heureuses et de nuances qui font rêver, comme les nuées, là-bas, leurs sœurs étymologiques ? Parmi divers processus de neutralisation des œuvres qui sont, dans leur essence et dans leur manifestation, des passerelles vers ce monde perdu, la méthode psychologisante,  après les nombreuses excommunications idéologiques, est la plus courue. Ce qui est dit n'est plus un aspect de la parole, un miroir du Verbe, mais un symptôme à classer dans telle ou telle catégorie.

Tout auteur et toute œuvre, et, plus profondément, toute distinction, ne sont désormais pris en considération que pour être neutralisées. Les temps de l'exil dans l'exil, de l'oubli dans l'oubli sont, fondamentalement des temps de neutralisation, comme en témoignent, par exemple, l'écriture, dite inclusive, et ses théories afférentes. Cependant, dans la langue des services spéciaux et des malfrats, «  neutraliser  » veut bien dire tuer, et c'est bien un instinct de mort qui est à l'œuvre dans l'uniformisation des styles, la haine de toute distinction, de toute supériorité et de tout secret. Toute chose vivante est l'éclosion d'un secret.

Dans le monde moderne, les seuls secrets protégés sont bancaires et les seules hiérarchies, celles de l'argent et de la technique qui mettent précisément au plus haut ceux qui ont le plus grand pouvoir de neutralisation et juste en dessous, les techniciens subalternes, le petit personnel, les petites mains de la neutralisation, politiciens, journalistes, semi-intellectuels, agents de l'actuelle bouillie «  culturelle  » et subventionnée qui n'existe que pour étouffer les rares surgissements de la parole libre et de la beauté. Tout ce qui peut être produit de niais, mais d'une niaiserie totalitaire, de vulgaire et d'avilissant est promu, à la condition de disposer du pouvoir de neutraliser le médium par lequel quelque chose est communiqué, que ce soit le mot, l'image ou le son. La langue française sera ainsi écrite en traduidu, l'image choisie pour sa hideur et le son pour sa fonction assourdissante ou abrutissante.

La civilisation est devenue notre plus impensé, notre pensée la plus neutralisée. Les mœurs, la façon de réagir aux êtres et aux choses, ne pouvant plus lui être rapportée, les sciences dites humaines s'évertuent à analyser les comportements humains en fonction de la psychologie et la sociologie. Or, ce que nous répondons au monde, et même les réponses que nous en recevons, tiennent tout autant, sinon plus, à la civilisation dont nous héritons qu'à notre complexion psychologique particulière ou à notre classe sociale, — qui elles-mêmes prennent sens par la façon dont nous les interprétons, selon nos propres modalités civilisationnelles. Dans telle culture, le père qui égorge sa fille surprise à fleureter, sauve son honneur et celui de sa famille; dans telle autre, il serait considéré comme criminel. L'héritier de Rabelais, de Montaigne, du Prince de Ligne ou de Pierre Louÿs n'entretient pas les mêmes relations avec l'âme et le corps que le salafiste ou le puritain anglo-saxon. Cette relation moins nouée, plus déliée, ne va, comme toute chose humaine, la pire ou la meilleure, jamais de soi. Elle est apprise et transmise, inventée par une liberté conquise, non dans l'abstrait mais dans l'exercice spirituel et charnel, de proche en proche, qui atténue nos rages et affine nos nuances.

Sans vouloir en rabattre à l'orgueil proverbial des écrivains (on se souviendra de cette phrase délicieuse de Montherlant, à la fin d'un poème: «  Dieu baisa ma main lorsque j'eus écrit ceci  ») et dans un monde médiocratique, certains ont bien raison, face à l'arrogance de tous, de faire flamber haut ce soi-disant vice qui, souvent, se confond avec la vertu du courage, — force est de reconnaître que jusqu'en leurs moindres épithètes, leur virgule la mieux méditée, et surtout dans le rythme qu'ils impriment à leurs phrases, nos bons écrivains sont d'abord, et les plus singuliers d'entre eux, héritiers d'une civilisation, à laquelle ils doivent leurs images et leurs symboles, les sujets dont ils traitent et leur style.

Ce à quoi nous appartenons — en profondeur, — en dépit de tous les effets de surface voulus, se trahit en deux phrases, si bien que les œuvres les plus «  originales  » ne sont encore qu'une part de la frondaison qui vient puiser sa sève et recevoir son soleil d'une civilité plus ancienne, et sans laquelle nous ne serions, par le Diable, que des «  Communiquants  ». Ce qui nous est propre, notre personne, ce qui, en nous, est irréductible, sachons-le, sera sans que nous n'y puissions rien, et quelles que soient nos transigeances, nos douceurs, l'objet de la haine la plus noire. Par un instinct malfaisant, ce qui nous fonde sera haï, ou nous sera contesté, autant que nous le serons nous-mêmes, dans nos particularités acquises. Ce mouvement dégagé, cette allure, ce style qui ne convient plus aux convenances média-médiocratiques, ces possibilités d'exercer la vie durant notre bref séjour, hors des normes de la servitude volontaire, suscitera contre nous des volontés agrégées.

Notre civilisation est dévastée non seulement par les barbares, mais par nos reniements les plus intimes, lesquels laissent aux barbares la puissance qu'elle éteint dans notre propre cœur. Les «  Droits de l'homme  » (qui au demeurant ne sont exercés que lorsqu'ils ne contredisent pas quelque intérêt financier ou technomorphe) ont remplacés, dans la doxa commune, les droits de l'Âme, et finissent par ne plus être, somme toute, dans le règne de la quantité, que le devoir d'être interchangeables. Or, lorsque les hommes sont devenus interchangeables, la pensée leur fait défaut et la conscience sourde de leur misère leur fait inventer de ténébreuses conspirations, des causalités maléfiques, extérieures à eux-mêmes alors que dans un monde planifié, un monde littéralement neutralisé, les interchangeables ne sont jamais dominés que par d'autres interchangeables, et que les agents de la servitude n'ont plus d'identité, comme ils en eurent naguère dans les romans d'Eugène Sue.

Désormais ce ne sont plus les hommes qui communiquent entre eux par l'entremise des machines mais la Machine qui communique avec elle-même par l'entremise des hommes. Le grand Contrôleur qui se figure lui-même «  en chef  » est lui-même contrôlé par le dispositif qu'il sert  ; ce qu'il peut y gagner, en argent ou en pouvoirs illusoires, est infiniment inférieur à ce qu'il y perd: le rapport sensible avec les être et les choses, — et son âme. De plus en plus nombreux sont ceux qui ont tant et si bien perdu leur âme qu'ils ne croient plus en son existence pour personne. Ils se font progressivement à l'image de leur dieu, qui est Machine, et rêvent de s'appareiller, de se perpétuer, de s'augmenter, comme le font les Machines. L'âme niée demeure cette absence en eux qui les rend fou, d'une folie insatiable. Mais qu'est-ce que l'Âme ? L'âme est vive, mouvement, littéralement «  ce qui anime  », elle est floraison et mystère, profondeur dans la profondeur; l'âme est un matin de printemps où nous sommes chez nous, soudain, alors même que nous savons que le monde est notre exil.

Comptez les heures que vous passez devant un écran, c'est dire aussi radicalement séparés du monde que possible. Chacune de ces heures est une prière ôtée aux ressources de l'âme, — un triomphe de l'abstrait au détriment du sensible. Le premier viatique par temps obscurs sera de regarder à côté et au-dessus de l'écran, de tout ce qui fait écran, par-delà cette fausse perfection, vers tout ce qui est imparfait et changeant, vers tout ce qui repose dans sa fragilité originelle, vers toutes les puissances en train d'éclore, celles du jour qui point, des nuages qui se défont et s'assemblent, de la pluie qui heurte la vitre, et, peut-être, du visage de son semblable. Si petit que soit l'écran, tenant au creux de la main, voici de nouvelles générations auquel il suffira pour abolir le monde autour d'eux.

Le Diable est dans l'inattention qui nous sépare du monde et nous laisse à disposition des pensées venimeuses qu'il nous inspire. Abstraits du monde, nous sommes livrés, sans contredits, à ses tristes palabres. Ce qu'il veut nous inspirer de jalousies amères et de griefs lancinants nous assourdit dans un silence de mort. Abstraits du monde, nous sommes sans défenses face aux mauvaises tentations de la tristesse. Est-ce assez comprendre que les temps obscurs sont d'abord en nous-mêmes, sous forme d'attristantes pensées, certes, mais aussi sous la forme d'un Temps dont la linéarité, la mesure purement quantitative ne laisse aucun espoir à ce qui rayonne, ni à la qualité exquise.

Au temps linéaire, qui nous éloigne de toute patrie aimée, opposons le temps en rayons, en corolles, telles que surent les figurer les rosaces de nos cathédrales. À la quantité omnipotente opposons les qualités des êtres et des choses et leur irréductible mystère, et leurs saveurs qui sont sapience. «  Les goûts et les couleurs ne se discutent  » dit le proverbe. S'ils ne se discutent, ils s'interprètent à la façon de l'herméneute ou du musicien, — c'est encore une affaire de goût. Ce qu'une civilisation développe en nous, c'est le goût.

Les progrès notoires de la vulgarité tiennent à ce qu'elle ne cesse d'être récompensée, comme le sont aussi le mauvais goût et la mauvaise foi. Nous vivons ces temps où toute distinction est honnie au nom d'une morale qui tient toute vertu aristocratique pour un mal en soi. La faveur dont jouit la vulgarité est idéologique et dépasse l'assentiment que les vulgaires donnent à leurs semblables. Pour s'en convaincre, il suffit d'allumer le poste : tout ce qu'il y a de vil et d'avilissant nous saute au visage. Cette vulgarité n'est pas seulement l'absence de distinction, elle est sa destruction âprement programmée, voulue avec détermination, avec une arrogance absolue.

Peut-être conviendrait-il de s'attarder sur la nature de ce qui est ainsi voué à disparaître sous l'assaut ? Quel est ce goût, cette éthique, ce style, cette sapience dont on ne veut plus, et qu'il convient, selon la bonne morale en cours, d'éradiquer ? À partir de quels critères cette civilité est-elle reconnue comme l'Ennemie par le monde utilitaire, global, planificateur ? Pour bien le comprendre, il faudrait, et l'exercice n'est pas coutumier, concevoir ce qui est à la fois le plus impersonnel et le plus intime et rétablir entre ces deux extrêmes une relation fulgurante.

Ce monde qui nous exile de nous-mêmes est d'abord un monde de subjectivités en série, séparées, abstraites, non seulement d'autrui mais du courant même de la rivière de la tradition, et ce qui nous en vient à manquer, ce n'est pas tant une «  identité  », le monde moderne en pullule, qu'une harmonique, une gradation des possibles dont l'exercice fut d'abord musical, y compris dans le silence de la lettre et la contemplation de l'image. Ce qui nous manque, mais se manifeste alors comme un désir créateur par l'absence ainsi désignée, un dessein de reconquête d'un pays perdu livré aux barbares, n'est autre que le chœur des voix sensibles et intellectuelles, telles que nous les retrouvons intactes cependant, exemples parmi d'autres, diverses avec bonheur, dans les voix reçues et transmises par Hildegarde de Bingen ou encore, dans les Neufs cents conclusions de Pic de la Mirandole.

Que nous disent ces œuvres majeures, mais secrètes quelque peu, de notre civilisation ? Elles nous disent que les êtres et les choses ne sont pas seulement ce qu'ils paraissent être. La vie et la mort ne sont pas seulement un processus biologique et sa cessation. Un visage n'est pas seulement une réalité morphologique. Un arbre n'est pas seulement une plante, mais un symbole. Les dieux sont des réalités à la fois intérieures et extérieures. L'aventure de l'âme est de connaître les gradations entre le sensible et l'intelligible, qui voilent et dévoilent ce qui est unique, indivisible.

Les notions les plus généralement répandues, traitées, critiquées sont souvent les plus incomprises et les moins interrogées. Ainsi en est-il de «  l'individu  », — objet de notables disputes de la part de nos idéologues. Aux adeptes de l'individu et de sa liberté universelle s'opposent les critiques, de gauche et de droite, parfois pertinentes dans leurs limites propres, sinon qu'elles semblent oublier que l'individu interchangeable du monde global est le sujet même du collectivisme le plus radical, dont le triomphe est l'indifférenciation.

Qu'est-ce qu'un individu ? En quoi une certaine façon d'être individué, est-il le propre de la culture européenne, avec, certes, tous les périls inhérents à ce processus d'individuation ? Il n'est pas indifférent de constater que les occurrences diverses de la philosophie moderne, — dressées contre la philosophie stoïcienne, platonicienne, et contre la tradition théologique de l’Occident, — du marxisme classique aux philosophes de la «  déconstruction  », se sont d'abord évertuées à la critique du «  sujet  » en tant qu'individu. À la rescousse de ces théories sont venues, par la suite, des idéologies plus naïves  : «  tribus  » new âge, communautarismes vindicatifs, collectivisme entrepreneurial ou managérial, — tout cela dans un même mouvement appliqué à faire disparaître cette disposition fragile, inquiète, mais d'autant plus créatrice que perpétuellement en péril, et nuancée par sa propre expérience du nihilisme, que l'on nomme une civilisation, — comme s'il n'y avait plus, sur notre horizon politique, que cette notable opposition entre l'individu et le collectif, quel qu'il soit, et que l'individu se bornait à n'être que la figure du libéralisme économique, alors que celui-ci, dans son mode opératoire et ses fins, — l'asservissement à la production et à la consommation, — est un collectivisme comme les autres, et non le moindre car il suppose la servitude volontaire.

Certains anti-libéraux arguent du fait que le libéralisme n'accorde la liberté aux individus que pour l’ôter aux peuples, mais l'argument semble naïf, car la liberté accordé aux individus n'est pas seulement abstraite, elle est un leurre. L'individu irrélié tombe sous le joug du pouvoir le plus évident: celui de l'argent et de la technique, ces despotes sans défaillances. En quoi suis-je libre, individué, si rien de ce dont j'hérite ne peut plus être dit ni manifesté, et si ma langue elle-même se réduit à n'être que le vecteur de l'utilitarisme et de la communication de masse  ; ou si, ayant appris à lire, à penser, avec Montaigne ou Valéry, je ne suis plus compris de personne, et condamné ainsi à un exil sans fin dans mon propre usage de la langue ?

L'individu véritablement différencié est l'indivis, ce qui, en moi, est irréductible et ne peut être divisé, ce noyau d'être qui établit ma relation avec le noyau de l'être, le feu central de l'être, selon la formule de Dominique de Roux, — qui est à la fois la chose la plus intime et la plus objective. À quoi visent les théories de la déconstruction, sinon à fondre l'indivis dans le flux de la société, dans l’indifférenciation globale ? Or, la société, devenue l'ennemie de la civilisation, ne saurait être d'aucun recours contre le drame de l'existence insolite, isolée dans la masse, qui interdit l'expérience même de la solitude essentielle, celle du contemplateur de la mer de nuages, celle de Nietzsche qui veut se délivrer de son dégoût à voir la canaille assise près de la fontaine. La critique de l'individualisme tourne court dès lors que l'individu qu'elle vise n'est déjà plus que cette unité interchangeable, parfaitement rodée, que rêvèrent, sans pouvoir la réaliser, les totalitarismes de naguère. Le véritable indivis, ne se divise ni ne s'interchange, il s'enracine dans la terre et le temps et se démultiplie. Si notre héritage ne nous allège et n'accroît notre puissance, s'il n'est qu'écorces mortes et pesanteur atmosphérique, il est temps, non de le renier, mais d'aller chercher en lui, plus loin, plus profond, jusqu'au mystère, qui nous tient en exil de notre plus abyssale vérité.  «  Deviens qui tu es  » dit l'adage. Allons, mes amis, vers Delphes et vers Éleusis, recevons l'enseignement des forêts et des mers, soyons arthuriens et odysséens à la folie, souvenons-nous des Muses, afin qu'elles se souviennent de nous et nous protègent.


 

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03/12/2021

Luc-Olivier d'Algange, Chant de l'Etoile polaire:

Luc-Olivier d’Algange

 

Le chant de l’Etoile polaire

 

Maudites, les apparences ?

Il fallait un jour en finir avec ce mensonge dont les conciles d'azur et d'or

assistaient au péril de nos royaumes...

Jadis, il m'en souvient, toute chose était dite en cet honneur.

La Gloire, et les certitudes philologiques, l'empire et la tristesse des conquérants salutaires...

Toute chose, oui, s'il m'en souvient, était ainsi dévouée à cette rive sablonneuse,

toute chose en vain

tout en bas de l'escalier de la nuit et des millénaires,

toute chose évanouie dans l'illusion de l'heure

dans cette flamme inextinguible

sous le regard le plus clair, le coursier le plus blanc,

telle cette Ode Olympique dont l'aube

encore peuplée d'astres mystérieusement

nous ôtait le sommeil.

Et nous demeurions ainsi les yeux ouverts,

nous demeurions

immobiles,

comme la descendante de l'ultime prodige

sur les degrés du temple taurique

- doucement elle feignit de s'endormir...

Or, tout cela revint

à ma mémoire comme une libation de la vive nature.

Tout cela m'enjoignait à comprendre la joie et la douleur

l'épreuve des enfers et la pieuse tristesse

d'un jour pluvieux,

l'automne...

Car il était dit

que nous devions douter de notre victoire,

douter du Chœur

et de cette saveur subtile de l'âme,

alors même que la beauté

en sa chantante terrestreïté,

devisait avec la Mer et nos tempes !

Et nous rêvions alors

d'un envol prodigieux, d'une race du libre ciel et de l'essor, car l'Ether,

l'Ether toujours

nous fut,

entre toutes,

l'éblouissante promesse...

Quelle légèreté alors nous saisissait dans le miroir

argenté des feuilles d'olivier,

et de quel promontoire auguste

nous entendions la voile frémir

et se défaire l'emprise des tristes générations !

Ainsi, la belle philosophie des hauteurs

s'offrit à nous comme une jeune fille.

Comme une nuit

portée dans le sein du jour le plus vaste,

notre âme

s'éveillait à l'entendement divin,- car longtemps silencieuse

elle fut,

comme des forêts, des steppes

dans le déclin crépusculaire d'invisibles civilisations...

Longtemps elle ne fut qu'une ombre dans l'Hadès, une

incertaine traversée

de l'Ombre dans une Ombre... Longtemps elle ne fut

qu'un murmure indistinct sur l'ardoise où agonise l'été.

Mais voici

qu'à travers l'immanence de la joie

l'immanence du Signe qui fulgure comme un diamant

sur l'eau ensoleillée

comme un feu clair dans le Jour

le plus vaste,

voici qu'advient la puissance nouvelle

issue d'une avant-région encore sans nom,

issue d'un nous-même dont nous ignorions

l'existence et le sens,

voici

comme une brûlure, une folie, une parfaite constellation,

la synthèse parfaite.

Toute chose ne débute-t-elle point, strophe céleste,

dans le prodige d'un voyage

dans les Jardins de la Mer

dont les roses tardives

sont les plus douces légendes

de l'Hellade rêvée ?

Que l'illusion soit

dans cette profondeur détruite !

Et qu'elle soit le recommencement.

Tant d'errances dans les villes et les siècles en seront redimées, tant d'espérances exaucées,

et le thème de l'ultime citation,

en majesté concise

dédiée à la patience du malheur

dont le sens désormais nous sera vain !

Notre grâce était si légère dans notre combat contre Chronos

que le ciel soudain

fut envahi

d'un turquoise d'une musique si belle

que des larmes coulaient sur tes joues

et les temps passés refleurissaient et se mariaient

à ces ombres si délicates que le ciel nous dispensait

comme si

dans le décret de cette heure fière

tout devait nous être donné

et au-delà,

car telle était la récompense de notre fuite amoureuse...

Plaignons un instant ceux qui sont resté en arrière et oublions, sous l'arc immense du dernier jour du monde

tous les déchirements seront des retrouvailles

et songes, fumées, seront toutes les misères humaines.

C'est pourquoi, en cet instant qui nous emporte

en ce vaisseau

qui nous éloigne

de ce que nous étions

en cette seconde salvatrice,

cet élan vers l'Ether où nulle ombre défunte ne sourit,

j'ai osé refuser ,- et volent les fragments célestes dans l'urgence du Chant !

Et gloire à Eros qui donna le diapason à ces mélodies !

 

Mon histoire est l'histoire du monde,

ma mémoire est au-delà de moi.

J'ai souvenance

de plus vastes empires dans l'aube inconnue

et le destin des couleurs s'unissait à mon chagrin

de voir disparaître

la patiente et lente science

des nuages empourprés dont les métamorphoses

en dehors de moi-même

semblaient en vérité n'être plus

que l'inexplicable adoration de l'émoi le plus secret,

de l'émoi

le plus intime

et dont jamais, jamais je n'eusse deviné, ni espéré qu'un jour

il fût

ainsi offert à la théâtralité et l'évidence infinie du Ciel, véritable patrie...

Oui, je bénissais cette heure, ce firmament, ce chant

et la plus profonde pensée

qui jamais ne s'achève et chante en moi sans cesse

le regain de la puissance

de l'invisible et sainte puissance des mots

dont j'ignorais alors

qu'ils viendraient une aube au devant de la plénitude...

Car en ces temps-là

j'ignorais l'unisson et la différence,

j'ignorais l'histoire et même les voiles blanches des rituels,- ceux là mêmes

que nous allions inventer

en notre occidentale conjuration de l'Etoile Polaire,

notre société secrète des pensées et des transparences...

En ces temps-là, oui, j'ignorais tout, car les dieux ne m'avaient pas encore gratifié de splendeur.

Tout n'était que pressentiment...

Que personne

jugeant cette douleur de l'être où je subsistais

n'en vienne à dire le naufrage et la mélancolie

car elles sont encore des récompenses destinées

aux grandes audaces consacrées du lointain.

Que nul

ne vienne s'approprier cette déréliction

qui fut la mienne

et ce combat absurde où périssent les plus beaux dialogues !

Le Ciel s'abreuve à l'incertitude qui me hante.

Le Ciel connaît le sens de ces batailles et de ces bannières

dont je parlais jadis en d'autres poèmes orageux.

Ce que j'aime est d'une plus imprévisible douceur.

Tout ce que j'aime est dans cette fidélité à l'Instant

source créée et incréée

des millénaires qui dorment dans mes phrases

et que ton souffle éveille dans la consolante aube sororale,

Ides perdues et retrouvées.

 

Ma mémoire est un ciel d'été.

Elle est dans le bleu et la chair ensoleillée de l'amante

cette éternité conquise

à jamais,

dans la délicatesse des ombres et des baisers

dans la clarté de vitrail

de la seconde magicienne.

... Et les feuilles furent légères dans l'obscur abri

du crépuscule. C'était un labyrinthe

où je découvrais

le Sel et la Somme du Dieu sans nom. Quelle pure pensée

alors nous éblouissait

dont nous entendions la voix sur les rochers,

Quelle silencieuse et limpide fureur nous saisissait

et nous arrachait au pouvoir de la douleur

comme une sentence marine.

Fils du Ciel et du soleil,

l'audace était notre devise. Elle devançait nos rires

sur l'abîme et l'océan ardent

et cette joie d'être à soi-même la proie du plus secret désir des apparences,

du plus secret désir des transparences...

Cette ivresse était sans égale.

Devant les portes consacrées et les forêts de l'aube pâle,

devinant le sens des cendres et des empreintes, nous devancions le cri et l'enfer,

et de larges voiles se faisaient accueillantes à notre ferveur. De larges voiles comme des Anges,

de larges voiles

sous un ciel plus sombre que la Mer...

 

Que la limpidité soit le Mystère, et l'allusion,

cette transparence offerte aux sens,

à la sagesse cardinale du désir qui sait

que toute chose donnée par amour

est inépuisable dans le Sens

et dans la profondeur des cieux et de la nuit...

Se peut-il que l'ignorance domine

au point de laisser déroutées et hostiles des âmes humaines

à l'approche du chant mystérieux ?

Que le souvenir du saphir des mers les plus lointaines vienne à notre secours

- et la fraîcheur et les embruns,-

pour dire

que jamais le Sens n'est obscur car la ténèbre toujours

est dans le cœur délaissé des hommes...

Que le souvenir du scintillement du Sel alchimique vole à notre secours

pour dire que jamais le Sens

n'est interdit

sinon par timidité ou paresse humaine.

Le Chant du poète

est la Gloire retrouvée, sa patience infinie,

retrouvée,

son image divine,

retrouvée,

son audace,

retrouvée,

et cette immense puissance bienheureuse, ce soleil somptueux, retrouvé dans le cœur et l'être

que nous sommes

de toute éternité,

dans la présence.

 

Toute chose dérive d'une source unique,

et mes pensées et mes rêves...

Comment ne pas voir

que nos rencontres étaient écrites

dans les registres de la lumière ?

L'amour de notre belle trinité amoureuse nous sauvait de l'insignifiance, de l'insensibilité et de l'Insensé

dont l'otage

était le monde.

Notre rencontre fut l'eau castalienne

pour notre soif que seule

comble une soif nouvelle...

Elle fut le rêve silencieux,

le rêve dont la profonde et douce et calme lumière lavande

abreuve

l'âme et l'esprit

tandis que le corps exulte entre tes bras.

Elle fut

ces larmes de bonheur dans tes yeux.

L'Etre cependant

fulgure dans la mathématique des transparences.

l'Etre,

dont l'exactitude s'émeut des plus lointaines litanies

dont l'adoration

dore le front d'un Christ Vainqueur...

L'Etre, qui n'est point

le Tout,

exige le divin qui le fonde,- de même que la raison

oublieuse du Verbe n'est plus qu'une pitoyable superstition.

Ainsi, il m'en souvient, d'amples considérations déployaient leurs arcs au-dessus de nos têtes...

Telle fut pour nous l'interprétation infinie du monde

cette impétuosité

du Sens ailé

cette conflagration céleste et silencieuse en nous

dont l'œuvre

s'attardait en notre souvenir,

avec la solennité acquise

de l'assouvissement et de la pensée, qui transparaît,

de la pensée

advenue dans la trace comme une promesse

d'accomplissement...

Telle fut pour nous la Saison divine

la Saison de l'heure adonnée au rivage

d'une plus haute légitimité,

la Saison amoureusement éperdue

sous le triomphe multicolore des Anges.

Telle fut pour nous l'Anadyomène

éternellement surgie des eaux pour nous ceindre

de sa clarté et de sa fougueuse juvénilité...

Ainsi débutait

l'épopée

heureuse de la Sagesse, l'aventure hauturière sous le Signe de la Conjuration de l'Etoile Polaire.

C'était un éloge de la vie et des plus hauts reflets de la vie,

un éloge des temporalités secrètes en nous

dont l'aube et le crépuscule divulguaient les splendeurs...

Bénies étaient les apparences dans le ciel d'été de ma mémoire.

La métaphysique du Jour

stylisait nos gestes en perfection.

Sous le ciel ordonné

notre destin était un empire,

et la beauté devineresse...

Pourquoi vivre dans la banale confusion

alors que la métaphysique du Jour

précisait le site de nos envols

écartant de nous

les malentendus et les équivoques,-

et nous offrant la désinvolture de surcroît .

Celui

qui parle

au vif de l'instant

sauve ce qui est dit et ce qui n'est point dit,

en un seul geste

dans la subtile justice de la métaphysique du Jour.

 

Qu'elles osent l'azur attique

de la pure pensée...

Qu'elles y reviennent, avec leurs danses

comme dans un temple d'enfantement:

ce furent

les germinations de la Saison divine. Il fallait bien

que nous fussions vengés de connaître ce premier don

cette première cadence véhémente

dont la limite était un front de lumière.

Il fallait bien que nous eussions secoué le poids

des attentes vaines,

oublieuses,

pour que sans armes visibles

l'on nous jugeât dignes d'accéder aux présages,-

ce serait, disaient les devineresses,

ce serait sur une autre terre

et sous un autre ciel...

Ecumes, Muses, printemps, vertus, vols dans l'aube éternelle.

Ecoutez cette rumeur de mes jours,

comme des ondes...

Telle fut pour nous la Saison divine,

en ce septentrion léger d'une traversée,

d'une saveur,

soudain, prés des fontaines de Thèbes

là où la pureté ressemble

à tes chevilles fines...

Telle fut pour nous

le belle espérance romaine,

la folie solaire

dans le cercle de plus en plus vaste

dont elle honore la beauté

sonore.

Offertes nous furent

tant de richesses inconnues, tant de vigueurs.

Les Cités

étaient lentes sous nos regards

et nous connaissions

le signe de la justice infinie

et le trident marin.

Qu'elle fût touchée, par la mystérieuse parabole des reflets

qu'elle fût nommée,

je devinais

cette éblouissante théurgie...

Son nom

s'éveillait à l'angle des apparences,

dans la ligne brisée

de la transparence,

entre l'ordre du monde et son abîme,

entre le rêve et le sommeil...

Là, je pressentais une feuille frémissante

et le royal accord

de nos contrées et de nos âmes.

 

Au bord de cette Mer, le sable

est la blonde pensée des dieux...

Infinie si l'on songe

et salvatrice

et mortelle si l'on

compte.

En ces temps-là, nous nous laissions griser

par les scintillements de l'eau et de la lumière.

Le crépuscule était

une immense promesse.

Notre allégresse précédait les événements du récit.

Notre âme

était forte de sa vision

et notre compréhension de la bataille.

Quel souvenir de ciel

austral étendait alors

ses ailes sur nos refuges,

nos ancêtres ?

Et de quel autre souvenir cette âme humaine fut détruite ?

Etait-ce d'un seul refus la croyance cruelle ou bien

dans l'exactitude d'un compas géant

la rosace d'un univers

dont les architectes seraient

la nécessité et le hasard ?

Pieux mensonge !

Toute chose dément cette triste habitude

et même notre honte à nous y résigner

et notre nostalgie d'une certitude plus haute

et la branche de laurier dans l'azur profond

et l'immobilité vibrante

de la pierre: toute chose dément...

Toute chose devine

et j'en détiens la connaissance mélodieuse.

 

Mais nous connûmes aussi de sombres clameurs,

les déchirements,

le soliloque de l'effroi...

Instants irrespirables,

haines, mélancolies,

à l'intérieur de ces ténèbres en tentation

où toute chose

ressemble à une confuse prostitution,

à une misère machinale,

sous les affreuses évaluations du Règne de la Quantité...

Les temps modernes avaient cette allure qui ne pardonne

et quand bien même

nous n'eussions rien connus d'autre

l'imperfection

était visible

spectre visible

outrance banale

où toute chose n'est qu'un autel de la vengeance,

une idole du ressentiment.

Fuir ! C'était la seule éclatante destinée !

Aller vers les cieux verts et les feuilles brillantes

et les chevaleries

irréelles d'une gloire oubliée...

Fuir cet inavouable rétablissement de Chronos et cette triste et banale barbarie...

Ainsi notre sillage inventait

une subtile civilisation de lueurs et de caresses

entre nos regards et nos corps

ainsi l'instant méditait

en nous la victoire de cette exquise énigme bleuïssante

qui portait

en nous

ce nom de la Conjuration de l'Etoile polaire.

L'Instant

dont jadis nous écrivîmes le Sacre

portait en nous ce nom

qui nous unissait,

ce nom qui nous destinait

aux plus vertigineuses et calmes ivresses, Isis voilée et dévoilée...

 

Et que de monstres frappés d'inconsistance !

Que de belles victoires sur le front du resplendissement,

la large absence farouche de quelle vie antérieure !

Etait-ce

un zénith moins pur,

un bec d'azur

dans la présence majeure ?

Notre audace devenait pensive

et Sphinx dans le péril...

Et dans le grand théâtre des châtaigniers

dans l'ample dramaturgie de ces phrases,

nous inventions le tourment délicieux d'une liberté

injustifiable...

Le Soir évanouissait en nous un trône transfiguré par les nombres somptueux de la Mer.

Et pourtant

de ces folies

il ne resta

que la haute abstraction du Ciel, et la louange angélique.

Car nous savions que la souffrance, en vérité, était une fausse nudité de l'être,

et Virgile riait avec ses épreuves claires

dans ce jour pluvieux que nous traversions sans y croire dans cet effondrement du monde

que nous subissions sans y croire,

sombres clameurs,

déchirements,

soliloques de l'effroi... Pieux mensonges !

Il était dit que nous ne nous laisserions point encombrer de ces écorces mortes...

La messagère était trop belle

en sa présence perpétuelle,

la séduction de sa bouche et de sa hanche,

car l'éternité est dans cette heure qui ressemble

à la grande distance du bonheur

et du malheur

telle qu'elle nous touche dans le silence de notre enfance

dans ce silence d'aigue-marine

qui prédit à notre première espérance

le ciel nocturne et pur

où chante l'écume prodigieuse des astres...

 

Vous qui étiez de la jeunesse perdue l'éloge et le conseil,

cette mémoire

dont l'accueil

eût tari mes paroles

vous seules, vêtues de l'Aube

profonde comme la contemplation,

n'ai-je aimé que votre réalité passive ?

Quel esseulement

et quelle fierté navrée se courbait

sous la funèbre incertitude...

Vous étiez, il m'en souvient, douce de lassitude apprise

avant que ne surgisse

l'autre merveille !

Un char brillant hors de la brume

vous regardait

et vous n'osiez dire,

vous n'osiez acclamer

cette étincelante finitude...

Jadis l'Inanimé effarouchait

l'Esprit,- mais notre course fut

plus rapide !

Plutôt que l'ombre, c'était la vie,

la cathédrale sonore de notre amour !

 

Vous qui étiez le soleil d'hiver, l'humeur tragique,

la précipitation

des illustres blancheurs, des ancêtres et des alliances,

de ce flot assombri que d'autres que moi choisirent !

Tout cela me fut-t-il autre chose

qu'une capricieuse beauté

à moins que l'encre et le sang n'eussent le même emblème ?

Et quelle excellence nous bénissait

quelles allégories ? Où donc

débutait ce monde qui nous abandonnait ainsi sans remord ?

Où donc débutait l'enfance de cette jeunesse sans nom, où donc

le vain repos ?

Où donc le fanatisme des mers ingouvernables, les gestes d'Ossian ?

Tout doit-il encore une fois retourner dans la nuit ?

Devons-nous, une fois encore, nous perdre dans ce face-à-face ?

 

O vous qui étiez l'éternité immanente, le message

et le témoignage

du sommeil et des yeux ouverts dans le sommeil ?

Vous qui étiez la réprimande et la tragédie,- aujourd'hui notre conjuration

nous éloigne de vous

car nous sommes l'instant, le miroir,

où brille l'éclat du dieu dorique de la lumière...

 

Et de ce Songe que fut le monde en son bonheur,

et de ce Songe singulier comme un vœu

exaucé

avant toute formulation, nous étions les devins

de même que nous fûmes princes pour nos amantes...

Alors les constructions florales de l'été

rayonnaient

dans l'intemporel...

Le Songe gardait en lui ces légendes

comme des semences

et nos mains

dansaient dans les mosaïques de l'air

comme des voyelles, des oiseaux

dont l'extrême courtoisie céleste s'emparait

de nos erreurs passées...

Car tout cela était déjà loin de nous

dans cette extrême proximité

où toute chose brûle

dans la distance infinie de l'immédiat.

Ainsi,

nous exercions notre raison à comprendre

l'euphorie,

l'eau tranquille, et cet éros cosmogonique

dont les apparences dévoilaient la corolle... C'étaient

des images sauvées,

un orient où l'illusion s'abandonnait

au ravissement du Jour

et la maxime de l'Instant nous éblouissait...

Et de ce Songe que fut le monde en son bonheur,

l'équilibre fut l'atteinte du Jeu,

sa figure de splendeur

surgie dans l'audace souveraine d'une ronce,

ultime logique d'une histoire sainte encore inconnue...

Ce Songe, en vérité,

hantait

le signe du dauphin,

scintillante perfection volant

dans le bleu du ciel et de la mer

 

Les dieux seuls connaissent les rougeoyantes

feuilles

du Songe

cette immense Atlantide

abandonnée à l'emphase

de la destruction. Mais qui donc disait:

«  La destruction est un rêve »-

quel écho de nos propres paroles

dans la lente connaissance de soi-même où tout commence et recommence.

Et nul ne saurait en contester la classique pudeur !

Les dieux seuls

connaissent l'automne du Songe.

Les dieux seuls peuvent parler de destruction et de fin,

d'achèvement

et de disparition.

Aux hommes qui ne vivent qu'un instant,

qu'un battement de paupière

il est prescrit

de connaître l'éternité vivante,

la présence auguste d'Atlantis,

sa beauté,

dans la seconde qui nous ravit.

Toute notre existence est

dans cette certitude parcourue de pluies et de clartés,

dans cette certitude

dont le cours, l'embouchure et la source témoignent

de l'illimitée

prière du désir

et ses métamorphoses

dont l'ultime ivresse me rédime.

O sainte simplicité du message,- ce que je veux dire s'éveille dans la légèreté:

les dieux seuls connaissent la mort parfois.

Le pur espace est le deuil où le semblable va à la rencontre du semblable...

Mais autour de nous et du monde

ce sont d'éternelles tragédies et les paroles du bonheur

et le sens dont l'ardeur nous unit

dans l'interprétation infinie de la naissance de l'être...

Que peuvent les dieux contre notre ignorance altérée,

contre la recherche infinie qui nous porte

au-devant

des empires de la terre et du ciel

de la mer

et du feu.

Les dieux seuls connaissent le crépuscule.

A nous

l'aube fleurie

où la frémissante attente s'accorde

à l'accomplissement des gestes, à l'éclairement du monde sous les savantes caresses et les baisers

qui s'attardent

en ces belles impudeurs de chevelures et de lèvres,-

et l'aube du visage humain

reconnaît l'éternité qui le songe

dans un tumulte ondoyant. 

 

Extrait de Le Chant de l’Ame du monde, éditions Arma Artis.

 

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Luc-Olivier d'Algange, Hommage à Henry Corbin:

 

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Hommage à Henry Corbin

 

La philosophie est cheminement, ou plus exactement, comme le disait Heidegger, « acheminement vers la parole ». Ce qui est dit porte en soi un long parcours, une pérégrination, à la fois historique et spirituelle. Avant de parvenir à l'oreille de celui à qui elle s'adresse, la parole humaine accomplit un voyage qui la conduit des sources du Logos jusqu'à l'entendement humain. Ce voyage, à maints égards, ressemble à une Odyssée. Dans l'éclaircie de la présence de la chose dite frémissent des clartés immémoriales, des songes et des visions. Toute spéculation philosophique témoigne, en son miroitement étymologique, d'une vision qui n'appartient ni entièrement au monde sensible, ni entièrement au monde intelligible, mais participe de l'un et de l'autre en les unissant, selon la formule de Platon, « par des gradations infinies ». L’idée est à la fois la « chose vue », l’Idea au sens grec, la forme, et la « cause » qui nous donne à voir. De même que la parole ne se situe ni exactement dans la bouche de celui qui parle ni exactement dans l'oreille de celui qui entend, mais entre eux, le monde imaginal, qui sera au principe de l'herméneutique corbinienne, se situe entre l'Intelligible et le sensible, donnant ainsi accès à la fois à l'un et à l'autre et favorisant ainsi l'étude historique la mieux étayée non moins que l'interprétation spirituelle la plus précise.

On pourrait, par analogie, transposer ce qu'à propos de Mallarmé, Charles Mauron nomma le « symbolisme du drame solaire ». De l'Occident extrême, crépusculaire, de Sein und Zeit, de la méditation allemande du déclin de l'Occident, une pérégrination débute, qui conduit, à travers l'œuvre-au-noir et la mise-en-demeure de « l’être pour la mort » à l'aurora consurgens de la « renaissance immortalisante ». Point de rupture, ni de renversement, ici, mais un patient approfondissement de la question. Le crépuscule inquiétant des poèmes de Trakl, la « lumière noire » de la foudre d'Apollon des poèmes d'Hölderlin, ne contredisent point mais annoncent l'âme d'azur, « dis-cédée », et la terre céleste dans le resplendissement du Logos. Le crépuscule détient le secret de l'aurore, l'extrême Occident tient, dans son déclin, le secret de la sagesse orientale. Au philosophe, pour qui, je cite, « les variations linguistiques ne sont que des incidents de parcours, ne signalent que des variantes topographiques d'importance secondaires », l'art de l'interprétation sera une attention matutinale. A l'orée des signes, entre le jour et la nuit, sur la lisière impondérable, il n'est pas impossible que le secret de l'aube et le secret du crépuscule, le secret de l'Occident et le secret de l'Orient soient un seul un même secret. L'attention herméneutique guette cet instant où le Sens s'empourpre comme l'Archange dont parle le Traité de Sohravardî.

Cet Archange empourpré, dont une aile est blanche et l'autre noire, dont l'envol repose à la fois sur le jour et sur la nuit, est le Sens lui-même qui se refuse à l'exclusive ou à la division. Opposer l'Orient et l'Occident, ce serait ainsi refuser le drame solaire du Logos lui-même, découronner le Logos, le réduire à n'être qu'une monnaie d'échange, un or irradié, dont la valeur est attribuée, utilitaire au lieu d'être un or irradiant, donateur et philosophal, forgé dans l'œuvre-au-rouge de l'herméneutique. Tout homme habitué au patient compagnonnage avec des textes lointains ou difficiles connaît ce moment de l'éclaircie, où le Sens s'exhausse de sa gangue, où les signes s'irisent, où l'exil devient la fine pointe des retrouvailles. Après avoir affronté les tempêtes et le silence des vents, l'excès du mouvement comme l'excès de l'immobilité, la houle et la désespérance du navire encalminé, après avoir déjoué les ruses de Calypso, les asiles fallacieux, et la nuit et le jour également aveuglants, l'odyssée herméneutique entrevoit le retour à la question d'origine, enfin déployée comme une voile heureuse. L'acheminement se distingue du simple cheminement. L'herméneute s'achemine vers: il ne vagabonde point, il pèlerine vers le secret de la question qu'il se pose au commencement. Il ne fuit point, ne s'éloigne point, mais s'approche au plus près du Dire dans la chose dite, de l'essence même du Logos qui parle à travers lui.

Toute herméneutique est donc odysséenne, par provenance et destination. Elle l'est par provenance, comme en témoigne le catalogue des œuvres détruites par le feu de la bibliothèque d'Alexandrie dont une grande part fut consacrée à la méditation du « logos intérieur » (selon la formule du Philon d'Alexandrie) de l'Odyssée, et dont quelques fragments nous demeurent, tel que L'Antre des Nymphes de Porphyre. L'Orient, comme l'Occident demeure spolié de cet héritage de l'herméneutique alexandrine où s'opéra la fécondation mutuelle du Logos grec et de la sagesse hébraïque. L'herméneutique est odysséenne par destination en ce qu'elle ne cesse de vouloir retrouver dans l'oméga, le sens de l'alpha initial. Pour l'herméneute, l'horizon du voyage est le retour. La ligne ultime, celle de l'horizon, comme « l'heure treizième » du sonnet de Gérard de Nerval, est aussi et toujours la première ligne de ce livre originel que figurent les rouleaux de la mer. L'herméneute, pour s'avancer sur les abysses, dont les couleurs assombries sont elles-mêmes l'interprétation de la lumière du ciel, pour s'orienter dans les étendues qui lui paraissent infinies, ne dispose que du sextant de son entendement qu'il sait faillible, dont il sait qu'il n'est qu'un instrument,- ce qui lui épargnera l'hybris de la raison qui omet de s'interroger sur elle-même et les errances du discours subjectif qui perd de vue l'alpha et l'oméga et restreint le sens dans l'aléatoire, l'éphémère et l'accidentel.

Ainsi devons-nous à Henry Corbin, non seulement la lumière faite sur des pans méconnus des cultures orientales et occidentales mais aussi le recouvrance de l'Art herméneutique à sa fine pointe, qui au-delà de l'exposition et de l'explication, serait une nouvelle implication du lecteur dans l'écrit qui se déroule sous ses yeux. Loin de considérer les œuvres de Mollâ Sadrâ ou de Ruzbéhan de Shîraz comme des objets culturels, délimités par l'histoire et la géographie, et dont nous séparerait à jamais la doxa de notre temps, Henry Corbin nous restitue à elles, à notre possibilité de les comprendre (dont dépend la possibilité de nous comprendre nous-mêmes), à cette implication, plus pointue que toute explication, à cette gnosis qui, je cite « convertit en jour cette nuit qui pourtant est toujours là, mais qui est une nuit de lumière ». «  Ainsi donc, écrit Henry Corbin, lorsqu'il nous arrive de mettre en épigraphe les mots Ex oriente lux, nous nous tromperions du tout au tout en croyant dire la même chose que les Spirituels dont il sera question ici, si, pour guetter cette lumière de l'Orient, nous nous contentions de nous tourner vers l'orient géographique. Car, lorsque nous parlons du Soleil se levant à l'orient, cela réfère à la lumière du jour qui succède à la nuit. Le jour alterne avec la nuit, comme alternent deux contrastes qui, par essence, ne peuvent coexister. Lumière se levant à l'orient, et lumière déclinant à l'occident: deux prémonitions d'une option existentielle entre le monde du Jour et ses normes et le monde de la nuit, avec sa passion profonde et inassouvissable. Tout au plus, à leur limite, un double crépuscule: crepusculum vesperinum qui n'est plus le jour et qui n'est pas encore la nuit; crepusculum matutinum qui n'est plus la nuit et n'est pas encore le jour. C'est par cette image saisissante, on le sait, que Luther définissait l'être de l'homme ».

Dans ce crépuscule matutinal, auquel Baudelaire consacra un poème, dans cette lumière transversale, rasante, où le ciel semble plus proche de la terre, tout signe devient sacramentum, c'est-à-dire signe d'une chose cachée. L'oméga du crépuscule vespéral ouvre la mémoire à l'anamnésis du crépuscule matutinal. Par l'interprétation du « signe caché », du sacramentum, l'herméneute récitera, mais en sens inverse, le voyage de l'incarnation de l'esprit dans la matière, semblable, je cite « à la Columna gloriae constituée de toutes les parcelles de Lumière remontant de l'infernum à la terre de lumière, la Terra lucida ».

Matutinale est la pensée de l'implication dont l'interprétation est semblable à une procession liturgique, à une trans-ascendance vers la nuit lumineuse des Symboles. Voir les signes du monde et le monde des signes à la lumière de l'Ange suppose cette conquête du « suprasensible concret » qui n'appartient ni au monde matériel ni au monde de l'abstraction, mais à la présence même, qui selon la formule Héraclite, traduite par Battistini, « ne voile point, ne dévoile point, mais fait signe ». Or, si tout signe est signe d'éternité, la chance prodigieuse nous est offerte de lire les œuvres non plus au passé, comme s'y emploient les historiographies profanes et les fondamentalismes, mais bien au présent, à la lumière matutinale de l'Ange de la présence, témoin céleste de l'avènement herméneutique qui, souligne Henry Corbin, « implique justement la rupture avec le collectif, le rejonction avec la dimension transcendante qui prémunit individuellement la personne contre les sollicitations du collectif, c'est-à-dire contre toute socialisation du spirituel ».

L'implication de l'herméneute dans le déchiffrement des signes, le monde lui-même apparaissant, selon l'expression de Hugues de Saint-Victor, comme « la grammaire de Dieu », dévoile ainsi la vérité matutinale de l'Orient, en tant que « pôle de l'être », centre métaphysique, d'où l'Archange Logos nous invite à la transfiguration de l'entendement, à la conquête d'une surconscience délivrée des logiques grégaires, des infantilismes et des bestialités de ce que Simone Weil, après Platon, nomma « le Gros Animal », autrement dit, le monde social réduit à lui-même. « Le jour de la conscience, écrit Henry Corbin, forme un entre-deux entre la nuit lumineuse de la surconscience et la nuit ténébreuse de l'inconscience ». La psychologie transcendantale, dont Novalis, dans son Encyclopédie, déplorait l'inexistence ou la disparition, Henry Corbin en retrouvera non seulement les traces, mais la connaissance admirablement déployée dans la « Science de la Balance » et les théories chromatiques des soufis qui décrivent exactement l'espace versicolore entre la nuit ténébreuse et la nuit lumineuse, entre l'inconscience et la surconscience. L'intérêt de l'étude de cette psychologie transcendantale dépasse, et de fort loin, l'histoire des idées; elle se laisse si peu lire au passé, elle devance si largement nos actuels savoirs psychologiques que l'on doit imputer sans doute à une déplorable imperméabilité des disciplines qu'elle n'eût point encore renouvelé de fond en comble ces « sciences humaines » qui se revendiquent aujourd'hui de la psychologie ou de la psychanalyse, et semblent encore tributaires, à maint égards, du positivisme du dix-neuvième siècle.

Sans doute le moment est-il venu de ressaisir aussi l'œuvre de Henry Corbin dans cette vertu transdisciplinaire, qui fut d'ailleurs de tous temps le propre de toutes les grandes œuvres philosophiques, à commencer par celle de Sohravardî qui, dans son traité de la Sagesse orientale, résume toutes les sciences de son temps, à l'intersection des sagesses grecques, abrahamiques, zoroastriennes et védantiques.

De l'herméneutique heideggérienne, dont il fut un des premiers traducteur, jusqu'à cette phénoménologie de l'Esprit gnostique, que sont les magistrales études sur l'imagination créatrice dans le soufisme d'Ibn’Arabî, Henry Corbin renoue avec la lignée des philosophes qui ne limitent point leur dessein à méditer sur l'essence ou la légitimité de la philosophie, mais œuvrent, à l'exemple de Leibniz ou de Pascal, à partir d'un savoir, d'un corpus de connaissances, qu'ils portent au jour et qui, sans eux fût demeuré voilé, méconnu ou hors d'atteinte. L'acheminement, à travers les disciplines diverses qu'il éclaire, rétablit l'usage d'une gnose polyglotte et transdisciplinaire qui s'affranchit des assignations ordinaires du spécialiste. Au voyage extérieur, historique et géographique, correspond un voyage intérieur vers la Jérusalem Céleste, pour autant que ces deux personnage: le Chevalier de la célèbre gravure de Dürer, chère à Gilbert Durand, qui s'achemine vers le Jérusalem Céleste, entre la Mort et le Diable, et Ulysse sont les deux versants, l'un grec et l'autre abrahamique, de l'aventure herméneutique.

Mais revenons, faisons retour sur le principe même de l'acheminement, à partir d'une phrase lumineuse d'Eugenio d'Ors qui écrivait, je cite «  Tout ce qui n'est pas tradition est plagiat ». L'herméneute participe de la tradition en ce qu'il suppose possible la traduction, en ce qu'il ne croit point en la nature arbitraire, immanente et close des langues humaines. Traduire, suppose à l'évidence, que l'on ne récuse point l'existence du Sens. Hamann, dans sa Rhapsodie en prose Kabbalistique, éclaire le processus herméneutique même de la traduction: « Parler, c'est traduire d'une langue angélique en une langue humaine, c'est-à-dire des pensées en des mots, des choses en des noms, des images en des signes ». Ce qui, dans les œuvres se donne à traduire est déjà, à l'origine, la traduction d'une langue angélique. L'office du traducteur-herméneute consistera alors à faire, selon la formule phénoménologique, « acte de présence » à ce dont le texte qu'il se propose de traduire est lui-même la traduction. Les théologiens médiévaux nommaient cette « présence » en amont, la vox cordis, la voix du cœur.

Loin de délaisser l'herméneutique heideggérienne et la phénoménologie occidentale, Henry Corbin en accomplit ainsi les possibles en de nouvelles palingénésies. A lire « au présent » les œuvres du passé, l'herméneute révèle le futur voilé inaccompli dans « l'Ayant-été ». « L'être-là, le dasein, écrit Henry Corbin, c'est essentiellement faire acte de présence, acte de cette présence par laquelle et pour laquelle se dévoile le sens au présent, cette présence sans laquelle quelque chose comme un sens au présent ne serait jamais dévoilé. La modalité de cette présence est bien alors d'être révélante, mais de telle sorte qu'en révélant le sens, c'est elle-même qui se révèle, elle-même qui est révélée ». L'implication essentielle de cette lecture au présent, qui révèle ce que le passé recèle d'avenir, fonde, nous dit Corbin, « le lien indissoluble, entre modi intellegendi et modi essendi, entre modes de comprendre et modes d'être ». Le dévoilement de ce qui est caché, c'est-à-dire de la vérité du Sens n'est possible que par cet acte de présence herméneutique qui, selon la formule soufie « reconduit la chose à sa source, à son archétype ». « Cet acte de présence, nous dit Henry Corbin, consiste à ouvrir, à faire éclore l'avenir que recèle le soi-disant passé dépassé. C'est le voir en avant de soi. ». A cet égard l'œuvre de Henry Corbin, bien plus que celle de Sartre ou de Derrida, qui usèrent à leur façon des approches de Sein und Zeit, semble véritablement répondre à la mise-en-demeure de la question heideggérienne, voire à la dépasser dans l'élan de son mouvement même.

Ainsi de la notion fondamentale d'historialité (qu'Heidegger distingue de l'historicité en laquelle nous nous laissons insérer, nous interdisant par là même l'acte de présence phénoménologique) que Henry Corbin couronnera de la notion de hiéro-histoire: « histoire sacrale, laquelle ne vise nullement les fait extérieurs d'une "histoire sainte", d'une histoire du salut mais quelque chose de plus originel, à savoir l'ésotérique caché sous le phénomène de l'apparence littérale, celle des récits des Livres saints. » Si l'historialité permet de se déprendre des sommaires logiques déterministes, « en nous arrachant à l'historicité de l'Histoire », aux logiques purement discursives et chronologiques qui enferment les pensées dans leurs « contextes » sociologiques, la hiéro-histoire, elle, « nous apprend qu'il y a des filiations plus essentielles et plus vraies que les filiations historiques. » Non seulement les disparités linguistiques ou sociologiques ne nous interdisent pas de comprendre les œuvres du passé, mais, nous détachant des contingences de la chose dite, des écorces mortes, elles révèlent la vox cordis, la présence en acte, la vérité des filiations essentielles. L'empreinte visible détient le secret du sceau invisible et « la vieille image héraldique qui parlait en figures » dont parle Ernst Jünger dans La Visite à Godenholm, se révèle sous l'acception acquise des mots à celui interroge leur étymologie. Hamann, dans sa lumineuse « Rhapsodie » ne dit rien d'autre: « La poésie est la langue maternelle de l'humanité », de même que les alchimistes et des théosophes de l'Occident, les philosophes de la nature, les paracelsiens qui s'acheminent vers le déchiffrement des « signatures » de l'Invisible dans le visible et perçoivent la lumière révélante dans les éclats de la lumière révélée.

Le propre de cette langue, « qui parle en image », de cette langue prophétique et poétique sera, en dévoilant ce qui est caché, en laissant éclore et fleurir la lumière révélante, en élevant l'œcuménisme des branches et des racines jusqu'à la temporalité subtile de l'œcuménisme des essences et des parfums, de nous délivrer de la causalité historique, de transfigurer notre entendement, de l'ouvrir en corolle aux « Lumières seigneuriales » dont les lumières visibles et sensibles ne sont que les épiphénomènes ou les ombres. Lux umbra dei, disent les théologiens médiévaux: « La lumière est l'ombre de Dieu ». L'histoire n'est que l'ombre projetée dans les apparences de la hiéro-histoire. D'où, chez le gnostique, comme chez l'herméneute-phénoménologue, le nécessaire renversement de la métaphore.

Ce ne sont point l'Idée ou le Symbole qui sont métaphores de la nature ou de l'histoire, mais la nature et l'histoire qui sont une métaphore de l'Idée ou du Symbole. Ainsi, les interprétations allégoriques ou evhéméristes tombent d'elles-mêmes. Ce ne sont point les Symboles qui empruntent à la nature, ni les Mythes qui empruntent à l'histoire mais la nature et l'histoire qui en sont les reflets ou les réverbérations. Etre présent aux êtres et aux choses, c'est percevoir en eux l'éclat de la souveraineté divine dont ils procèdent. Le renversement de la métaphore dépasse la connaissance formelle, qui présume une représentation, pour atteindre à ce que les Ishrâqîyûns, les platoniciens de Perse, nomment une « connaissance présentielle ». Dès lors, les êtres et les choses ne sont plus des objets mais des présences. A « l'être pour la mort », qui fut pour un certain existentialisme, l'horizon indépassable de la pensée heideggérienne, et à la « laïcisation du Verbe » qui lui correspond (avec toutes les abusives et monstrueuses sacralisations de l'immanence qui s'ensuivirent), Henry Corbin répond par « l'être par-delà la mort » que dévoile « l'ek-stasis herméneutique » vers, je cite  « ces autres mondes invisibles qui donnent son sens vrai au nôtre, à notre phénomène du monde. » Loin de débuter avec Sein und Zeit, comme sembleraient presque le croire quelques fondamentalistes heideggériens, la distinction classique entre l'Etre et l'étant (fut-il « Etant Suprême ») est précisément à l'origine de la méditation sur le tawhîd, sur « l'Attestation de l'Unique », qui est au cœur de la pensée d'Ibn’Arabî et de Sohravardî. Tout l'effort de ces gnostiques consiste à nous donner penser la distinction entre l'Unité théologique, exotérique, en tant que Ens supremum et l'Unificence ésotérique qui témoigne d'une ontologie de l'unité transcendantale de l'Etre. Nulle trace, ici, d'un « quiproquo onto-théologique », nul syncrétisme ou mélange malvenu. Pour reprendre la distinction platonicienne, la « doxa » ne confond pas avec la « gnosis ». Si la croyance s'adresse à un Dieu personnel ou à un Etant suprême, la gnose s'ordonne à la phrase ultime et oblative de Hallâj: « Le bon compte de l'Unique est que l'Unique le fasse unique », autrement dit, en langage eckhartien: « Le regard par lequel je vois Dieu et le regard par lequel Dieu me voit sont un seul et même regard. »

La Tradition, au sens d'art herméneutique de la traduction, Sapience de la « réelle présence », comme eût dit Georges Steiner, implication du « comprendre » dans l'être, est donc bien comme le suggère Eugenio d'Ors, recommencement, c'est-à-dire le contraire du plagiat ou du psittacisme. Ce qui est traduit recouvre son sens dans la traduction. Lorsque la traduction se prolonge en herméneutique, cette recouvrance est révélation. De même que les textes grecs nous sont parvenus par l'ambassade de la langue arabe, la traduction en français des textes persans et arabe de Sohravardî s'offre à nous comme un recommencement, une recouvrance, de la pensée grecque, aristotélicienne et platonicienne. L'œuvre de Henry Corbin s'inscrit ainsi dans une tradition et son art diplomatique, sinon par des circonstances contingentes, ne diffère pas essentiellement, des commentaires de ses prédécesseurs iraniens. Dans son mouvement odysséen, l'herméneutique, fut-elle le « commentaire d'un commentaire », ne s'éloigne point de la source du sens, mais s'en rapproche. Ainsi qu'Heidegger le disait à propos d'Hölderlin, certaines œuvres demeurent « en réserve »; et c'est bien à partir de cette « réserve », qui est le fret du navigateur, que s'accomplissent les renaissances, y compris artistiques. Point de Renaissance florentine, par exemple, sans le retour au texte, sans la volte néoplatonicienne de Pic de la Mirandole, de Marsile Ficin, ou celle kabbalistique et hébraïsante, du Cardinal Egide de Viterbe. La cause est entendue, ou devrait l'être depuis Saint-Bernard: « Nous sommes des nains assis sur les épaules des géants ». Non seulement les textes anciens ne nous sont pas devenus étrangers, incompréhensibles, inutiles, comme nous le veulent faire croire ces plagiaires qui s'intitulent parfois « progressistes », mais nos ombres qui nous devancent ne bougent que par la clarté antérieure qu'ils jettent sur nous. Traducteur, homme de Tradition, au sens étymologique, l'herméneute, ravive un lignage spirituel dont l'ultime manifestation, aussi obscurcie et profanée qu'elle soit, récapitule, pour qui sait se rendre attentif, l'entière lignée dont elle est l'aboutissement mais non la fin.

Les ultimes sections d'En Islam iranien portent ainsi sur la notion de chevalerie spirituelle et de lignage spirituel. Ce lignage toutefois n'implique nulle archéolâtrie, nulle vénération fallacieuse des « origines ». Il n'est point tourné vers le passé, et sa redite, il n'est récapitulation morne ou cortège funèbre, mais renouvellement du Sens, fine pointe phénoménologique obéissant à l'impératif grec: sôzeïn ta phaïmomenon, sauver les phénomènes. « Ce qu'une philosophie comparée doit atteindre, écrit Henry Corbin, dans les différents secteurs d'un champ de comparaison défini, c'est avant tout ce que l'on appelle en allemand Wesenschau, la perception intuitive d'une essence ». Or cette perception intuitive dépend, non plus d'une nostalgie mais d'une attente eschatologique qui, nous dit Corbin « est enracinée au plus profond de nos consciences ». L'archéon de l'archéologie, ne suffit pas à la reconquête de l'eschaton de l'eschatologie. La transmutation du temps du ressouvenir en temps du pressentiment suppose que nous surmontions « la grande infirmité de la pensée moderne » qui est l'emprisonnement dans l'Histoire et que nous retrouvions l'accès à notre temps propre. « Un philosophe, écrit Henry Corbin, est d'abord lui-même son temps propre car s'il est vraiment un philosophe, il domine ce qu'il est abusivement convenu d'appeler son temps, alors que ce temps n'est pas du tout le sien, puisqu'il est le temps anonyme de tout le monde. »

A se délivrer du temps anonyme, autrement dit de la temporalité grégaire, propre au « Gros Animal », l'herméneute, je cite, « s'insurge contre la prétention de réduire la notion d'événement aux événements de ce monde, perceptibles par la voie empirique, constatables par tout un chacun, enregistrés dans les archives. » A cette conception de l'homme à l'intérieur de l'histoire, s'opposera, écrit Henry Corbin « une conception fondamentale, sans laquelle celle de l'histoire extérieure est privée de tout fondement. Elle considère que c'est l'histoire qui est dans l'homme ». Ces événements intérieurs, supra historiques, sans lesquels il n'y aurait point d'événements extérieurs, ces visions, intuitions ou extases qui nous font passer du monde des phénomènes à celui des noumènes sont à la fois le fruit de la grâce et d'une décision résolue. Dans sa temporalité propre reconquise Ruzbéhân de Shîraz écrit: « Il m'arriva quelque chose de semblable aux lueurs du ressouvenir et aux brusques aperçus qui s'ouvrent à la méditation. »

Ce quelque chose qui arrive, ou, plus exactement qui advient, qui n'appartient ni à la subjectivité ni à la perception empirique, n'arrive toutefois pas à n'importe qui et ne peut être jugée, ou contredit par n'importe qui. Ce que voient les yeux de feu ne saurait être contesté par les yeux de chair. « Que valent en effet, écrit Henry Corbin, les critiques adressées à ceux qui ont vus eux-mêmes, donc aux témoins oculaires, par ceux qui n'ont jamais vu et ne verront jamais rien ? La position est intrépide, je le sais, mais je crois que la situation de nos jours est telle que le philosophe, conscient de sa responsabilité, doit faire sienne cette intrépidité sohravardienne. » L'événement intérieur porte en lui le principe de la recouvrance d'une temporalité délivrée des normes profanes et de ces formes de socialisation extrême où se fourvoient les fondamentalismes religieux ou profanes. Ces événements hiérologiques dévoilent à l'intrépide, c'est-à-dire au chevalier spirituel, ce qui caché dans ce qui se révèle en frappant d'inconsistance le hiatus chronologique qui nous en sépare. Ce caché-révélé, qui réconcilie Héraclite et Platon, nous indique que l'Idée est à la fois immanente et transcendante. Elle est immanente, par les formes perceptibles qu'elle donne aux choses mais transcendante car, selon la belle formule platonisante d'André Fraigneau, « sans jeunesse antérieure et sans vieillesse possible ».

Ce paradoxe, que la philosophe platonicienne résout sous le terme de methexis, c'est-à-dire de « participation », précède un autre paradoxe. Les Platoniciens de Perse parlent en effet des Idées comme de natures ou de substances « missionnées » ou « envoyées ». Cet impérissable que sont les Idées n'est point figé dans un ciel immuable, mais nous est envoyé dans une perspective eschatologique, dans la profondeur du temps qui doit advenir. Dans le creuset de la pensée des Platoniciens de Perse, la fusion des Idées platoniciennes, des archanges zoroastriens, des Puissances divines (Dynameis) de Philon d'Alexandrie s'accomplit bien dans et par un feu prophétique. Les Lumières des Idées archétypes, comparables aux séphiroth de la kabbale hébraïque, ne demeurent point dans leur lointain: elles ont pour mission de nous faire advenir au saisissement de leur splendeur, elles nous sont « envoyées » pour que nous puissions établir un pont entre l'archéon et l'eschaton, entre ce que nous dévoile l'anamnésis et ce qui demeure caché dans les fins dernières. La Tradition à laquelle se réfère la chevalerie spirituelle n'a d'autre sens: elle est cette tension, dans la présence même de l'expérience intérieure, d'une relation entre ce qui n'est plus et ce qui n'est pas encore. Cette Tradition n'est point commémorative ou muséologique mais éveil du plus lointain dans la présence, fraîcheur castalienne, élévation verdoyante du Sens, semblable à l'Arbre qui, dans l'Ile Verte domine le temple de l'Imâm Caché.

L'intrépidité sohravardienne qu'évoque Henry Corbin et qu'il fit sienne, cette vertu d'areté, qui est à la fois homérique et évangélique, donne seule accès à ce qu’il nomme, à partir de l'œuvre de Mollâ Sadrâ, « la métaphysique existentielle » des palingénésies et des métamorphoses que supposent le processus initiatique et la tension eschatologique: « L'acte d'exister, écrit Henry Corbin est en effet capable d'une multitude de degrés d'intensification ou de dégradation. Pour la métaphysique des essences, le statut de l'homme, par exemple, ou le statut du corps sont constant. Pour la métaphysique existentielle de Mollâ Sadrâ, être homme comporte une multitude de degrés, depuis celui des démons à face humaine jusqu'à l'état sublime de l'Homme Parfait. Ce qu'on appelle le corps passe par une multitude d'états, depuis celui du corps périssable de ce monde jusqu'à l'état du corps subtil, voire du corps divin. Chaque fois ces exaltations dépendent de l'intensification ou de l'atténuation, de la dégradation de l'existence, de l'acte d'exister ». Ce champ de variation, cette « latitude des formes » est au principe même de l'expérience intérieure, des événements du monde imaginal. Leur histoire est l'histoire sacrée de la temporalité propre du chevalier spirituel, le signe de son intrépidité à reconnaître dans les apparences la figure héraldique dont elles procèdent par la précision des lignes et l'intensité des couleurs. L'herméneutique tient ainsi à une métaphysique de l'attention et de l'intensité. La tension de l'attente eschatologique favorise l'intensité de l'attention. A l'opposé de cette tension, l'inattention à autrui, au monde et à soi-même est atténuation et dégradation de l'acte d'exister, par le mépris, l'indifférence, l'insensibilité, la complaisance dans l'illusion ou l'erreur, la vénération du confus ou de l'informe, qui engendrent les pires conformismes.

L'areté de l'herméneute, l'intrépidité chevaleresque précisent ainsi une éthique, c'est-à-dire une notion du Bien, indissociable du Vrai et du Beau qui s'exerce par l'attente et l'attention, en nous faisant hôtes, au double sens du mot: recevoir et être reçu. Si le voyage chevaleresque entre l'Orient et l'Occident définit une géographie sacrée avec ses épicentres, ses sites de haute intensité spirituelle, ses « cités emblématiques » où la Vision advint, où s'opéra la jonction entre le sensible et l'Intelligible, c'est bien parce qu'il se situe dans l'attente et dans l'attention, dans l'accroissement de la latitude des formes, et non dans la soumission aux opinions, aux jugements collectifs, fussent-ils de prétention religieuse. Que des temples eussent été édifiés à l'endroit où des errants, des déracinés, ont vu la terre et le Ciel s'accorder, que, de la sorte, l'espace et la géographie sacrée fussent déterminés par les révélations, les extases des « Nobles Voyageurs », cela suffirait à montrer que le mouvement, le tradere, la pérégrination précède les certitudes établies. D'où l'importance de la distinction, maintes fois réaffirmée par Henry Corbin et les auteurs dont il traite, entre la vérité ésotérique, intérieure, et l'exotérisme dominateur, qui veut emprisonner la spéculation et la vision dans l'immobilité d'une légalité outrecuidante et ratiocinante.

Ainsi, la notion de chevalerie spirituelle, que Henry Corbin définit comme un compagnonnage avec l'Ange, se donne à comprendre comme l'acheminement de la philosophie vers la métaphysique, c'est-à-dire vers son origine, sa source désempierrée. Loin d'être une philosophie plus abstraite que la philosophie, la métaphysique de la « latitude des formes » se distingue, comme le souligne Jean Brun par une relation concrète à des hommes concrets: « L'homme qui prétend atteindre une connaissance directe de Dieu par la nature ou par l'histoire se divinise et ne rend, en effet, témoignage que de lui-même. » Si la philosophie forge la clavis herméneutica, la métaphysique ouvre la porte qui nous porte au-delà du seuil. « Un mot simple comme l'être, écrit Jünger, a des profondeurs plus grandes qu'on ne saurait l'exprimer, ni même le penser. Par un mot comme sésame, l'un entend une poignée de graines oléagineuses, alors que l'autre, en le prononçant, ouvre d'un coup la porte d'une caverne aux trésors. Celui-ci possède la clef. Il a dérobé au pivert le secret de faire s'ouvrir la balsamine. » La clef n'est point la porte et la porte n'est point l'espace inconnu qu'elle ouvre à celui qui la franchit. Toutefois, ainsi que le souligne Jünger, « ce sont les grandes transitions que l'on remarque le moins. »

On ne saurait ainsi nier, que, par la vertu de l'art odysséen de l'herméneutique, une sorte de translation essentielle soit possible entre la philosophie et la métaphysique. Si la vérité ne se réduit pas à la cohérence des propositions logiques, si elle est bien aléthéia, dévoilement et ressouvenir, c'est-à-dire expérience intérieure où l'homme en tant qu'être du lointain s'éveille à la « coprésence », la conversion du regard qui change la philosophie en métaphysique, les yeux de chair en yeux de feu, échappe à toute contrôle, à toute vérification, voire à toute législation. De ce voyage intérieur, le grand soufi Djalal-ûd-din Rûmi put dire: «  Ceci n'est pas l'ascension de l'homme jusqu'à la lune mais l'ascension de la canne à sucre jusqu'au sucre. » Le savoir ne devient Sapience, la philosophie ne devient métaphysique que par l'épreuve de la saveur, de l'essentielle intimité du voyage intérieur. S'adressant à nous, c'est-à-dire à ces êtres du lointain que nous étions pour lui, dans la coprésence du ressouvenir et de l'attente, Sohravardî nous dit « Toi-même tu es l'un des bruissements des ailes de Gabriel ». L'embarcation herméneutique est la clef de la mer et du ciel, le vaisseau subtil alchimique de l'interprétation infinie nous invite au dialogue où la lumière matérielle, sensible, devient la lux perpétua de la philosophie illuminative, autrement dit de la métaphysique. Ce que le ciel et la mer ont à se dire, en assombrissements et en splendeurs, nous invite à nous retrouver nous- mêmes. « Nous sommes un dialogue, écrit Heidegger, dans ses Approches de Hölderlin, l'unité du dialogue consiste en ce que chaque fois, dans la parole essentielle soit révélé l'Un et même sur lequel nous nous unissons, en raison duquel nous sommes Un et ainsi authentiquement nous -mêmes. » Loin de ramener le religieux au social, ou la philosophie à une religiosité grégaire, la conversion de la philosophie en métaphysique, telle qu'elle s'illustre dans l'œuvre de Henry Corbin, en ce voyage vers l'Ile Verte en la mer blanche nous conduit à une science de la vérité cachée, non détenue, et, par voie de conséquence, rétive à toute instrumentalisation.

Ces dernières décennies nous ont montré, si nécessaire, que l'instrumentalisation du religieux en farces sanglantes appartenait bien à notre temps, qu'elle était, selon la formule de René Guénon, avec la haine du secret, un des « Signes des Temps » qui sont les nôtres. Si elle n'est pas cortège funèbre, fixation sur la lettre morte, idolâtrie des écorces de cendre, la Tradition est renaissance, recueillement dans la présence du voyage intérieur où l'Un dans son unificence devient principe d'universalité. « Il ne s'agit plus, écrit Jean Brun, de permettre à l'historicisme d'accomplir son travail dissolvant en laissant croire que la recherche des sources se situe dans le cadre d'une histoire comparée de la philosophie des religions ou de la mythologie. Toutes ces spécialités analysent des combustibles ou des cendres au lieu de se laisser illuminer par le feu de la Tradition. » Il ne s'agit pas davantage, de se soumettre, par fidélité aveugle, à des coutumes ou des dénomination confessionnelles, d'emprisonner la parole dans la catastrophe de répétition mais bien de comprendre la vertu paraclétique de la Tradition, qui n'est point un « mythe » au sens de mensonge, moins encore une réalité historique mais, selon la formule de Henry Corbin « un synchronisme réglant un champs de conscience dont les lignes de force nous montrent à l'œuvre les mêmes réalités métaphysiques. » Le Paraclet est la présence même dont l'advenue confirme en nous la pertinence de l'idée augustinienne selon laquelle le passé et le présent, par le souvenir et l'attente, sont présents dans la présence. « Tout se passe, écrit Henry Corbin, comme si une voix se faisait entendre à la façon dont se ferait entendre au grand orgue le thème d'une fugue, et qu'une autre voix lui donnât la réponse par l'inversion du thème. A celui qui peut percevoir les résonances, la première voix fera peut-être entendre le contrepoint qu'appelle la seconde, et d'épisode en épisode l'exposé de la fugue sera complet. Mais cet achèvement c'est le Mystère de la Pentecôte, et seul le Paraclet a mission de le dévoiler. »

Loin de se réduire à un comparatisme profane, l'art de percevoir des résonances relève lui-même sinon du Mystère du moins d'une approche du Mystère. Husserl, qui définissait la phénoménologie comme une « communauté gnostique » disait que, pour mille étudiants capables de restituer ses cours de façon satisfaisante et même brillante, il ne devait s'en trouver que deux ou trois pour avoir vraiment réalisé en eux-mêmes l'expérience phénoménologique du « Nous transcendantal ». Sans doute en est-il de même des symboles religieux, qui peuvent être de banales représentations d'une appartenance collective ou pure présence d'un retour paraclétique à soi-même, c'est à dire au principe d'un au-delà de l'individualisme, d'une universalité métaphysique dont l'uniformisation moderne n'est que l'abominable parodie. « J'ai réfléchi, dit Hallâj, sur les dénominations confessionnelles, faisant effort pour les comprendre, et je les considère comme un Principe unique à ramification nombreuses. Ne demande donc pas à un homme d'adopter telle dénomination confessionnelle, car cela l'écarterait du Principe fondamental, et certes, c'est ce Principe Lui-même qui doit venir le chercher, Lui en qui s'élucident toutes les grandeurs et toutes les significations: et l'homme alors comprendra. »

Que le Principe dût nous venir chercher, car il est de l'ordre du ressouvenir et de l'attente, de la nostalgie et du pressentiment, que nous ne puissions-nous saisir de Lui, nous l'approprier, le soumettre à l'hybris de nos ambitions trop humaines, il suffit pour s'en persuader de comprendre ce qu'Heidegger disait du langage: « Le langage n'est pas un instrument disponible, il est tout au contraire, cet historial qui lui-même dispose de la suprême possibilité de l'être de l'homme. » L'apparition vespérale-matutinale de l'Archange Logos, dont nous ne sommes qu'un bruissement, ce dévoilement de la vérité hors d'atteinte, à la fois anamnésis et désir, n'est autre, selon la formule de Rûmi que « la recherche de la chose déjà trouvée » qui, entre la nuit et le jour, réinvente le dialogue de l'Unique avec l'unique: « Si tu te rapproches de moi, c'est parce que je me suis rapproché de toi. Je suis plus près de toi que toi-même, que ton âme, que ton souffle ».

Loin d'être cet Etant suprême de la théologie exotérique, qui nous tient en exil de la vérité de l'être, séparé de l'éclaircie essentielle, Dieu est alors celui qui se voit lui-même à travers nous-mêmes, de même que nous ne parlons pas le langage mais que le langage se parle à travers nous, nous disant, par exemple, par la bouche d'Ibn’Arabî, à ce titre prédécesseur de la Mystique rhénane,: « C'est par mon œil que tu me vois , ce n'est pas par ton œil que tu peux me concevoir ». Croire que Dieu n'est qu'un Etant suprême, c'est confondre la forme avec ce qu'elle manifeste, c'est être idolâtre, c'est demeurer sourd à l'Appel, c'est renoncer à la vision du cœur et à l'attestation de l'Unique. A la tristesse, la morosité, l'ennui, la jalousie, le ressentiment qui envahissent l'âme emprisonnée dans l'exil occidental, dans le ressassement du déclin, dans l'oubli de l'oubli comme dans « la volonté de la volonté », la vertu paraclétique oppose la ferveur, la légèreté dansante, le tournoiement des possibles, l'intensification des actes d'exister. « Comment, écrit Rûmi, le soufi pourrait-il ne pas se mettre à danser, tournoyant sur lui-même comme l'atome au soleil de l'éternité afin qu'il le délivre de ce monde périssable ? » S'unissant en un même mouvement, dans un même tournoiement des possibles, la nostalgie et le pressentiment, le passé et le futur se délivrent d'eux-mêmes pour éclore dans la présence pure en corolle, qui est la réponse même, le répons, à « la question qui ne vient ni du monde, ni de l'homme ».

La clef herméneutique heideggérienne, trouvant son usage pertinent dans la métaphysique, qui n'est plus la métaphysique dualiste, et pour tout dire caricaturale, du platonisme scolaire, ni la théologie de l'Etant suprême, ni la soumission aveugle à la forme en tant que telle, - en nous ouvrant à la perspective de la « gradation infinie » des états de l'être et de la conscience, du plus atténué au plus intense, en graduant la connaissance selon les principes initiatiques, nous délivre ainsi, du même geste, de toute forme de socialisation extrême, de tout fondamentalisme, fût-il « démocratique ». L'Imâm caché sous le grand Arbre cosmogonique d'où jaillit la source la vie, l'eau castalienne de la mémoire retrouvée, interdit toute socialisation du religieux, toute réduction du Symbole à la part visible et immanente, à une beauté qui ne serait que purement terrestre, donc relative et variable selon les us et coutumes. La laideur qui s'empare des Symboles profanés, des coutumes instrumentalisées, est un signe de la fausseté qui en abuse. La Beauté prouve le Vrai, comme l'humilité et courtoisie prouvent le Bien. Si le monde sensible est la métaphore de l'intelligible, si la forme perçue est le miroir de la forme idéale, ce monde-ci, avec ses Normes profanes, ses communautés vindicatives, ne peut en aucune façon prétendre au Beau et au Vrai. «  Dès que les hommes se rassemblent, écrit Henry de Montherlant, ils travaillent pour quelque erreur. Seule l'âme solitaire dialogue avec l'esprit de vérité. » Cette solitude cependant, par un paradoxe admirable, n'est point esseulement mais communion car elle suppose l'oubli de soi-même, l'extinction du moi devant l'Ange de la Face, le consentement à la pérégrination infinie loin de soi-même, dans les écumes de la mer blanche et le pressentiment de l'Ile Verte. Au relativisme absolu des Modernes, qui emprisonnent chaque chose dans une abstraction profane, pour lesquels « le corps n'est que le corps », la danse des soufis oppose l'absolu des relations tournoyantes dans l'approche d'une Beauté dont toutes les beautés relatives ne sont que l'émanation ou le reflet. A la philosophie, comme instrument de pouvoir (ce qu'elle fut, dans la continuité hégélienne, avec fureur) la métaphysique reconquise, par l'humilité et l'abandon à la grandeur divine, opposera ce décisif retournement de la métaphore qui laisse à la beauté de la vérité son resplendissement, comme le reflet du soleil sur la mer, comme la solitude de l'Unique pour un unique.

Luc-Olivier d'Algange

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Luc-Olivier d'Algange, Entretien avec la revue "Livr'Arbitre" à propos d'Ernst Jünger:

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Entretien avec la revue Livr’Arbitre

1. « Il était à prévoir que dans un monde où Ernst Jünger ne serait plus, la bassesse, la vulgarité, l'ignorance accroîtraient encore leur empire » écrivez-vous au début de votre ouvrage. De là également l'urgence de proposer aux lecteurs « un traité de résistance au nihilisme ». A quel appel répondiez-vous en débutant cet essai ?

Luc-Olivier d'Algange: Peut-être à l'appel du monde où les enchantements, les approches, selon le mot d'Ernst Jünger, brillent par leur absence, où le nihilisme, sous des formes diverses, surtout passives, est l'idéologie dominante, où l'exil est devenu, dans la planification générale « exil de l'exil » et l'oubli, dans l'encombrement des informations et des communications vaines, « oubli de l'oubli ». Peut-être aussi pour répondre à la mise-en-demeure formulée par cet alexandrin du poète roman qui ne sera pas commémoré (mais nommons-le, il s'agit de Charles Maurras): « La simple dignité des êtres et des choses »; celle qu'il importe de retrouver. Quel que soit l'aspect du monde visible ou invisible dont la phrase de Jünger se saisit, cette dignité, précisément, est toujours sauvegardée. Des grands paysages orageux jusqu’à l'infime cicindèle, le monde, dans son œuvre, nous revient pour que nous y discernions la beauté qui sauve par le mystère dont elle témoigne. La fin de ce bref et admirable récit, Visite à Godenholm, dit, autant qu'il se peut, cet ensoleillement de l'être, cette victoire à jamais sur la déréliction et sur l'oubli.

2. Comment se fit votre rencontre avec les textes du sage de Wilflingen ?

Un texte de Julien Gracq fut l'intercesseur, et je débutais ainsi avec Les Falaise de marbre, récit allégorique, symbolique, héraldique et politique, qui demeure, comme Péguy le disait d'Homère, d'une actualité perpétuelle. Plus que jamais, hélas, notre « Marina » de vignes et de livres, notre simplicité romane, nos « ermitages aux buissons blancs » sont menacés par ceux que Jünger nomma les « Lémures », - ceux-ci ayant pris, certes, depuis, des atours plus exotiques et technologiques, mais relevant toujours de noirs ensorcellements auxquels la raison seule, la raison sans raison d'être, - c'est dire sans la prosodie profonde qui enchante l'âme et le monde - est impuissante à résister. Les Falaises de marbre donnent, selon le mot de Rimbaud, le lieu et la formule. A nous d'en faire une sagesse qui semblera folie aux yeux du monde.

3. Le Traité du rebelle, quoique épuisé aujourd'hui, ne cesse de réveiller, dans chaque génération, des cohortes secrètes de lecteurs enflammés, des phratries, dirait Christopher Gérard, est-il pour vous le titre majeur de l'œuvre ?

Le Traité du rebelle tient un peu dans l'œuvre d'Ernst Jünger la place qu'occupe Chevaucher le Tigre dans l'œuvre de Julius Evola. Ce livre répond, de façon pragmatique, à diverses question cruciales qui viennent à se poser à ceux qui, ne voulant point appartenir au monde tel qu'il va mesurent cependant à quel point la pure inimitié dont ils pourraient témoigner à son égard, le renforce. Quel est le jeu entre une force et une force contraire ? Comment échapper au contrôle ? Comment faire ce « pas de côté » qui ne renonce à rien, mais change la perspective, et nous offre ainsi d'autres possibilités, d'autres puissances que celles que nous usons à lutter contre des forces adverses (lesquelles ont pour fonction, par l'exercice de la fascination, de nous détourner précisément des actions contre lesquelles elles ne peuvent rien). Comment échapper, autrement dit, au simple rapport de force, dont nous ne pouvons sortir que vaincu ? Changer de perspective, ajouter d'autres « plans », d'autres temporalités ; comprendre que le vrai combat n'est pas toujours là où il semble faire rage, mais, peut-être, dans d'autres espace-temps, plus discrets ou plus silencieux. D'où le beau conseil d'Ernst Jünger de cheminer « jusqu'aux ultimes nervures du monde ». C'est ainsi que nous reprendrons le monde dont nous avons été expropriés, - par des temporalités latérales, des paysages héraldiques, de longues mémoires et des « matins profonds ».

4. Les Journaux d'Ernst Jünger constituent un continent à part entière, des journaux des deux grandes guerres à ceux de l'âge mûr publiés en France sous le titre Soixante-dix s'efface. Quelle nourriture apportent-ils au lecteur ?

La meilleure qui soit, celle qui initie au savoir et aux saveurs, - et à la connaissance de leur parenté non seulement étymologique, mais ontologique. Le savoir, dans l'œuvre de Jünger est d'abord affaire de goût. Ce qui est sans saveur est sans intérêt. Jünger fait sienne la phrase de Goethe « Je hais tout savoir qui ne contribue pas à rendre ma vie plus intense. » Mais ce savoir, alors, n'est plus exactement savoir, au sens premier, mais information. Ce qui distingue les Journaux d'Ernst Jünger, de beaucoup d'autres, est qu'une vague y semble avoir passé emportant les scories de l'actualité et ne laissant que l'essentiel, c'est-à-dire ce qui donne à comprendre et à goûter. Pas davantage ces Journaux ne sont des journaux intimes, où l'auteur s'épancherait sur ses états d'âme et ses sentiments. Le regard de Jünger semble résolument tourné vers l'extérieur, mais de cet « extérieur » qui est, comme le savait Novalis, « la clef de toute vérité intérieure ». De jour en jour, de saison en saison, par temps de guerre ou d'accalmie, Jünger ne déroge jamais à cette belle vertu désormais un peu oubliée: la discrétion. Ainsi, oui, j'y reviens, la grande mémoire n'est pas ressassement mais la profondeur du matin. Le temps est ce recommencement que la discrétion de l'auteur laisse advenir, et qu'il nous offre à contempler, en platonicien, « image mobile de l'éternité ».

5. Comme leur auteur, ces volumineux journaux réalisent le tour de force de traverser un siècle entier, qui plus est à l'ère des Titans - dans une inaltérable sérénité, sur quoi se fonde-t-elle ?

La sérénité n'est pas un état, mais une conquête et reconquête permanente, - contre le ressentiment, le grief, la plainte, la vindicte, et autres formes de distractions dont nos temps sont prodigues. Elle se fonde sur l'éthos du guerrier. Tout conjure à nous abêtir et nous avilir, et à nous laisser énervés, c'est à dire en proie à l'agitation morose de qui est privé de nerf. La sérénité requiert la plus haute discipline. Ainsi, par l'attention, la chance nous est donnée, chaque jour, de ne pas passer à côté de la « première oraison » qu'évoque Paul Valéry. La sérénité, pour Ernst Jünger, est d'ordre martial et sacerdotal. Elle est ardente.

6. Vous accordez une grande importance à la notion de vision stéréoscopique, chère à Jünger, comment bien la comprendre ?

Notre entendement, surtout dans le monde des Titans, est porté à se restreindre, - tant en longitude qu'en latitude. La technique, le calcul, l'écran limitent ce qu'il perçoit à des données « utiles » qui ne sont plus ordonnées à rien, sinon à des « valeurs », dont la côte varie selon les modes. Or l'entendement, pour ne pas s'effondrer sur lui-même, pour ne pas se réduire à un rationalisme déraisonnable (qui augure de sinistres démences) doit s'ordonner à quelque chose qui le dépasse, et qui en serait, en quelque sorte, la clef de voûte. La vision stéréoscopique, qui est un élement fondamental de la métaphysique expérimentale d'Ernst Junger, est une façon d'échapper à la logique purement linéaire de cause et d'effet qui ne se saisit que d'une infime partie du réel. Elle s'apparente d'une certaine façon au « double regard » platonicien qui réunit dans un même instant la présence réelle et la fin dernière. Elle s'exerce aussi par les synesthésies, les correspondances, les analogies, dans une « sapience » qui fut illustrée au Moyen-Age, et que l'on retrouve, au demeurant, dans chaque cathédrale, où la mathématique architecturale s'accorde à celle de la musique qui devait s'y déployer, à l'ordonnance des vitraux, des couleurs, - témoins du silence et de la lumière.

7. Jünger ne se départit jamais d'une grande tenue, - qui conduisit le critique à l'habiller en junker prussien, ce qu'il n'était pas, sans jamais sombrer dans la posture. A quoi répondait cette extraordinaire exigence vis-à-vis de lui-même ?

La tenue, comme le goût, sont de l'ordre de la civilité, - qui est la racine de la civilisation. Celle-ci peut être gravement atteinte, délitée, submergée, il demeure, dans le cœur de quelques-uns une « cité inspiratrice ». La tenue, est alors ce qui tient, - vis-à-vis de soi-même et des autres. Toute l'œuvre de Jünger nous enseigne, avec amitié et sans se crisper, à tenir bon.

8. Bien qu'activement engagé dans les assauts de la Révolution Conservatrice contre la molle démocratie de son temps, Jünger se détacha bien vite des luttes politiques pour leur préférer une réflexion « du haut des cimes » puis un retrait assumé, celui de l'Anarque et du « recours au forêts ». Certains lui reprochent a postériori ce détachement, est-ce un malentendu ?

Sans doute est-ce moins Jünger qui change, que le monde autour de lui. Si Jünger fut combattant et militant, en un sens, là encore, plus proche de l'étymologie, il ne fut jamais idéologue, ni même théoricien. Le retrait est précisément une façon de demeurer fidèle aux premiers recours, aux vertus, voire à l'Idée, au sens de forme, et même de « forme formatrice ». Il faut agir là une notre puissance n'est pas d'emblée entravée ou faussée. Les idéologues parlent d'une voix de fausset. Les politiques, on le voit, disent n'importe quoi, et son contraire, surtout en ce moment. Les engagements politiques se présentent souvent comme des pièges où l'on finit par détruire ce que l'on croyait défendre. Le recours aux forêts cependant est le fait du rebelle, c'est dire de celui qui retourne à la guerre, non de celui qui renonce. Le détachement n'est pas renoncement. Il peut être attente, celle du cours, en vigueur revenue, après des temps de sècheresse, de quelque source sacrée.

9. La voie que nous ouvre Jünger n'est-elle pas plutôt poétique que politique ? Vous citez ainsi un de ses avertissement: « Prenons garde au plus grand danger: celui de laisser la vie nous devenir quotidienne ».

La poésie est puissance alors que la politique est pouvoir. Toutefois toute grande politique, est d'abord accomplissement d'un dessein poétique. L'Iliade et l'Odyssée sont à la fois la source de notre poésie et de toute philosophie politique. Sitôt que la vie cesse de s'assombrir dans un quotidien sans ombres et sans lumières, tout redevient possible. A chaque instant deux chances nous sont offertes, celle, sinistre, des alchimistes à rebours du monde moderne, de changer l'or en plomb et celle, issue du tradere, de la tradition, de transmuter le métal vil en ensoleillement de l'être. Celui qui prend garde au plus grand danger sauvegarde aussi pour autrui, et pour la cité, les droits de l'âme.

 

Le Déchiffrement du monde, la gnose poétique d'Ernst Jünger, éditions de L'Harmattan, collection Théôria. 170 pages. 18 euros. 

 

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02/12/2021

Un article de Philippe Barthelet:

Article paru dans Valeurs actuelles, N° 2810:

Profil

Pour cet auteur rare, familier des moralistes européens et des mystiques persans, l'art d'écrire s'apparente à une alchimie.

 

Cocteau disait que les poètes vivaient très au-dessus des moyens de leur époque; le mot pourrait servir de légende à un portrait de Luc-Olivier d'Algange. Voilà un homme rare, qui unit tous les sens du mot à commencer par le premier, le plus méconnu - le plus rare... - où l'emploie Virgile: léger, mais non par ce que l'on entend par là d'ordinaire, de cette légèreté regrettable qui n'est que l'effervescence de la sottise, tout au contraire, ce qui ne pèse pas. Et tant que nous en sommes au latin, un autre mot vient aussitôt à l'esprit, et à la plume, s'agissant de lui: longanime, d'emploi si rare de nos jours qu'il n'y a plus que les vieux dictionnaires qui le connaissent. C'est pourtant la vertu la plus aimable, cette égalité d'humeur, et d'humeur précisément légère qui est la forme la plus naturelle et la plus délicate et la plus française aussi, de politesse à l'égard des êtres et des choses.

Luc-Olivier d'Algange est poète comme on respire, et l'on ne peut pas dire, comme M. Gracq le disait de la littérature contemporaine, qu'il "respire mal": est-ce que l'âme du monde respire mal ? On le voit commensal d'André Suarès, interlocuteur de Pessoa, correspondant de Novalis, compagnon d'un de ces gentilshommes de plume et d'épée - du Bartas, d'Urfé - que les professeurs, qui se rassurent comme ils peuvent avec des étiquettes, diront "baroques". Mais encore, tout aussi bien et plus mystérieusement, de la suite de Pythagore et de Plotin, de Jamblique ou de ces mystiques persans dont il parle comme s'ils étaient ses voisins de campagne, sans la moindre pose.

Il aura beaucoup écrit en abandonnant ses pages à des revues, sans trop se soucier des "feuilles tombées" - il est bien trop courtois pour être gendelettre. Peu de volumes donc: le Manifeste baroque, le Traité de l'Ardente proximité, des poèmes, le Chant de l'âme du monde (Arma Artis), le Songe de Pallasl'Ombre de Venise (Alexipharmaque) et ce livre: Fin mars. Les Hirondelles, dont le titre est emprunté à Joubert, le plus méconnu et peut-être le plus grand de nos moralistes. L'Etincelle d'or a pour sous-titre: "Notes sur la science d'Hermès"; pour Luc-Olivier d'Algange, l'art d'écrire tel qu'il le pratique est une forme d'alchimie.

Joubert définissait la poésie comme des "paroles d'air, et lumineuses": c'est ainsi que l'auteur nous parle, et comme l'intelligence est tout d'abord générosité, au lieu de parler de soi il dit volontiers son admiration en parlant d'écrivains, de philosophes ou de mystiques.

Que si, selon la formule de Raphaël - qui est la clef d'or de la vie de l'esprit -, "admirer c'est égaler", alors on remarquera que, loin de se contenter de faire écho à ses grands devanciers (qu'il s'appellent Henry Montaigu, René Guénon, Dominique de Roux, Ernst Jünger, Henry Corbin ou Gustave Thibon, Nicola Gomez Davila ou encore Azîzoddin Nasafî), il les continue, attentif à ces "idées dont l'entendement humain serait l'instrument de perception", qui aux antipodes de l'abstraction artificielle des concepts, sont les nuances infinies de la réalité qui s'offre à nous.

On pense en refermant le livre, à une autre citation de Joubert, sur la lecture de Platon "qui est comme l'air des montagne". Elle ne nourrit pas mais elle aiguise nos organes et donne le goût des bons aliments. Luc-Olivier d'Algange est sans doute l'un des plus platoniciens de nos auteurs.

Philippe Barthelet

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Victor Hugo ou le retour des "âges éclatants":

 

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Luc-Olivier d’Algange

Victor Hugo et le retour des « Âges éclatants »

 

Nous vivons en des temps commémoratifs et quelque peu funéraires. Le présent nous échappe, faute de réelle présence au monde, l'avenir nous semble incertain et le passé incompréhensible. Ce qui fut autrefois tradition, c'est-à-dire transmission de vivant à vivant des formes, des sagesses et des visions, sous le signe de la reconnaissance et de la « métamorphose » (selon le mot d'André Malraux) n'est plus qu'une répétition morne, un ressassement cauchemardesque de disque rayé.

Nos commémorations ne sont plus des hommages, qui impliqueraient que nous relevions à notre tour quelque défi essentiel, mais des autopsies. Nos critiques littéraires, lorsqu'ils n'empruntent pas la rhétorique du procureur ou de l'avocat adoptent la méthodologie de la médecine légale. Tout se passe comme s'il s'agissait de s'assurer que nos défunts le demeurent, qu'ils ne risquent plus, par leurs œuvres, d'animer nos ardeurs, de susciter de nouvelles flambées de poésie et de songe dans nos âmes dévastées. Nous recyclons ces cadavres augustes et nous les nommons, avec une outrecuidance infinie, « nos précurseurs ».

Je doute fort que nous fassions honneur à nos hommes illustres en les retournant ainsi dans leurs tombes, à intervalles réguliers, selon la logique, chronologiquement rigoureuse mais philosophiquement hasardeuse, des anniversaires, dont on peut dire qu'ils sont, pour paraphraser Lautréamont, la rencontre sur une pièce montée, du scalpel du dissecteur et de la clef à molette du ferrailleur. Entre la nouvelle critique et le nouveau journalisme, chacun peut y aller de bon cœur dans le charcutage ou dans la récupération...

Prenez ces quelques lignes comme un refus de souffler les bougies d'un poète qui allume encore dans la nuit de nos cœurs des flambeaux. Non, Victor Hugo n'est pas ce poète « moderne », « démocrate », « progressiste », précurseur de la monnaie unique et du monde mondialisé ! Victor Hugo n'est pas davantage ce paillard sympathique, ce républicain jacobin où d'autres trouvent leur miel et leur fiel. Victor Hugo, s'il vous en souvient, est l'auteur de La Légende des Siècles.

Tout ce que le monde moderne abomine se trouve dans Victor Hugo: le chant patriotique, la célébration des héros, la vision légendaire et épique, les cosmogonies et les théogonies, le sens du tragique et de l'amour sublime, l'âpreté de la nature et des combats, la vision impériale... Est-il même nécessaire de préciser, en passant, que Les Misérables sont bien plus proche de Léon Bloy que de l'idéologie social-démocrate ? Certes, quelques esprits chagrins, de tendance intégriste, peuvent encore considérer Hugo comme un hérésiarque, mais il n'échappera à personne que, dans sa poésie, Hugo ne parle que de Dieu.

Ce Dieu est en toute chose et en même temps en dehors de toute chose. Les ombres et les nombres, qui riment infiniment dans la poésie hugolienne, les brins d'herbe, les pierres, les arbres, les cieux sereins ou en folie, la geste des paladins, l'Océan et les profondes forêts de nos songes font, dans les poèmes de Victor Hugo, honneur au Dieu qui les créa. Ce n'est point Saint-François ni Maître Eckhart qui contrediront Hugo, mais l'agnostique moderne, avec sa tiédeur pseudo-sceptique.

Hugo trouve Dieu partout: dans les hauteurs du Ciel comme dans les profondeurs de la mer. Ennemi acharné de la platitude, qu'il voyait triompher dans la monarchie bourgeoise, Hugo ne cessa de nous mettre en demeure de partager sa vision verticale et vertigineuse de l'âme humaine et du monde. La « république » d’Hugo est héroïque et panthéiste, et sa « démocratie » est cosmique. Loin d'opposer aux despotes et aux tyrans l'idéologie procustéenne, qui en est à la fois la cause et la conséquence, Hugo invoque les puissances secrètement détenues dans la vision des Mages et des Prophètes. Hugo célèbre la magnanimité de l'Aède et la subtile, mais imparable, ambassade du Symbole:

« Qu'on pense ou qu'on aime

Sans cesse agité,

Vers un but suprême

Tout vole emporté;

L'esquif cherche le môle,

L'abeille un vieux saule,

La boussole un pôle

Moi la vérité. »

En ces quelques vers rimbaldiens Hugo précise son dessein: ce ne sont point le relatif ou l'éphémère, ces idoles modernes, qu'il courtise, mais le pôle de l'être, « Vérité profonde/ Granit éprouvé. ». Logocrate, comme Steiner le disait de Pierre Boutang, Hugo se livre à une herméneutique générale du monde. Pour lui tout est signe et intersigne. Le monde, écriture divine, se laisse déchiffrer. Le visible est l'empreinte de l'Invisible. Le poème hugolien participe d'une théologie du Verbe incarné. Le monde sensible est un livre ouvert au poète qui sait le contempler:

« Saint livre où la voile

Qui flotte en tous lieux

Saint livre où l'étoile

Qui rayonne aux yeux

Ne trace, ô mystère !

Qu'un nom solitaire

Qu'un nom sur la terre

Qu'un nom dans les cieux... »

On nous répète qu’Hugo est « novateur » en idéologie. Nous le voyons surtout novateur en poésie: certain de ses vers semblent frappés par Mallarmé, d'autres, nous l'avons vu, semblent forgés dans la forge philosophale de Rimbaud. Le Surréalisme est beaucoup moins surréaliste qu’Hugo. A les comparer à Dieu et à La fin de Satan, les cadavres exquis font figure d'une tempête dans un verre d'eau. La Bouche d'Ombre n'est point exquise, elle est grandiose. Toute l'œuvre d’Hugo se place sous le signe de la grandeur.

Ce qui n'est point grand toujours l'offusque; ce qui est grand presque invariablement le ravit. Hugo est le poète qui veut introduire d'autres ordres de grandeur dans l'intelligence humaine, ou, plus exactement, œuvrer à leur recouvrance. Pour Victor Hugo, radicalement antimoderne à cet égard, la grandeur et l'éclat sont à l'origine de notre cycle historique. Comme Hésiode, dont La Légende des siècles semble l'interprétation magnifique, Hugo croit au déclin des puissances, selon une logique que l'on pourrait presque dire « guénonienne ». Cette évidence, soigneusement occultée par les adeptes de la « modernité » n'a pas échappée à Gustave Thibon, qui savait, au sens littéral, la poésie de Victor Hugo, par cœur, et par le cœur:

« Toutes les vérités premières sont tuées.

Les heures qui ne sont que des prostituées,

Viennent chanter pour eux, montrant de vils appas

Leur offrant l'avenir sacré, qu'elles n'ont pas. »

Gustave Thibon voit à juste titre dans ces quatre vers, qui résument le projet de La Légende des siècles, une condamnation radicale du progressisme. Cet « avenir sacré qu'elles n'ont pas », comment ne pas y reconnaître la fallacieuse promesse des lendemains qui chantent, internationalistes ou « mondialistes », de tous les totalitarismes progressistes ? Ce qui importe par-dessus tout c'est: « la sombre fidélité pour les choses tombées ». La victoire appartient aux heures menteuses, mais seulement pour un temps, dans l'interrègne: « Pour les vaincus la lutte est un grand bonheur triste/ Qu'il faut faire durer le plus longtemps qu'on peut ». Rien n'est plus étranger à la mentalité progressiste que ce pessimisme actif qui se transfigure en espérance platonicienne: « Qu'est-ce que tout cela qui n'est pas éternel ? ». Suivons encore Gustave Thibon, lorsqu'il nous fait remarquer, dans ses entretiens avec Philippe Barthelet, que « tout Platon est là: des trois transcendantaux, la beauté seule a le privilège de l'apparence sensible »:

« Mon péristyle semble un précepte des cieux,

Toute loi vraie étant un rythme harmonieux...

Nul homme ne me voit sans qu'un dieu l'avertisse (...)

Je suis la vérité bâtie en marbre blanc;

Le beau c'est, ô mortels, le vrai plus ressemblant. »

Si Victor Hugo est novateur, c'est précisément par ce sens de la recouvrance, qui relève le défi de l'Age Noir, par la remémoration des « âges éclatants », et la promesse que leur présence en nous laisse transparaître. Victor Hugo fut, avec Novalis, Leconte de Lisle et Schopenhauer, l'un des premiers à opérer au retour de l'hindouisme traditionnel dans la culture européenne, dans son poème Suprématie, adaptation-traduction d'une upanishad, initiant ainsi le retour au « mystérieux sanscrit de l'âme » de nos origines les plus lointaines dont parlait Novalis. « L'impossible à travers l'évidence transparaît » écrit Hugo. L'Age d'or bruit et scintille dans nos âmes avec le souvenir des « vérités premières » assassinées.

Luc-Olivier d'Algange

 

 

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30/11/2021

La conversation d'André Suarès:

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Luc-Olivier d'Algange
 
La conversation d'André Suarès
 
Qu’est-ce qu’une civilisation? Alors que la notion en devient incertaine, menacée par l’indifférence, ou des «déconstructions» pédantes et repentantes, un livre nous advient qui donne à cette question une réponse magnifique, tant par le style (dont on sait, par Buffon et Saint Pol-Roux, qu’il est l’homme, et l’âme, et sans doute la vie elle-même) que par une multiplicité d’exemples précis, de Suétone à Cézanne, en passant par Spinoza, Cervantès, Goethe, Chateaubriand, Dostoïevski, Tolstoï, Wagner, Stevenson, Péguy, Debussy, d’Annunzio, et bien d’autres.
 
Ce livre, intitulé Miroir du temps , rassemble les principaux inédits d’André Suarès. Il est le résultat de deux décennies de recherches, de voyages et de rencontres. Nous le devons à Stéphane Barsacq, auteur par ailleurs, entre autres, d’un beau recueil de pensées intitulé Mystica. Ce livre nous vient, comme une victoire du Kaïros, au juste moment. Plutôt que de nous perdre dans les remugles des romans du ressentiment, du grief et de la vindicte, dans ces récits d’hommes et de femmes incarcérés en eux-mêmes, qui haïssent leur passé et celui de l’Europe depuis la nuit des temps, voici que la chance nous est donnée de nous abreuver à la source de Mnémosyne grâce à une œuvre altière dont l’immédiate vertu est de nous rendre à ce qu’il y a de meilleur en nous-mêmes. Les plus grands d’entre ses contemporains et de ses successeurs, au demeurant, ne s’y trompèrent pas. De Claudel à Cendrars, de Malraux à Jankélévitch, tous reconnurent en André Suarès un des plus grands écrivains de la langue française.
 
Toute œuvre digne de ce nom est au service d’un grand dessein. Celui d’André Suarès est de délivrer l’âme de ses écorces mortes et de relever la vie, en lui donnant une hauteur oubliée et l’intensité d’une épice, «sel de Typhon», selon la formule virgilienne. Voici son adresse au lecteur, qui donne le ton de l’ouvrage, son orgueil, qui est pudeur, et son insolence, qui est amitié: «Tu as toujours de l’or pour boire, pour manger, pour te mettre au lit ou pour aller voir danser des oies pendant que des singes font de la musique en frappant sur des casseroles: soucie-toi un peu de ton âme, mon Lecteur, il est temps. Tu n’y penses pas, telle est ta négligence et nous le savons bien: c’est pourquoi nous y avons songé pour toi
 
De splendides journées de lecture seront données à celui qui, ouvrant ce livre, laissera André Suarès songer à son âme. L’incuriosité est souvent le fait de ceux qui, trop pleins d’eux-mêmes, ne laissent, dans leur ressassement égotiste, aucune place aux songes qui viennent de haut et de loin. Lire André Suarès, à cet égard, est un exercice spirituel; l’espace intérieur s’accroît, en longitudes et en latitudes, le temps s’approfondit comme une grotte marine, Pétrone et Suétone posent leur main sur notre épaule, et à lire ce qu’en dit André Suarès, voici qu’ils sont, depuis toujours, nos voisins de campagne, de chers amis. Un beau ressac gronde et chante, dont les crêtes sont des œuvres, non plus embrigadées, ou empoussiérées, non plus objets de la triste médecine légale des universitaires, mais toutes vives, ruisselantes d’écumes, aimables enfin, ou redoutables, comme l’Aphrodite Anadyomène. Chez André Suarès, l’Intellect, qui est particulièrement aiguisé, est toujours au service de l’Eros ou de la Philia. L’œuvre qu’il évoque, entre en vibration; il en parle, souvent en bien et parfois en mal, comme d’une amante; son esprit souffle à travers les ramures des phrases comme Eole par les cordes. «Mon œuvre, écrivait André Suarès à Stefan Zweig, est un vaste poème de la connaissance. Comme à un vieux Grec de l’Occident, tout est poésie à mes yeux, mais poésie de Psyché, qui cherche l’Amour dans le palais de la Métaphysique.»
 
André Suarès ne céda jamais aux facilités ni aux opportunités des idéologies, qui permirent à tant d’autres écrivains, avec l’usage d’une certaine mauvaise foi, de passer la rampe, comme on dit, et de toucher le gros public. À la doxa, Suarès préfère le paradoxe, - non, s’il faut préciser, le jeu d’un esprit enclin au sophisme mais la fervente délivrance de cette chape de plomb que font peser sur nous ces dévots, fussent-ils «matérialistes», auxquels précisément manque l’immémoriale piété, - paradoxe alors comme une brèche ouverte sur le Grand Large, là où tournoient les nuées, où règnent, en leurs impondérables puissances, les dieux. «De plus en plus, écrit André Suarès, je me suis rendu compte de mon être véritable: un homme du VIè siècle avant Jésus-Christ, qui voit partout des dieux et qui ne peut voir qu’eux

Libre d’allure, André Suarès est un classique incandescent. Aucun romantique ne le surpasse en fougue. S’il est classique, ce n’est point par atermoiements raisonnables, goût du passé, mais par une défiance à l’égard du mauvais infini, celui qui finit justement par tout uniformiser. L’indistinction n’est pas son fort; en toute œuvre il discerne, et retient, pour l’honorer, le trait sans ressemblance, la limite heureuse, l’accord de la pensée avec l’acte d’être, la sollicitude pour la nuance. La Grèce et l’Italie de ce classique dionysien ne sont pas celles, en blouse ou en habit, ou en mots d’ordre, des scolaires, des académiques ou des politiques. Son esprit veille mieux au bord du volcan d’Empédocle. Une transcendance le requiert, mais insoumise au Dogme, une conscience morale le hante, comme son ami Péguy, mais contre ces moralisateurs vaniteux toujours empressés à rabattre ce qui leur est supérieur à doses, de plus en plus létales, de moraline.

Sitôt croit-on saisir André Suarès qu’il est ailleurs. Le croit-on païen plus que Leconte de Lisle qu’il donne cette précision: «Comme je suis à l’aise entre Eleusis et Delphes; et d’Olympie à l’Hymette! Toutefois, Jésus, la Vierge et les autres dieux du cœur palpitant sont aussi dans mon Olympe.» Les autres dieux du cœur palpitant... peut-être ceux qui viendront, les dieux attendus, qui veillent sur l’orée, entre la parole et le silence, ceux qui annonceront le second souffle de l’Europe, le Paraclet. Par devers la société, qui n’est que «le masque de la convenance sur l’os nu de l’intérêt», Suarès évoque la Vierge du Paraclet «celle sans le savoir, qui est née pour le Paraclet, qui va d’un pas si léger, si doux et si tranquille sur la route sacrée». Quoiqu’il nous dise, tout, chez André Suarès, est toujours écrit à fleur de peau, mais cette peau est d’âme, comme le savait Karin Pozzi ; elle est ce qu’il y a de plus profond en nous. Toute surface lui est ainsi révélatrice. En platonicien d’instinct, en platonicien homérique, ce qui n’est point tant un oxymore, le beau lui fait resplendir le vrai, non comme une finalité, mais comme l’épiphanie de la lumière sur l’eau, «la mer allée avec le soleil», l’éternité rimbaldienne. Cependant le mot de Nietzsche lui conviendrait assez bien: «Je cherche non la vie éternelle mais l’éternelle vivacité».

Rien n’est plus vivace qu’une phrase d’André Suarès, et c’est à sa phrase qu’il faut juger un écrivain, non à sa thèse. Ses essais ne sont pas du «paratexte», mais un dialogue. Nous le voyons ainsi engager une conversation, parfois âpre, souvent rêveuse et admirative, avec des écrivains, des peintres, des musiciens dont les œuvres nous viennent, non comme des objets d’étude mais comme des voix vivantes, des sapiences nocturnes ou soleilleuses. André Suarès n’écrit pas sur Debussy, par exemple, il écrit à Debussy: «Rien d’ascétique en vous, ni d’un homme qui fuit le monde; mais beaucoup de celui qui n’y est pas sans y être étranger» ou ceci encore: «Votre imagination tournait en beauté musicale tout ce qui touchait vos sens et vos pensées». Nul mieux qu’André Suarès ne sait discerner ce qui dans une œuvre est profondément français, et qui, s’éloignant de nous, devient peu un mystère. Suarès, ce «grand européen», mais au sens de Nietzsche, a l’oreille et le cœur, pour reconnaître, dans la prose, dans la peinture, dans la musique, celles des Muses grecques qui veillent, avec une diligence particulière, aux œuvres françaises. Il y faut une alliance particulière, reconnaissable, mais difficile à analyser, entre la désinvolture et la vigueur, la liberté conquise et le goût des formes, une façon parfois de fluer au-dessus des apparences que la langue française favorise, et que le génie de Stendhal ou de Valéry illustra diversement. «La musique française, écrit André Suarès, à propos de Debussy, a trouvé dans Claude Achille son Watteau et son Racine, le maître qu’elle attendait depuis Rameau, celui qui enrôle la puissance dans la grâce et la profondeur dans la suprême élégance. Le Valois est une contrée de l’Attique: on l’a bien vu, cette fois. Un grand Français est toujours, quoiqu’il semble, ou presque toujours, un grand aristocrate. Le vrai peuple de France, jusqu’ici, a toujours été bien né, comme celui d’Athènes». Jusqu’ici, oui, mais qu’en est-il depuis? Où sont les hommes, bien nés, les Athéniens d’esprit, sinon relégués dans quelques marges extrêmes; mais nous savons qui ils sont, ces insoumis: lecteurs d’André Suarès, déjà, que nous espérons aussi nombreux que possible.

André Suarès parle de ce qu’il aime, certes; ses goûts sont, selon la formule de Philippe Sollers, «une guerre», qu’il lui convient de mener, non sans le beau fanatisme de celui qui est entré, un jour, dans le temple de la beauté, et s’en souvient; il parle aussi de ce qui nous regarde, si nous daignons ne point passer à côté sans le voir. André Suarès n’est pas esthète monomane, un Des Esseintes abîmé dans la contemplation de sa tortue coruscante; il s’adresse à nous, sa phrase est toujours orientée, flèche, hirondelle, vers nous, fut-ce au-dessus de nous, ses lecteurs, ou vers les dieux qu’il nous rend présents. Rien n’est moins morose que le monde d’André Suarès, tout y est vif, tragique et joyeux, la joie étant le bel envers du consentement au tragique. Tout ce que nous eussions été si nous n’étions pas passés à côté, dans nos sinistres affairements, se trouve, dans un air d’aurore, dans l’œuvre d’André Suarès: l’attente exquise, l’ombre bleue des amandiers, et dans toute chose discernable, une couleur, un accord, un mot, l’immense gradation qui va du sensible à l’intelligible. 

André Suarès fut de ceux qui ne vécurent que pour la beauté, existence héroïque s’il en est, par laquelle le monde est moins laid qu’il ne l’eût été sans lui. André Suarès ne déroge pas au bel orgueil de le savoir, et même de le rappeler aux gendelettres qui, à ses yeux, galvaudent et souillent le Logos-Roi; mais lorsque la grandeur apparaît, hors de son œuvre, et dans la vie, dans l’Histoire, il est aussi le premier à lui rendre hommage. Excepté Albert Londres, peu nombreux furent en France, ceux qui reconnurent la grandeur de Gabriele d’Annunzio à Fiume, dont la reconquête, pour Suarès, dépasse la rébellion nationale, le refus d’un traité félon, voire l’utopie sociale, pour réinventer l’accord fondamental entre la poésie et la politique. «Faute de poésie, la politique n’est jamais qu’au jour le jour. Elle manque de but même lorsqu’elle y touche.» Ce qui nous est au plus proche vient de l’horizon inconnu, la force qui arrache au prosaïque comme l’aile arrache à la pesanteur. «Du balcon illustre, écrit André Suarès, trente siècles de culture et de pensée ont volé de sa bouche; sa parole a manié la foule, sans l’aduler; il a su la convaincre sans l’avilir jusqu’à la suivre; Il n’a jamais eu plus de raison dans l’ardeur, ni plus de sage magnanimité. Il les a ennoblis de sa propre noblesse.»

 

Extrait de L'Ame secrète de l'Europe, éditions de L'Harmattan

 
 
 

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Pessoa et les états multiples de l'être:

Luc-Olivier d’Algange

Hétéronymes et « états multiples de l’être »

Notes sur l’œuvre de Fernando Pessoa

 

Le dessein initiatique de Fernando Pessoa est de donner accès à ce paysage qui, bien qu'il soit à jamais, à l'exemple du poète, « tel qu'en lui-même l'éternité le change », offre des visages multiples. De même que change l'apparence de la mer et des feuillages selon la position du soleil, de même, dans l'œuvre de Fernando Pessoa, change, par l'usage des hétéronymes et en vertu des états multiples de l'être, le sens et l'orientation du poème.

Tout va se jouer dans cette autre conception de l'être et du temps dont la perspective non-utilitaire suffit déjà à nous délivrer des identités fixées par des déterminismes étrangers à la poésie et à la métaphysique. Il suffit que le désir de transmettre un message spirituel prime sur l'utilité de la « communication » pour que nous entrions dans cet espace limpide et incandescent où les « valeurs » du monde moderne ne sont plus que d'imperceptibles écorces de cendre. Le sens d'un poème, alors, s'avère identique, par essence, au sens d'une cathédrale, d'un cairn, d'une rune gravée sur la pierre qui contient l’audace de transcender le temps, la volonté d'abattre Kronos du trait de cette lance de feu que l'on nomme l'Instant. A cette exigence correspondent également une éthique et une esthétique.

L'initiation n'est pas une formalité. Elle n'est pas le résultat invariable de quelques lectures ou rituels choisis, mais avant tout, pour reprendre le mot de Malraux, le destin d'un « anti-destin », une rébellion, éternisée par l'Instant, contre les déterminismes et les normes profanes qui nous condamnent habituellement à la médiocrité, à la banalité hargneuse ou satisfaite, morne ou fanfaronne. Le monde moderne étant, par définition, un monde subverti (et particulièrement dans ses mœurs les plus bourgeoises), il ne saurait être question d'y prôner ces valeurs d'obéissance, de fidélité, d'enracinement, ou de civisme, qui seraient légitimes dans un ordre traditionnel. L'homme de la Tradition ne saurait obéir au chaos, être fidèle à l'ignorance, s'enraciner dans la parodie ni certes exercer les vertus civiques à l'endroit d'une société qui, à chaque instant, bafoue le Vrai, le Beau et le Bien.

Disciple sur une terre traditionnelle, l'homme de la Tradition se voudra, ainsi que l’écrit Fernando Pessoa, « indisciplineur » dans le monde moderne et bourgeois: «  Le Portugal a besoin d'un indisciplineur... Travaillons au moins, nous les jeunes, à perturber les âmes, à désorienter les esprits... » Que ceci nous aide à dissiper une fois pour toute l'équivoque issue de l'usage ésotérique ou initiatique du mot Tradition. L'homme de la Tradition sera toujours, à l'égard des morales bourgeoises, travaillistes ou grégaires infiniment plus « libertaire » que ceux-là mêmes qui se revendiquent comme tels. L'initiation commence par une révolte contre l'identité profane, c'est-à-dire, comme l'indique le sens même du mot révolte, par un retour sur soi. L'aventure débute ainsi: il faut rompre les amarres, être fidèle, non aux convenances, mais à l'appel du Grand Large que décrit admirablement l'hétéronyme Alvaro de Campos, dans son Ode maritime:

« Mais mon âme est avec ce que je vois le moins

Avec le paquebot qui entre

Parce qu'il est avec la Distance, avec le Matin

Avec la signification maritime de cette Heure... »

Pessoa évoque ainsi, dans une splendide inspiration néoplatonicienne:

« Le Grand Quai Antérieur, éternel et divin,-

De quel port? En quelles eaux? Et pourquoi ainsi ai-je rêvé

Grand Quai, comme les autres quai, mais l'Unique

Plein comme eux de silences bruissants dès l'aurore... »

L’Idée est très-exactement une chose vue, ainsi que nous l'enseignent Jamblique, Proclus ou Porphyre. Le matin profond de la vision commence le temps sacré, le Grand Départ vers les jardins de la mer, et le vent est soudain annonciateur de la présence invisible, mais indubitable, de l'Ile Verte, refuge des dieux et des héros, qui n'est autre que le Soi:

« Plus je sentirai, plus je sentirai en personnes diverses,

Plus j'aurai de personnalités

Plus je les aurai avec intensité, avec stridence

Plus je sentirai simultanément avec elles toutes

Plus divers dans l'unité, attentif dans la dispersion

Je sentirai, je vivrai, je serai dans l'Instant et dans mon essence,

Plus je possèderai l'existence totale de l'univers

Plus je serai complet dans l'espace entier

Plus je serai analogue à Dieu, quel qu'il soit

Parce que, quel qu'Il soit, Lui à coup sûr, est Tout

Et hors de Lui il n'est que Lui, et tout pour Lui n'est guère.

Chaque âme est une échelle qui mène à Dieu

Chaque âme est un corridor-univers qui débouche sur Dieu... »

Nul mieux qu'Alvaro de Campos, dans son Ode Maritime, n'éclaire le sens même du dessein « hétéronymique » de Fernando Pessoa, qui, en aucune façon ne saurait se réduire à quelque jeu littéraire (du genre oulipiste) issu de quelque scepticisme philosophique, de même que l'on ne saurait réduire l'ésotérisme à un vague syncrétisme de croyances religieuses. « La religion, écrit René Guénon, considère l'être uniquement dans l'état individuel humain et ne vise aucunement à l'en faire sortir mais au contraire à lui assurer les conditions les plus favorables à cet état même, tandis que l'initiation a essentiellement pour but de dépasser les possibilités de cet état et de rendre effectivement possible le passage aux états supérieurs, et même, finalement, de conduire l'être au-delà de tout état conditionné quel qu'il soit. » La fonction de l'acteur, du personnage et du masque s'en trouvent singulièrement éclairée. « L'acteur, écrit encore René Guénon, est un symbole du Soi ou de la personnalité se manifestant par une série indéfinie d'états et de rôles différents, et il faut noter l'importance qu'avait l'usage du masque pour la parfaite exactitude de ce symbolisme. » Le propre de l'œuvre de Fernando Pessoa étant justement de se manifester « par une multiplicité de noms représentant autant de modalités de l'être », le théâtre spirituel dissimule et divulgue à la fois l'unité du dessein et du message.

Indissolublement liés, l'œuvre et la destinée de Fernando Pessoa semblent ainsi illustrer cet autre propos de René Guénon concernant les noms profanes et les noms initiatiques: « La désignation par un nom profane, même si elle est exacte matériellement, sera toujours entachée de fausseté, à peu près comme le serait la confusion entre un acteur et un personnage dont il joue le rôle et dont on s'obstinerait à lui appliquer le nom dans toutes les circonstances de son existence... On peut aller plus loin: à tous degrés d'initiation effective correspond encore une autre modalité de l'être; celui-ci devra donc recevoir un nom pour chacun de ces degrés. »

Un nombre considérable d'études se contentent de constater des similitudes symbologiques ou thématiques entre certains textes littéraires et le corpus des écrits dits « ésotériques » sans toutefois s'attacher à préciser la nature de la ressemblance, laquelle peut être d'ordre purement formel, et donc, sans aucune conséquence autre qu'ornementale, ou, au contraire, témoigner d'une expérience de la pensée qui réactualise véritablement l'esprit des Mystères. Il se peut aussi qu'un dessein ou un processus initiatique soient présents en des œuvres qui, par ailleurs, ne portent aucune référence explicite à la Tradition. On pourrait dire que, par définition même, les formes et les références sont toujours d’importance secondaire. Ainsi que l'écrit Joao Gaspar Simoes (in Vida e obra de Fernando Pessoa, qui publié en 1949, fut le premier livre consacré à Pessoa): « La grandeur de sa poésie ne réside pas tant dans ses extrêmes beautés de forme ou dans ses prodigieuses richesses de contenus, ou dans la complexité de l'âme même du poète qui l'a produite que dans le fait qu'elle se trouve toute entière réellement structurée sur une pensée métaphysique, métaphysique magique, métaphysique occultiste, si l'on veut mais non moins révélatrice, pour autant, d'une conscience qui vécut en communion avec l'insondable mystère. »

De même que la rigueur, qui tranche de façon systématique et puritaine, s'oppose à l'exactitude, qui discerne et respecte les nuances, de même les convenances, les conformismes et les fondamentalismes sont les ennemis de la Tradition. L'uniformité est la parodie et l'ennemie de l'unité. La théorie du corps des couleurs d'Oswald (que cite à juste escient l'auteur anonyme des Méditations sur les 22 arcanes majeurs du Tarot) éclaire cette idée. Ce corps de couleur est constitué de deux cônes et donc de deux pôles et d'un équateur. Le pôle « nord » est le pôle blanc, synthèse de toutes les couleurs. La lumière blanche se différencie de plus en plus à mesure qu'elle descend vers l'équateur. Les mêmes couleurs, en continuant leur descente de l'équateur vers le pôle sud perdent progressivement leurs distinctions, s'obscurcissent et deviennent toutes également noires. Le pôle blanc est la synthèse, le pôle noir la confusion de toutes les couleurs. Or, ce point lumineux de synthèse transcendante (qui correspond à l'En-Sof de l'Arbre séphirotique) se retrouve dans tous les ordres de la pensée et du monde. Il est, en quelque sorte, la clef de voûte de toute herméneutique du Livre et du monde. Ainsi, l'idée de Tradition primordiale correspond de toute évidence au pôle blanc alors que l'universalisme moderne, qui réduit tous les hommes au plus petit dénominateur commun, correspond au pôle noir. En tout ce qui concerne l'initiation et les sciences traditionnelles, voire les questions métapolitiques, il importe de garder présente à l'esprit cette distinction, sous peine de lâcher la proie pour l'ombre et se laisser abuser par des contre-façons, les totalitarismes uniformisateurs s'opposant ici à l'unificence impériale. Aussi bien ne s'étonnera-t-on pas de trouver l'idée d'Empire au cœur même de la pensée de Fernando Pessoa dont l'œuvre, il faut le redire, ne vise point à charmer les loisirs mais se propose comme un instrument de transmutation de l'entendement.

« Tout Empire, écrit Fernando Pessoa, qui n'est pas fondé, sur un impérialisme spirituel est un cadavre régnant, une Mort sur un trône. Seule une petite nation peut véritablement réaliser un Empire Spirituel car en elle la croissance d'un idéal national ne saurait susciter nulle tentative d'annexion territoriale qui finirait par adultérer son impérialisme psychique initial et le détourner de son destin spirituel. » L'idée d'Empire pose ainsi la question de l'au-delà et de l'en-deçà de l'individualisme. « L'individu, c'est la masse » écrivait Ernst Jünger, s'en prenant à cet individualisme bourgeois où chaque individu se trouve uniformisé par un même idéal de réussite sociale et de confort matériel. Ce pourquoi, les prétendues élites du monde moderne, technocratiques ou financières, pas davantage que les masses ne sauraient prétendre à donner une orientation à nos destinées. Or, tel est le magnanime pressentiment de Fernando Pessoa: de la destruction nuptiale des identités naîtront de nouveaux règnes.

Au pôle transcendantal de l'unique souveraineté de l'Esprit s'oppose donc la sinistre parodie des « identités » soumises à un « ordre moral » que les classes dominantes, aussi bien que les subalternes, s'accorderaient à faire régner au détriment des poètes, des esthètes, des mystiques et des hommes de connaissance. On devine ainsi de quelles nostalgies et de quels pressentiments s'éclaire le dessein initiatique de Fernando Pessoa, ce dessein qui débute avant la page écrite et s'achève après elle en des oeuvres vives, ardentes, impressenties, que l'on peut dire philosophales. En refusant, par le jeu des hétéronymes, le romantisme inférieur de l'individualisme psychologique, l'œuvre polyphonique de Pessoa entre d'emblée dans cette « impersonnalité active » condition impérieuse de l’expérimentation des états multiples de l'être. Comparable à l'Arbre séphirotique de la Kabbale, l'arbre généalogique des hétéronymes de Fernando Pessoa, avec ses colonnes de Clémence et de Rigueur, et ses stations opératoires que surplombe l’En-Sof (l'infini souverain d'où procèdent toutes les couleurs et toutes les valeurs sensibles ou intellectuelles), nous laisse entrevoir une anthropologie radicalement différente de celle de l'humanisme moderne. Encore faut-il, pour ne pas rester dans le vague, se familiariser quelque peu avec la pensée par analogie dont on peut dire qu'elle œuvre sur les qualités alors que la pensée par déduction travaille sur les quantités. « De même, écrit Fernando Pessoa, que l'intelligence dialectique, que l'on nomme raison, régente et ordonne tous les éléments de la connaissance scientifique, de même l'intelligence analogique, qui n'a aucun nom particulier, régente et ordonne tous les éléments de la connaissance occulte. La perfection de l'œuvre matérielle est un tout parfaitement constitué dans lequel chaque partie a sa place et concourt selon son mode et son grade à la formation de ce tout; la perfection de l'œuvre spirituelle est l'exacte correspondance entre l'intérieur et l'extérieur, entre l'âme et le corps, de telle sorte que la connaissance de l'un englobe la connaissance de l'autre. Dans le Grand Oeuvre, le métal préparé selon la raison pour devenir l'or, perfection de la matière, doit, dans le même acte, être préparé selon l'Analogie pour devenir l'Or Spirituel symbolisé. Dans ces quelques mots réside ce qui fait l'intime distinction entre la production artificielle de l'or par l'alchimie et cette même production par la science. Dans les deux cas l'or matériel sera identique en tant que matière, mais l'or produit par la science ne sera rien de plus que de l'or, puisque dans la fabrication de celui-ci elle ne visait qu'à produire de l'or, tandis que l'Or produit par l'alchimie sera beaucoup plus que de l'or, puisque dans la fabrication de celui-ci elle cherchait non seulement à produire de l'or mais aussi le secret de l'or. »

Ce secret d'Or est le dessein de l'œuvre, sa vie intime, ardente, inextinguible. Le refus de l'ésotérisme n'est souvent que la haine du secret. Cette haine, comme le soulignait René Guénon dans ses Aperçus sur l'Initiation est un trait caractéristique de l'homme moderne. A cette haine du secret s'ajoute la haine de l'élite, présumée défendre jalousement ces secrets. La vérité est tout autre. Le secret initiatique n'est pas un secret bancaire. Secret par nature et non par convention, il relève du secret de l'Art, voire du secret de la jouissance du l'Art. A l'homme dépourvu de toute sensibilité musicale, l'Art de la fugue de Bach demeurera secrète; l'accès de cette beauté lui sera à jamais défendue, non par une volonté délibérée mais par la nature même de l'œuvre. Sans doute la haine du secret n'est-elle rien d'autre que la haine du Sens et du Sacré. Le Sens s'oppose à l'insignifiance comme l'ordre s'oppose au chaos. Séparé de l'insignifiance, pourvu de limites précises et claires, le Sens est retranché, secret. Il ne s'en révèle pas moins à notre conscience par un geste où la divulgation extérieure se confond à la réminiscence intérieure. La naissance du Sens est dévoilement, anamnèse. Elle nous donne accès à la « conscience de la conscience », où le Soleil du soleil s'exhausse des ténèbres antérieures, conscience aurorale et aurifère.

Ainsi, à la haine du secret Pessoa oppose un amour du secret qui serait d'abord un amour de la nuance, de la variation, de la transition infime, presque imperceptible, subtile. L'attente contemplative, l'ardente veillée précède les Retrouvailles du visible et de l'Invisible. « L'acte même de la foi, écrit Frithjof Schuon, est le souvenir de Dieu. Or se souvenir en latin est recordare, c'est-à-dire re-cordare, ce qui évoque un retour au cœur, cor. L'acte d'oraison, en tant qu'acte de foi actualise en effet la certitude immanente et quasi-paraclétique; le cœur est la foi immanente et incréée, il coïncide avec cette grâce naturellement surnaturelle qu'est l'Intellection. Le mystère de la certitude, c'est notre consubstantialité avec tout le connaissable, avec tout ce qui est. » Art hiératique, fidèle au dessein initiatique, la poésie, à la fois royale et sacerdotale, dépassera ainsi les dualités connues. L'archaïsme ingénu d'Alberto Caiero et le futurisme savant d'Alvaro de Campos, témoignent que, pour Pessoa, l'antérieur est la fleur ultime de l'ultérieur. « Inventons, écrivait Pessoa, un Impérialisme androgyne réunissant qualités masculines et féminines; un impérialisme nourri de toutes les subtilités féminines et de toutes les forces de structuration masculines. » Soit un Empire à l'image exacte du rebis alchimique, irisé d'une fulgurance apollinienne.

Le grand songe du Cinquième Empire fut, pour Fernando Pessoa, à n'en pas douter, la seule vision possible de l'avenir: « L'avenir du Portugal que je n'imagine pas mais que je sais est déjà écrit, pour qui sait lire, dans les strophes de Bandara et dans les quatrains de Nostradamus. Cet avenir c'est d'être tout. Qui donc, s'il est portugais, peut vivre dans l'étroitesse d'une seule personnalité, d'une seule nation, d'une seule foi ? » Qu'advienne enfin cet impérialisme des poètes ! « Absorbons tous les dieux, nous avons déjà conquis la Mer, il ne reste qu'à conquérir le Ciel, en laissant aux autres, la terre. »

 

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29/11/2021

Antonin Artaud, toujours ardoyant:

 

Antonin Artaud, toujours ardoyant

 

Les plus profonds enseignements nous viennent sans doute des œuvres qui, adressant à notre entendement une mise-en-demeure radicale, se refusent à être édifiantes. Une défaillance, un refus, voire un effondrement, ou la conscience d'un effondrement collectif, sont alors la mesure, en précipices, de la plus haute exigence qui s'irise, comme en neiges éternelles, des hauteurs de l'âme, et interdit la réduction de l'écrit au rôle subalterne d'objet artistique.

« Nous ne sommes pas encore au monde », nous dit Antonin. Nous ne pensons pas encore dans une âme et un corps. Pire encore, nous pensons moins que nous ne pensions; une force, une lucidité ont été perdues et toutes les évaluations, sciences, religions réduites à leurs écorces mortes, à leurs superstitions, travaillent encore à rendre impossible l'advenue du ressac de cette pensée entrevue par la brèche qu'Antonin Artaud décrit dans L'Ombilic des limbes et dans ses premières lettres à Jacques Rivière.

Ce que sa pensée ne peut faire, - c'est-à-dire réduire son langage à l'édification d'une forme littéraire convenue - sera le principe de la puissance, d'une magie concrète qui débute par la conscience de l'œuvre-au-noir et dont le « théâtre alchimique » sera l'instrument de connaissance, non en termes scientifiques, mais rituels, selon l'ordre abyssal d'un sacré originel qui transparaît en feux noirs et feux de roue, selon la formule alchimique , à chaque ligne écrite.

Le livre que Françoise Bonardel vient de publier aux éditions Pierre-Guillaume de Roux, Antonin Artaud ou la fidélité à l'infini, se tient à la hauteur de cette mise-en-demeure. Plus encore que de parler de la vie et de l'œuvre d'Antonin Artaud, ce qu'elle fait admirablement, Françoise Bonardel nous parle de ce dont il est question dans cette vie et cette œuvre, « l'honneur vital » qui s'y trouve engagé, fidélité à l'infini.

Au-delà d'une analyse strictement universitaire qui prétendrait à une explication à partir d'analyses, l'auteur s'engage, et c'est ce qui rend ce livre passionnant, dans une interprétation, une herméneutique orientée vers une implication dans l'œuvre et dans la pensée agissante de l'œuvre, échappant ainsi au double écueil du mimétisme et de la distanciation.

Le diagnostic que fait Antonin Artaud est clair, sa critique du monde moderne, radicale. L'Occident moderne s'est effondré: « Nous vivons des temps tragiques et plus personne n'est à la hauteur de la tragédie ». Nous avons cessé de penser et d'être. Un envoutement pénombreux nous tient dans une abstraction restreinte, fallacieuse et mortifère, nous avons perdu « la culture cuivrée du soleil ». Seul, nous dit Antonin Artaud, « un homme en marche depuis toujours » peut dire la sapience perdue. A tant dénier la mort, et la dimension tragique qu'elle impose à chaque être et à chaque moment, l'Occident moderne a renié la Vie: « Réaliser la suprématie de la mort, n'équivaut pas à ne pas exercer la vie présente. C'est mettre la vie présente à sa place, la faire chevaucher divers plans à la fois, éprouver la stabilité des plans qui font du monde vivant une grande force en équilibre. »

L'Occident moderne est apostasie, reniement de ses ressources européennes, triste régression vers un état larvaire de docilité, « règne de l'On » comme disait Heidegger, ou du « dernier des hommes » dont parlait Nietzsche. De Nietzsche à Artaud, au demeurant, se tissent des affinités. « Quand le corps est blessé, écrit Artaud, c'est là qu'on trouve l'âme, l'Aigle et le Serpent ; totems protecteurs dont nous recevrons, ou non, la force de tout perdre ou de tout gagner, - ce qui est peut-être la même chose.

Antonin Artaud dépossédé de tout, - à commencer par l'usage utilitaire ou décoratif du langage, - s'empare du « tout », tellurique et ouranien, car ce « rien » qui lui reste n'est autre que la langue redevenue Soleil-Logos, puissance héliaque, fulgurance d'Apollon. On comprend mieux l'intérêt d'Artaud pour Apollonios de Thyane, Héliogabale ou le néoplatonisme solaire de l'Empereur Julien par lesquels il songera, je cite, à « retrouver et ressusciter les vestiges de l'antique culture solaire ».

Bien au-delà de la simple polémique antimoderne, la guerre d'Artaud est ontologique: « Ne jamais discuter, frapper avec ma richesse, ça se taira ». Le dénuement total est la richesse absolue. Tout est dans l'acte d'être qu'il faut révéler par une suite d'épreuves, au sens vrai initiatiques. La conscience aiguë de l'Hors d'atteinte de la pensée et de la défaillance du langage, la vision abrupte, fatale, de cet effondrement central, seront ainsi le principe de la reconquête, mot par mot, geste par geste, d'une intégrité et d'une pureté perdue par une civilisation d'individus que plus rien ne relie à un ordre supérieur. Civilisation envoûtée de l'intérieur par la représentation qu'elle se fait d'elle-même et qui la condamne à être tenue à distance, déportée, exilée à l'intérieur de l'exil lui-même, - là où la servitude volontaire nous installe, dans ce « partout-nulle-part », déraciné, où plus rien ne symbolise avec rien.

Françoise Bonardel, dans ce livre magistral, nous rappelle à cette évidence: si Antonin Artaud n'est pas « homme de Lettres », si sa vie est, en soi, une insurrection et un cri, son œuvre ne saurait se réduire à un « cri » et s'avère être celle d'un très-grand écrivain français. Etre « toujours ardoyant » dans le creuset philosphal où s'animent l'Aigle et le Serpent, tel fut le dessein gnostique d'Antonin Artaud, qui renouvelle à certains égard celui de Maurice Scève, en ses blasons et cosmogonies.

L'ouvrage de Françoise Bonardel approfondit magistralement ce dessein que l'on peut dire gnostique et alchimique, ce « voyage vers Tula », qui est aussi la mythique Thulée hyperboréenne, - autrement dit, le voyage vers ce qu'Antonin Artaud, nomme la Vie, avec une majuscule, Mercurius alchimique. La Vie, pour Artaud, est magnétisation, émanation, irisation des dieux « qui jouent aux quatre coins sonnant du ciel, aux quatre nœuds magnétiques du ciel. »

Contre l'abstraction conceptuelle, Antonin Artaud ravive le spirituel concret dans la tradition de Paracelse, Böhme, Novalis, Hamann et Franz von Baader. La guerre est ouverte contre la pensée calculante, restrictive, pensée d'usure et de pénurie, capitalisante et profanatrice qui nous réduit à l'état de spectre dans les « cavernes de l'être ». Pour Antonin Artaud, rien n'est plus concret que le suprasensible: « J'ai de l'esprit une idée matérielle bien que j'aie une philosophie anti-matérialiste de la vie ». La magie est concrète et d'une exactitude « cruelle ».

Se déprendre de ce qui désincarne nos présences en représentations, de ce qui dégrade nos « actes d'être » en concepts abstraits, de ce qui avilit la tradition (qui est transmission ardente, transfusion) en coutumes bourgeoises, c'est enfin, pour Antonin Artaud, retrouver, en même temps, l'intensité et l'exaltation, les longitudes et les latitudes de l'âme et du monde, sans lesquelles les corps sont sans esprit et les esprits sans corps. La Thulée de l'âme est cette contrée murmurante, ce « voyage à travers son propre sang », comme l'écrit Françoise Bonardel, ce « Styx rutilant de tous les feux nocturnes » qui « nous invite à entreprendre dès ce monde-ci, l'ultime navigation vers et dans l'au-delà. »

L'œuvre sera cette « lame d'obsidienne », éclat solaire porté à la jonction des mondes qui donnera à Antonin Artaud le droit d'écrire: « Mais moi, je suis un être vrai, sans rien de phénoménal, et je me manifeste à tout instant, mort et vivant »

Luc-Olivier d'Algange

 

 

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27/11/2021

Luc-Olivier d'Algange: Notes sur Villiers de L'isle-Adam:

 

Extrait d'un article de Philippe Barthelet (Valeurs Actuelles)

Axël

d'Auguste de Villiers de L'Isle-Adam

La vertigineuse beauté de ce drame, l'un des plus nobles et des plus étranges de notre théâtre, contredit à elle seule cette loi d'insignifiance qui, de la tragédie classique au mélodrame romantique, veut que le fond soit sacrifié à une forme de plus en plus incertaine. Axël est un traité de "haute magie" dont un de nos écrivains les plus purs a fait ce "mystère" d'un genre inédit, - soit l'initiation d'un élu et la traversée successive des mondes religieux, tragique, occulte, passionnel, jusqu'à l'héroïque délivrance que seules les âmes moins bien empennées prendront pour un suicide: "Vivre, les serviteurs feront cela pour nous". L'éditeur Arma Artis, a eu l'heureuse idée de le faire préfacer par Luc-Olivier d'Algange, non pas un spécialiste de Villiers de L'isle-Adam, mais son héritier.

 

Luc-Olivier d’Algange

 Notes sur Villiers de L'Isle-Adam

 

Pour quelques écrivains qui sont aussi poètes et métaphysiciens, l'Œuvre, au sens alchimique, coïncide avec la création littéraire. Le dédain où divers « praticiens » tiennent la littérature est la preuve de leur profonde méconnaissance des vertus transfiguratrices et initiatiques du langage.

Le langage, selon qui en use, peut être la chose la plus banale, la plus bassement profanée, mais aussi la plus resplendissante des expériences humaines. Or, il est une constante en philosophie hermétique: l'aboutissement ultime, glorieux, a pour origine la matière la plus commune qui soit. Telle est aussi la parole humaine, sans cesse dispensée pour ne rien dire, voire pour ne rien entendre (et nous ne parlons souvent que pour n'être pas mis en demeure d'écouter notre semblable) mais quelquefois saisie d'une fureur sacrée, d'une luminosité imprévue qui nous gagne et suscite en nous cet enthousiasme, cette allégresse qui nous annoncent que soudain notre existence va trouver son sens, c'est-à-dire, son essor. De tout ce qui nous importe vraiment, il n'est rien, dans le tréfonds de nos âmes et aux confins de notre conscience dont la destinée ne fût essentiellement liée à l'envol, à l'élévation, à la légèreté et d'une façon ou d'une autre, au Ciel. La souveraineté de l'Esprit est avant tout la reconnaissance en nous d'un intarissable désir de nous joindre au Souffle, à cette prodigieuse liberté qui, croyons-nous, règne dans les Hauteurs. Or, de ces Hauteurs, dont nous hante la nostalgie, palpite le reflet dans les abysses même du langage: images, icônes, blasons dont naquirent tous les mots et toutes les phrases et dont nous retrouvons les figures simples dans les œuvres les plus savantes et les plus nobles; l'extrême science ne cessant de sertir plus somptueusement ces pierres primordiales, sans âge, que notre enfance aimait déjà et dont nous emporterons avec nous, dans la mort, l'ultime et versicolore consolation.

De ces nostalgies et de ces pressentiments l'œuvre de Villiers de l'Isle-Adam magnifiquement témoigne, la création littéraire étant pour lui identique à l'Œuvre alchimique par laquelle l'individu se délivre à la fois du monde et de lui-même. Toutefois, l'état général du monde étant à la déchéance et à la trahison, cette délivrance ne pouvant plus s'accomplir que par exception, elle sera désormais limitée à cette élite ultime dont la sagesse implique une lucide révolte contre le monde moderne et « l'hypnotisme du Progrès » qui, ainsi que nous le montrent L'Affichage céleste et La Machine à analyser le dernier soupir, sont allés jusqu'à profaner le Ciel et la Mort !

Dès lors, Villiers va fondre en l'exigence de l'Auteur les diverses possibilités créatrices du Mage et du Poète, de celui qui maîtrise la part invisible du monde et de celui qui la réalise. « Ta vérité sera ce que tu l'auras conçue: son essence n'est pas infinie, comme toi ! Ose donc l'enfanter la plus radieuse, c'est-à-dire la choisir telle... car elle aura déjà précédé de ton être tes pensées, devant s'y appeler sous cette forme où tu l'y reconnaîtras! Conclus enfin qu'il est difficile de devenir un Dieu,- et passe outre: car cette pensée même si tu t'y arrêtes devient inférieure: elle contient une hésitation stérile. »(1) Cet appel, que Maître Janus adresse à Axël, résume assez bien ce sens de la grandeur, cette magnanimité intérieure que la Délivrance désirée exige de l'Adepte. Choisir de toutes les illusions la plus grande et la plus belle, tel sera le dessein de l'Auteur conscient de ses privilèges. « L'Initiation, écrit Raymond Abellio, est l'éveil de la conscience à sa propre conscience de soi transcendantale. Elle est intériorisation des ténèbres et transmutation radicale de celles-ci en même temps que de l'être tout entier. » (2) Cette citation d'Abellio éclaire non seulement le propos de Villiers concernant l'essence de l'homme, elle donne aussi une idée des diverses épreuves à travers lesquelles Axël d'Aüersperg devra passer, épreuves de l'enténèbrement par l'or et d'obscuration par la passion, avant d'atteindre à l'infini qu'il porte en lui, de toute éternité, et précédant de son être, ses pensées.

L'Auteur d'Axël ne se contente pas d'un quelconque « travail du texte » pas davantage qu'il n'envisage de réduire sa fonction à distraire son lecteur, et son éventuel spectateur. Le dessein de l'œuvre est magnifique,- au sens que Saint-Pol-Roux donnera à ce mot dans un mouvement qui se voudra « symboliste comme Dante » et s'intitulera le Magnificisme. L'Auteur est le « prophète de la grandeur »" et son œuvre est l'autobiographie spirituelle de cette quête de l'immensité et de la transparence. Aux journalistes qui l'interrogent sur Axël d'Aüersperg, Villiers de L'Isle-Adam donne la seule réponse ingénue et magnifique: « Vous y verrez la promenade à travers toute existence, toute apparence, toute pensée, du héros accompli de corps et d'âme, en qui j'ai mis toutes mes complaisances. Et je veux que telle soit la conclusion qui s'impose à ceux qui sortiront de cette lecture: Illusion pour illusion, nous gardons celle de Dieu, qui seule donne à ses éternels éblouis la lumière et la paix. »(3)

A la différence d'autres œuvres qui ne sont « initiatiques » que par analogie lointaine, si ce n'est par abus de langage, un usage ornemental des symboles religieux ayant abusé les exégètes, l'œuvre de Villiers mérite d'autant mieux d'être dite initiatique, et initiatrice, qu'elle se définit telle, et de façon fort guerroyante, à l'encontre du monde moderne, profane et bourgeois. Dans l'introduction à son livre Initiation, rites, sociétés secrètes, Mircéa Eliade définit en effet le monde moderne comme étant précisément un monde qui se caractérise par son absence d'initiation: « D'une importance capitale dans les sociétés traditionnelles, l'initiation est pratiquement inexistante dans la société occidentale de nos jours. Certes, les différentes confessions chrétiennes conservent, dans une mesure variable, des traces d'un Mystère initiatique. Le baptême est essentiellement un rite initiatique; le sacerdoce comporte une initiation. Mais il ne faut pas oublier que le christianisme n'a justement triomphé et n'est devenu une religion universelle que parce qu'il s'est détaché du climat des Mystères gréco-orientaux et s'est proclamé une religion du salut accessible à tous. D'autre part, a-t-on encore le droit d'appeler chrétien le monde moderne en sa totalité ? S'il existe un homme moderne, c'est bien dans la mesure où il refuse de se reconnaître dans l'anthropologie chrétienne. L'originalité de l'homme moderne, sa nouveauté par rapport aux sociétés traditionnelles, c'est précisément sa volonté de se considérer un être uniquement historique, son désir de vivre dans un cosmos radicalement désacralisé. » (4) Ce pourquoi, dans l'œuvre de Villiers, l'exigence du cheminement initiatique se fonde sur une préalable réfutation de toutes les valeurs du monde moderne, réfutation d'autant plus héroïque que ces valeurs sont dominantes et fermement résolues, semble-t-il, à ne rien laisser survivre qui ne leur fût docile. En témoigne ce propos, rapporté par Victor Emile Michelet: «  Axël n'a pas pour théâtre l'espace céleste. C'est un aigle prisonnier dans une cave, mais il s'y démène avec une telle furie, un tel fracas d'aileron que le bruit percera les épaisses voûtes et l'on entendra au dehors les clameurs de l'aigle blessé. »(5)

Encore que l'on puisse y discerner une analogie avec la caverne platonicienne, la « cave » n'est ici rien d'autre que la modernité que Villiers ne prétend nullement pouvoir frapper d'inconsistance par les seules vertus de sa révolte ou de sa sagesse. La souveraineté de la connaissance, la gnose la plus pure ne peuvent à elles seules effacer la déchéance où se trouve le monde. Dans l'oubli des principes divins, l'humanité est condamnée à une vie qui est en-deçà de la vie. Elle subsiste, ayant rompu avec les messages des Hauteurs, dans cet inframonde figuré par les caves, alvéoles souterraines où, par définition, la contemplation des vastitudes célestes est impossible. Ce pourquoi l'Initiation débute par la révolte, la blessure, le cri, ces instances du monde tragique. Avant même d'entrer dans le cycle des épreuves, Axël débute son initiation par un meurtre, comme si l'Age Noir, ayant étendu son règne sur toute chose, on ne pouvait, sans violence, se détacher de l'ordre profane. Le Commandeur qu'Axël exécute à la fin de la troisième partie, Le Monde tragique, peut apparaître comme une figure inverse du Don Juan de Mozart où le meurtre du Commandeur est une transgression de la morale chrétienne. Alors que Don Juan défie le sacré, Axël, lui, défie les normes profanes. De ce fait, Axël n'est point englouti dans les enfers comme Don Juan, pas davantage qu'il ne semble éprouver le moindre repentir de son geste. Toutefois si l'exécution du Commandeur n'apparaît pas comme une faute morale (le Commandeur, au demeurant, s'étant rendu assez odieux dans les scènes précédentes pour ne pas apitoyer davantage le spectateur) elle s'inscrit dans le destin d'Axël comme une sorte d'erreur magique. Désormais le meurtrier, en vertu d'une mystérieuse loi de sympathie, va hériter des caractères de sa victime, et jusqu'à un certain point, devenir semblable à elle.

Par cet « Œuvre-au-noir » débute le processus initiatique: « Te voici donc mûr pour l'Epreuve suprême. La vapeur du Sang versé pour de l'Or vient de t'amoindrir l'être: ses fatals effluves t'enveloppent, te pénètrent le cœur... Héritier des instincts de l'homme que tu as tué, les vieilles soifs de volupté, de puissance, d'orgueil, respirées et résorbées dans ton organisme, s'allument au plus rouge de tes veines. Or, descendu des seuils sacrés, l'ancien mortel va ressusciter dans les méconnaissables yeux de l'initié coupable ! C'est bien l'heure.- Elle aussi va venir, celle qui renonçait à l'idéal divin pour le secret de l'Or, comme tu vas renoncer tout à l'heure, à tes sublimes finalités, pour ce méprisable secret. Voici donc en présence la dualité finale des deux races, élues par moi, du fond des âges, pour que soit vaincue, par la simple et virginale humanité, la double illusion de l'Or et de l'Amour,- c'est-à-dire pour que soit fondée, en un point du devenir, la vertu d'un Signe nouveau.»(6)

La vertu du Signe nouveau est déïfiante, elle s'écarte de la banale voie du mérite: tel est le principe des idées philosophiques que développe Maître Janus dans la troisième partie d'Axël, qui s'intitule Le Monde Occulte. Que les écrits hermétistes du XIXème siècle fussent le support de ces hautes spéculations (Pierre Mariel cite un certain nombre de passages qui sont presque mot pour mot, empruntés au Dogme et rituel de la Haute-Magie, d'Eliphas Levi), cela n'empêche nullement Villiers de rejoindre des considérations qui appartiennent véritablement à la Tradition universelle, au sens guénonien, et ne doivent plus rien d'essentiel à tel ou tel auteur particulier de son siècle.

De même que Villiers, d'après Eugène Lefébure, regarde l'œuvre de Hegel comme « une explication incomplète de l'Evangile »(7) (et, par voie de conséquence en fait un usage qui s'écarte pour le moins de celui qu'en firent Marx ou Engels), sa lecture des hermétistes et des occultistes de son temps s'apparente, de la même façon, à une tentative de reconquérir, ou mieux encore, de reconstruire de l'intérieur, avec les matériaux dont il dispose, cette théosophie immémoriale qui est le cœur secret de la théologie chrétienne et dont tous les accès ont été obstrués, y compris par les dévots eux-mêmes. Hegel, la philosophie idéaliste de Fichte ou de Schopenhauer, l'hermétisme, le catholicisme sont ainsi pour Villiers autant de moyens de reconquérir la Science Sacrée, la Gnose, la Tradition dont la modernité est l'Ennemie. En cela Villiers partage l'intention affirmée de Saint-Yves d'Alveydre ou de Fabre d'Olivet mais il n'en est point l'épigone.

« Epouse en toi la destruction de la Nature; résiste à ses aimants mortels. Sois la privation ! Renonce ! Délivre-toi. Sois ta propre victime ! Consacre-toi sur les brasiers d'amour de la Science auguste pour y mourir, en ascète de la mort des phénix. Ainsi réfléchissant l'essentielle valeur de tes jours sur la Loi, tous leurs moments pénétrés de sa réfraction, participeront de ta pérennité. Ainsi tu annuleras en toi, autour de toi, toute limite ! Et oublieux à jamais de ce qui fut l'illusion de toi-même, ayant conquis, libre enfin, l'idée de ton être, tu deviendras dans l'Intemporel, esprit purifié, distincte essence en l'esprit absolu,- le consort même de ce que tu appelles Déïté. »(8)

En ce passage capital d'Axël, où nous pouvons reconnaître ce que Henry Corbin a nommé une « métaphysique de l'être à l'impératif », nous retrouvons cette tradition théosophique, ou gnostique, dont nous écartent à la fois la croyance littéraliste et l'agnosticisme. Dans L'Imagination créatrice dans le soufisme d'Ibn'Arabi, Henry Corbin précise ainsi la différence fondamentale qui existe entre une métaphysique de l'Etre, qui débouche sur une véritable initiation, c'est-à-dire une « renaissance immortalisant »" (la  « mort des Phénix ») et d'autres voies de connaissance, profanes ou religieuses: « Le non-gnostique, le croyant dogmatique, ignore et ne peut qu'être scandalisé si on le lui suggère, que la louange qu'il offre à celui en qui il croit est une louange qui s'adresse à soi-même. Cela justement parce que n'étant pas un gnostique, il ignore le processus et le sens de cette création à l'œuvre dans la croyance, et reste inconscient de ce qui en fait la vérité. Aussi érige-t-il sa croyance en un dogme absolu, alors qu'elle est nécessairement limitée et conditionnée. D'où ces impitoyables luttes entre croyances qui rivalisent, se rejettent, se réfutent les unes les autres. Au fond, juge Ibn'Arabi, la croyance de ces croyants n'a d'autre nature que celle d'une opinion, et ils n'ont pas conscience de ce qu'implique cette parole divine: je me conforme à l'opinion que mon fidèle à de moi. » (9)

Etre initié, c'est reconquérir l'Etre et comprendre que le Soi, qui demeure, est la seule réalité. Le monde que les positivistes réputent réel n'est que représentation, illusion, ce que la tradition hindoue nomme « le voile de May »". La Déïté est le Soi, seule réalité qui ne passe point. La connaissance de la réalité divine, seule réalité, exige donc de la part de l'Initié qu'il reconnaisse en lui sa propre nature divine, idée centrale de la philosophie néoplatonicienne. Dans les Ennéades de Plotin il est dit que « Jamais un œil ne verrait le soleil sans être semblable au soleil ni une âme ne verrait le Beau sans être belle »(10). Hors cette concordance essentielle, l'initiation s'avère impossible. En témoigne également le Corpus Herméticum: « Si tu ne te rends pas égal à Dieu, tu ne peux comprendre Dieu ». (11)

Ces quelques citations suffisent à montrer que l'idée de l'Initiation, en tant que connaissance déïfiante, loin d'être une fantaisie ou une outrance d'auteur, s'inscrit dans une tradition gnostique, dont les hermétistes du XIXème siècle sont, pour une part les héritiers, mais souvent les héritiers confus. Dans l'œuvre de Villiers, l'Initiation, loin de se perdre dans une profusion de rites et de symboles disparates, retrouve la pureté de son dessein. L'initiation, l'étymologie l'indique, suppose l'idée de renaissance. Or, pour renaître, il faut mourir. Telle est précisément la leçon d'Axël. La mort de Sara et d'Axël n'est pas une défaite mais, l'ordre du monde étant ce qu'il est, la plus belle des victoires possibles. Leur mort est la mort des Phénix, c'est-à-dire, la « mort de la mort », qui précède la renaissance immortalisante. Cette initiation peut-être dite surhumaniste en ce qu'elle implique, de la part des initiés, de vaincre en eux toute appartenance à l'espèce humaine et au monde, qui est l'illusion la plus commune de l'espèce. Tout en s'inspirant de ce qui chez les occultistes est la trace d'une tradition immémoriale, Villiers se défait des aspects folkloriques, exotiques ou ornementaux des livres d'Eliphas Levi ou de Papus. L'Idée, pour Villiers, prime tous les rites. L'acte magique, par excellence, c'est d'écrire, et ensuite, l'œuvre accomplie, de se taire. La Haute-Magie, pour Villiers, comme pour Mallarmé, se révèle dans l'abysse-miroir qui unit et sépare la Parole et le Silence.

« Sache une fois pour toutes qu'il n'est d'autre univers pour toi que la conception même qui s'en réfléchit au fond de tes pensées;- car tu ne peux le voir pleinement, ni le connaître, en distinguer même un seul point tel que ce mystérieux point doit être en sa réalité. Si par impossible, tu pouvais, un moment, embrasser l'omnivision du monde, ce serait encore une illusion l'instant d'après, puisque l'univers change,- comme tu changes toi-même,- à chaque battement de tes veines, et qu'ainsi son Apparaître, quel qu'il puisse être, n'est en principe que fictif, mobile, illusoire, insaisissable. » (12). Illusion dans l'illusion, ténèbres à l'intérieur des ténèbres, tel est l'Apparaître. Sans doute faut-il désespérer de tout pour être enfin un Délivré. Mais cette désespérance n'est en aucune façon un consentement à la passivité ou à la résignation; c'est une désespérance ardente, impérieuse, qui rejoint les plus belles inspirations d'Angélus Silésius: « Vois, ce monde est passager... Que dis-je ? Il ne passe pas, ce n'est que l'obscurité que Dieu brise en lui. » (13). Or, de cet Apparaître fictif et trompeur, l'homme, en tant qu'il appartient à l'espèce humaine, est partie intégrante: « Où ta limite en lui, s'interroge Villiers, où la tienne en toi ? ... Il s'agit donc de t'en isoler, de t'en affranchir, de vaincre en toi ses fictions, ses mobilités, ses illusions, son caractère ! Telle est la vérité selon l'absolu que tu peux pressentir, car la Vérité n'est elle-même qu'une indécise conception de l'espèce où tu passes et qui prête à la Totalité les formes de son esprit. Si tu veux la posséder, Crée la ! Comme tout le reste ! » (14) « Ce qu'est Dieu, dit encore Angélus Silésius, on ne le sait: Il est ce que moi, toi, et toute créature nous n'apprenons jamais avant d'être devenu ce qu'Il est. »(15). Tel est aussi le sens de l'Initiation, la mort du Phénix: « Tu es ton futur créateur. Tu es un Dieu qui ne feint d'oublier sa toute-essence qu'afin d'en réaliser le rayonnement... reconnais-toi ! Profère-toi dans l'Etre ! Extraits-toi de la geôle du monde, enfant des prisonniers. Evade-toi du Devenir »(16).

A la différence d'Isis, qui eût exigé un développement beaucoup plus vaste pour pouvoir donner une idée d'ensemble du processus initiatique et à la différence de La Maison du bonheur où l'initiation est pour ainsi dire déjà accomplie, par le triomphe d'un amour heureux, Axël est un drame qui nous montre le cheminement de l'Initié. Isis, pourrait-on dire, établit les circonstances et les conditions nécessaires de l'Initiation. La Maison du Bonheur suggère l'issue victorieuse d'un combat contre les normes profanes. Axël va montrer le passage par les épreuves.

Certains critiques ont comparé Axël au Second Faust de Goethe, et sans doute est-il vrai que Villiers, à l'instar de Goethe, voulut, par son drame, donner une forme idéale à ses préoccupations philosophiques, morales ou religieuses. En rompant avec la morale conventionnelle, liée à l'utilitarisme bourgeois, et comme telle, morale sociale et nullement morale transcendante, Villiers ne va nullement sombrer dans une forme d'amoralisme ou de nihilisme; il va se forger, nous l'avons vu, une éthique initiatique, à certains égards surhumaniste, qui seule va pouvoir le sauver des périls qui le menacent. Ainsi que l'écrit Gérard de Sorval: « Au contraire de la destinée sédentaire du laïc, faite de passivité et de docile soumission à un magistère extérieur, la voie chevaleresque comporte nécessairement l'errance et le combat, comme conditions de la rencontre avec Dieu. C'est l'aventure vécue qui permet l'irruption dans la conscience et l'avènement dans l'âme de la présence divine. »(17)

Cette aventure et cet avènement sont, pour ainsi dire déjà écrits. Les épreuves sont d'autant plus nécessaires qu'elles sont déjà inscrites dans le destin de l'initié. On pourrait même dire que l'expression « par avance » est mal appropriée en cela que l'Initiation fait entrer l'initié dans l'Intemporel où, devenu ce qu'il était de toute éternité, l'avant et l'après n'ont plus aucun sens. Toutes les choses passées ou passives refleurissent alors dans les purs agissements d'un éternel présent. Il importe alors à travers les épreuves, les étapes, de décrypter peu à peu le chiffre du destin, ce qui nous ramène à l'herméneutique: « Comme patron des hérauts et des herméneutes, Hermès parle aussi par rébus, ou, si l'on préfère, il blasonne les énigmes du monde pour mieux induire et révéler leur déchiffrement. Les choses sont aussi éclatées qu'imbriquées; celui qui en donne le signe et le chiffre propose la clef de leur signification et de leur assemblage. C'est le maître du symbole dont la fonction est de passer le sens, en tous sens et par tous les sens de l'homme. »(18)

 

Les devises et les armoiries des héros d'Axël se laissent interpréter dans le sens du drame. Voyons d'abord la devise d'Axël: « Altius resurgere spero gemmatu »s: gonflé de sève, j'espère ressusciter plus haut. La mort des Phénix sera l'illustration de la fidélité d'Axël à sa devise ancestrale. Ressusciter plus haut, ce n'est pas seulement vaincre la mort, c'est aussi, et surtout, changer d'état d'être, c'est-à-dire « atteindre à cette identité céleste que tout guerrier recherche lorsqu'il poursuit la vraie gloire » ainsi que l'écrit Gérard de Sorval. Or, la vraie gloire appartient au royaume subtil, à l'Ether lumineux, splendeur du Vrai où toute beauté se recueille. La devise ancestrale de Sara ne s'offre pas moins à une interprétation initiatique:  Macte animo ! Ultima perfulget et sola: Courage ! La seule dernière (étoile) flamboie de tous ses feux.

Cette devise s'éclaire à la description du blason lui-même: D'azur- à la tête de mort, ailée, d'argent, sur un septenaire d'étoile de même, en abyme, avec la devise courant sur les lettres du nom. Le cheminement de l'initiation, spirale prophétique qui nous entraîne vers le centre du monde, ce « point suprême » qu'évoque André Breton dans sa définition du Surréalisme, est à la fois inscrit dans le ciel, les étoiles et dans le cœur humain, en vertu des paroles attribuées à Hermès Trismégiste: « Ce qui est en haut est comme ce qui est en bas, pour faire le miracle d'une seule chose ».

« La spirale, note Gérard de Sorval, décrit le mouvement des étoiles au firmament, inverse de la rotation de la terre. Ce qui indique que le terrain de la Quête du veneur et du guerrier est au ciel, ou, pour mieux dire, c'est la terre céleste, dont le centre est l'étoile polaire et les sept astres de la Grande Ourse ». (19) Le septénaire du blason de Sara trouve ainsi son explication, ainsi que l'étoile de la devise, symbole du Pôle, c'est-à-dire du cœur de l'être, du Soi, où règne la Déïté, où l'amant, l'aimée et l'amour lui-même se confondent en une réalité unique. « La spirale de l'Initiation, écrit encore Gérard de Sorval, tourne de l'extérieur vers l'intérieur, dans le sens inverse des aiguilles d'une montre. Ce qui veut dire dans un certain sens (entendu comme signification et orientation) qu'il faut remonter le temps. Mais non pas vers le passé, car alors on l'enfermerait dans la succession chronologique, et la spirale, au lieu de resserrer ses anneaux de l'extérieur vers l'intérieur se déroulerait au contraire indéfiniment en spires de plus en plus larges. Et l'on serait alors prisonnier des anneaux de Saturne. Bien au contraire, il s'agit de remonter le flux, vers sa source qui est intemporelle, palpable à chaque instant comme éternel présent: parvenir au moyeu de la roue pour se tenir en son axe vertical immobile »(20). Aller du cercle extérieur vers le point central, remonter de l'exotérique vers l'ésotérique, de l'apparence vers l'être,- que symbolise « l'étoile polaire qui flamboie de tous ses feux »,- telle est donc l'Initiation dont le paradoxe apparent est d'être déjà réalisée avant même de débuter.

C'est ainsi que le meurtre du Commandeur, la révolte d'Axël contre la sagesse de Janus font partie du plan divin concernant la réalisation de cette sagesse. L'emprise du Sang et de l'Or n'est point une vaine dispersion pas davantage que la mort du Commandeur n'est un accident. Tout cela est écrit et Janus le sait. Gustav Meyrink, autre romancier initiatique, écrit dans Le Visage Vert: « Les hommes qui ont remis leur sort entre les mains de l'esprit qui est en eux-mêmes relèvent d'une loi spirituelle. Ils sont déclarés majeurs et échappent à la tutelle de la terre dont ils deviendront un jour les maîtres »(21). L'œuvre n'est rien sans les épreuves qui en précèdent l'accomplissement dans les obscurités mêmes de la forêt primitive que hantent les puissances de l'instinct.  « Toute Quête, écrit Gérard de Sorval, commence par la forêt gaste des contes arthuriens, celle qui symbolise la multiplicité opaque, sombre, menaçante, indéfinie, où l'on s'égare sans guide, où l'on se fait dévorer par les bêtes sauvages que sont nos instincts et nos passions livrées à elles-mêmes. c'est la nature de l'état déchu de l'homme, image inverse du Jardin de l'Eden, où les forces vitales, végétales et animales ne sont plus soumises à l'ancien maître du Jardin. » (22)

Pour Villiers, l'Initiation consiste donc à laisser derrière soi ce qui fait la raison ou la déraison de vivre des humains. Il faut laisser derrière soi le monde religieux, car la dévotion souvent s'y réduit à l'obéissance aveugle à la lettre morte, au détriment de l'esprit qui vivifie. Il faut laisser derrière soi le monde tragique, si possible en sortant victorieux de l'affrontement, mais sans oublier jamais que l'action importe plus que le fruit de l'action. Il faut laisser derrière soi le monde occulte, car au terme de l'Initiation le Caché doit devenir le Révélé, de même que le connaissant s'identifie avec le connu. Enfin, il faut laisser derrière soi le monde passionnel, l'Amour étant l'illusion ultime qui cède devant la connaissance de l'unité transcendante de l'Amour, de l'Amant et de l'Aimée, au terme d'une herméneutique absolue du monde. « L'Ecu héraldique, note encore G. de Sorval, constitue par sa forme même une table d'Hermès, qui dessine la figure du mercure philosophal lorsqu'il s'est fixé dans sa puissance régénératrice et transmutatrice ». En effet: «  Le bouclier, ou boucle liée, est le produit de cette coagulation, de ce lac d'amour noué: après que, dans une phase antérieure le subtil eut été séparé de l'épais, l'âme du corps, et que les deux principes eurent été purifiés dans leur propre sang, la formation du bouclier manifeste une nouvelle conjonction. Ainsi, l'apparition du blason témoigne de la venue au jour du corps subtil, fruit de cette union. » « Le blason du guerrier est médiation entre son apparence visible et son être spirituel invisible, réfraction des couleurs, ou énergies lumineuses dominantes, et des formes archétypales traduisant son identité céleste, telle qu'elle est conçue et connue de toute éternité dans la pensée divine. » (23)

Médiatrice, l'Idée de l'amour peut apparaître, dans l'œuvre de Villiers, sous une apparence paradoxale. L'Amour est à la fois ce qui perd et ce qui sauve, l'épreuve à dépasser et la puissance par laquelle il nous est donné de dépasser. L'Amour est l'illusion qu'il faut vaincre mais il est en même temps ce qui nous donne la force de vaincre toute illusion. Est-ce à dire que l'on trouverait chez Villiers une sorte de « philosophie de l'alternance », comparable, par exemple, à celle de Henry de Montherlant ? Dans l'appendice à Carnaval sacré, Montherlant écrit: « On dit qu'il m'arrive d'écrire contre moi-même. Etant tout, je suis sans cesse à l'autre bout de moi-même mais je ne puis être contre moi-même. A moins qu'un pôle soit contre l'autre pôle. » Et Montherlant ajoute, un peu plus loin: « Toujours aimer les multiples faces de chaque événement, de chaque situation. Le Zen, comme le Taoïsme, est le culte du relatif. Un Maître définit le Zen, l'art de percevoir l'étoile polaire dans le ciel méridional. On ne peut parvenir à la vérité que par l'intelligence des contraires. » (24). La connaissance intérieure de la Vérité, c'est-à-dire du Cœur, nous donne à comprendre que la logique des contraires n'est pas une logique de l'exclusion mais une logique de la complémentarité. L'amour heureux et salvateur de La Maison du Bonheur, qui protège les amants du monde extérieur, ne contredit point l'idée, développée dans Isis, que l'amour peut-être aussi un danger pour la connaissance et la sagesse. Dans La Maison du Bonheur, Paule de Luçanges et le duc Valleran de la Villethéar sont d'emblée au-delà de la vie: « Tels, ne laissant point la dignité de leurs êtres se distraire de cette pensée qu'ils habitent ce qui n'a ni commencement ni fin, ils savent grandir de toute la beauté de l'Occulte et du Surnaturel,- dont ils acceptent le sentiment,- l'intensité de leur amour. »(25)

La distance prise avec le monde sauve leur amour des périls auxquels il n'eût manqué de les exposer s'ils se fussent mêlés à leurs contemporains d'une façon ou d'une autre. Mais, par bonheur: « Ayant compris de quelle atroce tristesse est fait le rire moderne, de quelles chétives fictions se repaît la sagesse purement terre à terre, de quels bruissements de hochets de puérilisent les oreilles des triviales multitudes, de quel ennui désespéré se constitue la frivole vanité du mensonge mondain, ils ont, pour ainsi dire, fait ce vœu de se contenter de leur bonheur solitaire. » (26). Hors d'atteinte, les amants de La Maison du Bonheur incarnent cette possibilité de l'amour sublime qui, dans le symbolisme initiatique du Jeu de l'Oie, correspond au Cœur flamboyant. « Plus encore, pour ceux-là dont l'amour sublime concilie en un seul être toutes les puissances, a pris tout le pouvoir sur eux, et rassemble dans l'aimé tout ce qui est attendu du dehors et du dedans, une protection invisible se manifeste: d'une certaine manière, cet amour se transporte au-delà des limites humaines normales, au-dessus des lois ordinaires et de l'enchaînement des causes et des effets, hors d'atteinte du monde. Cet amour crée autour d'eux une enceinte invisible, infranchissable, un cercle de feu, un espace sacré, comme si la célébration de ce mystère engendrait de soi-même son sanctuaire protecteur. Dans cet état, toute femme est Mercure, tout homme Souffre, leur humanité charnelle est la matière de l'œuvre, et il se forme autour d'eux un athanor invisible qui préserve le feu de leur coction des influences délétères, afin de permettre au Sel de leur amour de cristalliser et de croître » (27). Mais hormis cette radieuse possibilité de l'innocence retrouvée, et gardée, il existe d'autres formes d'amour où l'initié et l'initiée doivent guerroyer contre les enchaînements funestes de la passion.

La dualitude de l'amour est celle du feu, qui éclaire et consume, éveille la lumière au cœur des ténèbres et réduit en cendres. La science du secret, qui se fonde sur le principe de l'alliance des contraires, nous renseigne aussi quant aux vertus cachées des sentiments. Toute chose recèle son contraire. Il y a là l'ébauche de cette loi de symétrie qui, généralisée, nous restitue à l'intuition primordiale de l'interdépendance universelle. Dans la mort, germe la vie. Le visible est le manteau de l'Invisible. Dans la lumière qui ordonne, il y a le feu qui détruit. Telle est la réalité du monde d'être toujours, pour une part apparente et pour une autre, cachée. L'Unité du monde ne peut s'expliquer par un mécanisme, comme le voudraient les positivistes, elle s'éprouve et se devine dans une interprétation sans fin. Tullia Fabriana est Isis, mais Isis demeure l'exquise Tullia, destinée à séduire et à être séduite. Tullia, pourrait-on dire, est d'autant plus Isis qu'elle est davantage séduite, de même que l'existence d'un pôle renforce et précise l'existence de l'autre pôle.

 

Luc-Olivier d'Algange

 

(1) Axël p.203

(2) Abellio dans L'Esprit moderne et la Tradition, préface à Au seuil de l'ésotérisme de Paul Sérant, ed. Grasset, p.18

(3) Propos de Villiers au journaliste H.Leroux, cité dans Portraits de cire, ed. Lecène et Ourdin.

(4) Mircéa Eliade, Initiation, rites et sociétés secrètes, ed. Idées/Gallimard

(5) Propos rapporté à V.E Michelet, dans Figures d'évocateurs, p.231

(6)J.H Bornecque, à propos des lectures que Villiers fait de Hegel dans Henri Mondor: Eugène Lefébure.

(7) Axël,p.190

(8) Axël,p. 197

(9) Henry Corbin: L'Imagination dans le soufisme d'Ibn'Arabi, ed. Flammarion,p.206

(10) Jean Brun: Le néoplatonisme

(11) Corpus Hermeticum, Association Guillaume Budé.

(12) Axël p. 203

(13) Yves-Albert Dauge: L'Esotérisme pour quoi faire.

(14) Axël p. 203

(15) Y.A Dauge ibidem

(16) Axël p. 203

(17)G. de Sorval: La Marelle ou les Septs marches du paradis p. 69

(18) ibidem p 66

(19) ibidem p 24

(20) ibidem p 34

(21) ibidem p 70

(22) ibidem p 21

(23) ibidem P 122

(24) H. de Montherlant, Oeuvres, La pléiade p 433

(25) La Maison du Bonheur p. 148

(26) ibidem p. 149

(27) G. de Sorval: ibidem p. 96-97

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un poème: Car les temps sont venus de rendre grâce.

Car les temps sont venus de rendre grâce

 

Car les temps sont venus de rendre grâce.

Toute chose nous fut donnée pour le partage de l'ombre

Dont les yeux vers le sommeil composent la neuve ivresse

Et le murmure des preuves que nous n'entendons pas !

 

Là-bas un autre monde prend naissance

Dans le Songe que redit la pénombre des formes,

Un autre monde frissonne dans le visible

Telle une vérité oisive encore

Dans la sûre conscience de son lointain...

Qu'être dans ce Moi dont le rêve est la désespérance de la pensée ?

Peut-être ce consentement profond à l'incertitude

Dans l'unisson de toutes les essences et de toutes les apparences,

J'en devinais le ressouvenir à l'orée de l'éveil:

Universelle beauté des vagues, écumes rieuses, nostalgies...

 

Ce que nous sommes, croyant l'être,

Est notre manteau royal. Les labyrinthes

Sont nos communes demeures en vérité.

Car la justesse éminente tombe comme une poussière

Sur le déchiffrement du Beau et Vrai... Nos paroles

Sont telles des silhouettes égyptiennes pour celui

Dont la mémoire est l'auguste sentiment de son art.

 

Et c'est ainsi que l'obscurité drape en majesté

Le toucher subtil de l'être à sa naissance;

Et l'obscurité défaille dans sa vaste célébration

Ne sachant si l'objet est cette pensée du soleil

Ou la pure présence de l'impression.

 

Ainsi nous formulions le désir de la légende la plus ancienne...

Doucement ordonnée aux racines, aux rythmes

Qui nous frôlent de leur bonheur, comme, jusqu'à la fin,

L'ivresse d'une louange vibrante !

Car les temps sont venus de rendre grâce.

Notre persévérance est le bonheur de notre exil,

Ce flambeau dans la main tremblante...

 

Passer d'un trait sur le paysage... J'interroge

Le matin de la légèreté. L'humain est cet Adieu

Que la forme enchante pour les dieux qui débutent

Sous nos pas et dans la sainte solitude.

Les secondes sont les stèles des millénaires.

J'avoue que l'être s'évanouit dans le pressentiment de la beauté.

Les temps sont venus, les temps sont venus

De nous déshabituer de cet âge terrestre, -

Et nous en rendons grâce à la Bien Aimée.

 

Luc-Olivier d'Algange

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25/11/2021

Note sur Pierre Boutang, Songeurs et chanteurs:

Luc-Olivier d'Algange

Songeurs et chanteurs

 

Dans un texte lumineux, intitulé Sur les traces d'Homère, Pierre Boutang écrit: « Nous ne sommes que des rêveurs, songeurs et chanteurs». Cette affirmation, rien moins que gratuite, situe d'emblée la méditation de Pierre Boutang, quand bien même elle emprunte les voies du discours didactique, dans la perspective d'un Art poétique. Elle ne se laisse comprendre que si nous faisons nôtre une mystérieuse alliance de la poésie et de la raison. La logique du songeur et du chanteur, la logique de l'Art poétique, refuse à la fois l'alternative, qui nous somme de choisir entre la raison et le chant, et le compromis, à savoir l'hypothèse absurde d'une poésie « raisonnable ».

Pour Pierre Boutang, comme pour Dante ou pour Maurice Scève, la raison procède de la poésie, et non l'inverse. La raison poétique est la meilleure, car elle est une raison d'être. La poésie ouvre la voie de l'ontologie et de la métaphysique. En amont de la raison (mais non contre elle, comme le préconisaient les Surréalistes qui demeurent là, à leur façon, des positivistes) l'être est l'ensoleillement intérieur du Logos, sa gloire secrète. La poésie est raison d'être, car elle est victoire sur l'oubli de l'être, ressouvenir et pressentiment d'une civilité perdue. Qui entendre et de qui se faire entendre, si le chant ne domine point, si un Songe plus vaste que nous ne nous environne ? Pierre Boutang est poète, car il nous délivre de l'humanisme de la démesure, de l'humanisme outrecuidant.

Poète, Pierre Boutang, nous délivre des fausses alternatives, qui sont le propre du prosaïsme (l'alternative de l'individu et de la collectivité, par exemple). Qu'opposer, sans fanatisme, mais avec fermeté à l'humanisme de la démesure si ce n'est précisément la Mesure éminente et surnaturelle des retrouvailles avec « la simple dignité des êtres et des choses » dont parlait Charles Maurras. L'entendement du poète est semblable à une voûte romane: songeuse et pleine de raison.

L'œuvre de Pierre Boutang donne confiance: elle ressaisit la pensée avant qu'elle ne soit dévastée par l'écueil nihiliste. Pierre Boutang nous enseigne l'humilité. Or, point d'herméneutique sans humilité. Il faut accueillir en soi (« en soi » et non enfermer dans le Moi, dans la subjectivité) le doux ou violent rayonnement des mots et des choses, le sentiment fugace ou permanent de la présence. Telle est la raison d'être d'une civilité étendue aux plus humbles manifestations, comme aux plus grandioses.

Délivrée de la subjectivité qui outrecuide, et de la bête de troupeau, l'aventure odysséenne de la pensée débute sous des auspices heureux : « Cette trace que nous suivons, lumineuse dans les mémoires, indistincte sous la poussière des livres, soudain fraîche comme les joues de la belle Théano, est celle de l'Aède divin. Tout ce qui est de lui nous trouble et nous enchante ». L'humilité est de consentir au ressouvenir et au trouble et à l'enchantement. Les retrouvailles de la poésie et de la raison disent ce consentement de la grande âme reçue par la grandeur du monde. L'intelligence n'est pas l'ennemie de l'enchantement. L'exactitude est enchanteresse, elle compose pour nous, à travers nous, un chant dont nous sommes les messagers. Nous traversons notre chant et ses possibilités prodigieuses de pensée comme Ulysse la mer violette, lorsque l'orage menace, que surviennent les éclaircies, que la chance magnifique est offerte.

Boutang va, à certains égards, plus loin que Maurras. Il nous délivre non seulement de l'illusion de l'individu, il nous délivre de la subjectivité et, mieux encore, des subjectivités agrégées que constituent les « masses » du monde moderne. Nous, c'est-à-dire, quelques rares heureux, quelques audacieux « ondoyants et divers », selon la formule de Montaigne. Ce sens de la minorité n'est pas de l'orgueil; il est l'humilité même, il est la Mesure de la limite agissante de toute parole. C'est folie d'orgueil, démesure maléfique que d'imaginer qu'une parole humaine dût engager dans sa formulation l'avenir de tous les hommes. L'humilité essentielle tient un autre langage, moins flatteur. C'est le langage de l'être lui-même, c'est-à-dire de la possibilité universelle. En toute connaissance de cause, selon la plus harmonieuse et la plus mesurée des raisons d'être, c'est la possibilité universelle qu'il faut sauvegarder. Tel est le sens de la vocation héroïque de Pierre Boutang.

Pierre Boutang, et c'est tout l'enseignement de son Art poétique, ne croit pas en la formulation, il croit au silence antérieur, au silence lumineux de la toute-possibilité. Le « nationalisme » de Pierre Boutang ne se fonde pas sur un quelconque idéal « identitaire » (l'atrocité du néologisme trahissant déjà l'impasse de la pensée). Notons, en passant que De Gaulle ne parle pas davantage d'identité française, mais d'Idée, dans un sens platonicien. Certes, la formulation n'est pas hasardeuse, gratuite ou aléatoire, mais elle n'est point le tout. Elle témoigne d'une possibilité souveraine qui la dépasse et que Pierre Boutang nomme la « vox cordis », la voix du cœur : « A la différence de tous les "nationalitaires", écrit Pierre Boutang, comme Fichte, dont procèdent toutes les hérésies allemandes racistes ou national-socialistes, Maurras maintenait l'unité de l'esprit humain et se bornait à reconnaître dans la beauté athénienne, l'ordre romain et la civilisation française classique des réussites presque miraculeuses de l'humanité essentielle ».

Il ressortira de ce principe, par le mémorable entretien de Pierre Boutang avec Georges Steiner, une théorie de la traduction. Il est pertinent d'interroger l'œuvre d'un philosophe à partir de sa théorie de la traduction. Pierre Boutang ne croit point que la parole humaine et le Logos dussent se réduire à la particularité immanente des langues. Il ne croit pas que le sens séjourne tout entier dans le langage comme un objet à l'intérieur d'un objet. Le genre littéraire que le préjugé moderne considère comme le plus radicalement intraduisible, la poésie, c'est par lui que Pierre Boutang, dans son magistral Art poétique entend démontrer l'antériorité du Sens sur le signe. Tout poème est traduisible car il est lui-même traduit d'une réalité poétique antérieure au langage. La question est cruciale, non seulement pour le linguiste ou le philologue, mais pour le philosophe, voire pour le politique. Dire la possibilité de la traduction, c'est dire la vive tradition. Si la traduction était impossible, si chaque langue était à jamais emprisonnée dans sa spécificité pour ainsi dire matérielle, la subjectivité triompherait et l'universalité deviendrait impensable. La voix que le poète écoute, dont il témoigne, dont sa langue divulgue les splendeurs, est la « voix du coeur ».

Le poète se tient dans le silence royal et sacré, il appartiendra au traducteur d'oser le même séjour, de faire par l'imagination créatrice ce retour au temps et au site excellents où l'image se manifestera, où elle surgira, prompte et souveraine, pour se saisir des mots qui n'attendaient qu'elle pour renaître des écorces de cendre de leurs usages profanes et profanateurs. Croire en la possibilité de la traduction, c'est parier sur l'esprit qui vivifie contre la lettre morte, c'est interroger la lettre, la prier, l'exhorter, la ravir amoureusement jusqu'à ce qu'elle cède et révèle la lumière incréée. Les lettres qu'écrivent les poètes sont des lettres de feu; elles scintillent dans les ténèbres avant d'être de nuit d'encre sur le papier. Elles sont la trace lumineuse, la trace de la lumière qui, hors d'elle, retrace dans l'entendement du traducteur, un autre poème, qui est le même.

La traduction, pour Pierre Boutang est une résurrection, non seulement de l'esprit du poème mais aussi du corps et de l'âme du poème. Si la traduction est possible, elle l'est dans sa plénitude. Là encore se tiennent dans une même clarté la raison et la poésie. Le traducteur ne fait pas seulement passer ce qui, du poème, serait raison, en laissant derrière lui comme un bien précieux mais intransmissible, ce qui ne serait que « poétique ». Le traducteur qui trouve « l'accès au sans accès » du poème, reconnaît, par son aventure même, que l'abstrait et le concret, ou, plus exactement, le sensible et l'intelligible, ressuscitent ensemble car le point d'où le poète et le traducteur les considèrent est le même et qu'il précède leur distinction. Ce n'est que du point de vue du sensible que l'intelligible et le sensible sont distincts. La vox cordis dit leur unité essentielle.

Ainsi, celui qui comprend le mystère de la traduction s'ouvre au Mystère plus haut de l'Incarnation et fait sienne la fidélité, si audacieuse et si novatrice en notre fin de siècle cynique et dérélictoire, qui relie l'œuvre de Pierre Boutang à la Théologie médiévale. Tel est le sens de la traduction qu'il ne peut être compris ni par une banale « perspective historique » ni certes par l'abusive et mensongère immobilité de « l'identité », mais bien par ce mouvement de la pensée qui suit le mouvement de la rosace. Le lecteur qui médite l'œuvre de Pierre Boutang est conduit par un tel mouvement. Peu importe la discipline dont la pensée emprunte le cours pourvu qu'elle revienne au terme de sa course à la vox cordis qui la vivifie, au cœur de la rosace méditée.

 

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Un article de Pierre Le Vigan:

Un article de Pierre Le Vigan:

A être doctrinaire, la critique des modernes serait vite aussi ennuyeuse que la modernité elle-même. Mais le contraire de l'ennuyeux n'est pas le superficiel, c'est le vif, c'est ce qui est allègre. Ce sont les qualités que l'on trouvera aux Propos réfractaires de Luc-Olivier d'Algange. Il y défend l'aristocratie comme projet et non comme pièce de musée, le droit à la désinvolture et à une pointe de folie. Il y critique la grande solderie de tout, le Progrès comme progression du lourd, du triste et du laid. Le règne de la quantité du moche. Ce qui est moderne a exterminé la diversité, note-il. "Le Moderne croit devenir en cessant d'être ce qu'il fut. Mais alors qu'est ce qu'il devient ?"

On a fait de la raison une idole, explique encore L.O. d'Algange, et c'est une folie. On a immergé l'homme dans le culte de la réalité du moment, en oubliant que l'important est d'être présent au monde et à soi. On a fait un impératif de "vivre avec son temps", en oubliant que les hommes les plus vrais sont de tous les temps. On a cru que les paysages de banlieues étaient une banalité qui devait être contrebalancée par de l'imaginatif et du ludique, alors que leurs formes relèvent bien souvent du hideux et du démoniaque, et doivent trouver remède dans un classicisme.

On a oublié que tout grand roman est métaphysique, que toute esthétique est une métaphysique en mineur. On a oublié que le libéralisme est une caricature de l'exaltation du risque et de la liberté, que la Mégamachine veut des êtres qui lui ressemblent, et que les vrais écrivains ne peuvent écrire que dans le bruissement du monde, qui est la forme supérieure du silence. Nous avons oublié que la puissance est en amont du pouvoir, et qu'il n'y a que des pouvoirs impuissants s'ils ne sont pas inspirés par une puissance qui relève des forces de l'esprit.

D'Algange délivre une leçon de jeunesse contre le jeunisme de notre époque. La plupart des êtres ferment tôt le couvercle de leur vocation ultime. Ils demeurent désespérément raisonnables. Or, nous ne sommes pas la somme des moments de notre carrière professionnelle, ni la somme de nos actes d'achats. Nous nous devons d'être ouvert à un plus essentiel des choses, à un plus essentiel dans le monde. " Simplifier nos âmes afin de mieux percevoir la complexité du monde". Nous devons être attentifs à ce qui se transmet, à ce qui n'a pas de prix car il n'est que gratuité. " A tant se révolter contre ce qui est donné, on finit par ne plus avoir la moindre résistance contre ce qui nous est vendu (...)".

Pierre Le Vigan

Propos réfractaires, éditions Arma Artis.

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23/11/2021

Gérard de Nerval lecteur de Joseph de Maistre:

Luc-Olivier d'Algange

Le flambeau de l'Analogie

Gérard de Nerval lecteur de Joseph de Maistre

 

Il existe dans la tradition française un fort courant songeur, surnaturaliste, mystique et prophétique qui, loin de soustraire à notre entendement quelque clarté que ce soit en éprouve les véritables puissances d'embrasement et de transfiguration. Comment ne pas entendre l'œuvre de Racine comme l'épanouissement d'un Songe mélodieux et terrible ? Comment ne pas reconnaître dans les pensées de Pascal la persistante présence des abysses ? S'il est une constante dans la littérature française, elle est bien dans la coïncidence de la métaphysique et de la poésie, dans l'accord de la Doctrine et du Chant et dans l'audace à requérir contre la banalité des apparences le jugement d'une « expérience-limite » où la claire raison, en s'éprouvant à ce qui la fonde et la menace, ouvre à la pensée l'empire des illuminations et des correspondances.

Gérard de Nerval fut, comme Baudelaire et Balzac, un fervent lecteur des Soirées de Saint-Pétersbourg. Il y trouva l'idée, traditionnelle par excellence, d'une antériorité lumineuse et inspiratrice, qui réduit à l'état de vantardise pure la prétention civilisatrice des modernes: « C'est une idée très-frappante, écrit Gérard de Nerval, que celle de Joseph de Maistre qui suppose que les sauvages ne sont nullement des hommes primitifs, mais, au contraire, les derniers représentants d'une civilisation dégradée et abolie ». En amont du temps, en quelques contrées hors d'atteinte mais présentes dans l'âme des poètes, il y eut donc une sapience plus haute. Certes, cette sapience semble éteinte, sa doctrine est généralement oubliée, et toutes les « valeurs » modernes se fondent sur cet oubli, mais elle n'est pas, pour autant, annulée. De tout ce qui fut, il demeure quelque chose. La sagesse s'est éloignée, mais ses traces demeurent en nous, non dans notre entendement diurne mais dans nos rêves, une fois franchies « les portes de cornes et d'ivoire qui nous séparent du monde invisible » - et gardent l'empreinte des Symboles oubliés ou bafoués.

La vie et l'œuvre de Gérard de Nerval consisteront à retrouver, par des voies périlleuses, dans les profondeurs du rêve, l'empreinte du sceau invisible des Symboles. Dans Le carnet de Dolbreuse, Nerval écrit: « Les songes avertissent l'homme parce qu'alors la conscience prend une vision indépendante ». L'œuvre du poète consiste à se rendre attentif à ces avertissements. Ce qui demeure en nous des Symboles d'un Age d'Or oublié nous avertit des désastres et des reconquêtes futures en nous révélant que l'espace-temps qui nous emprisonne n'est qu'une illusion. « Pour en revenir à la nuit et aux songes, écrit Joseph de Maistre, nous voyons que les plus grands génies de l'antiquité, sans distinction, ne doutaient nullement de l'importance des songes, et qu'ils venaient même s'endormir dans les temps pour y recevoir des oracles. Job n'a-t-il pas dit que Dieu se sert des songes pour avertir l'homme ? »

Tel est donc le paradoxe admirable: les songes nous avertissent, ils nous éveillent. La plongée dans le monde invisible éveille les images, et ces images sont vraies. Pour Gérard de Nerval, le rêve éveille à cette vérité que le somnambulisme ordinaire recouvre de ses écorces de cendre. A la veille machinale des travaux utiles et des distractions planifiées, dont le caractère hypnotique n'échappe qu'à ceux qui le subissent, Nerval oppose l'insurrection des songes où vivent les assemblées des déesses et des dieux. Son audace ultime sera de porter la Veille du Songe avertisseur au cœur même de la vie éveillée au risque d'être frappé par foudre d'Apollon. Lorsque le monde ressemble à un faux-sommeil machinal, lorsque la raison partagée ignore la vérité, comment encore oser donner une voix aux augustes et vertigineuses vérités de la Doctrine et du Chant ?

Sans doute l'intelligence moderne n'est-elle si désastreuse que par son impuissance à accorder l'image et la vérité. Pour le moderne, l'imagination est bien « maîtresse de fausseté ». Aux Symboles se sont substituées les fantasmagories. Les songes mentent car ils sont édictés, non par le monde intermédiaire entre le sensible et l'intelligible dont nous parle Henry Corbin, le mundus imaginalis, mais par rumeur confuse des subjectivités agrégées. Cependant le souvenir lancine, et la nostalgie ardente, d'une imagination vraie, telle qu'elle se déploya, par exemple, dans L'Odyssée ou La Divine comédie.

Ce souvenir, qui présume l'antériorité d'une sapience lumineuse, d'une anamnésis possible, rassemble en lui les forces conjointes de l'Intellect et de l'impression. Les signes avertisseurs des rêves et les signes que nous adresse le monde sensible sous les atours du « hasard objectif », ou, pour mieux dire, des « synchronicités », lorsqu'ils opèrent ensemble, peuvent aussi bien éclairer que foudroyer. « Le monde est un ensemble de choses invisibles manifestées visiblement ». Si le songe est bien l'avertissement de l'invisible dans le visible, alors l'oniromancie, saisie par le génie du poète, peut d'avérer être une rigoureuse méthode d'induction. Les Soirées de Saint-Pétersbourg ne disent rien d'autre: « Certains philosophes se sont avisés dans ce siècle de parler de causes. Mais quand voudra-t-on comprendre qu'il ne peut y avoir de causes dans l'ordre matériel et qu'elles doivent toutes être recherchées dans un autre cercle ? Il n'y a que les hommes religieux qui puissent et veulent en sortir; les autres ne croient qu'en la matière et se courroucent même lorsqu'on leur parle d'un autre ordre de chose. »

Or cet « autre cercle », plus vaste que les mondes, est aussi, par la prodigieuse magnanimité de la providence divine, contenue dans nos âmes. Le mystère des hauteurs se tient dans les profondeurs, le point de focalisation extrême détient l'ampleur hors d'atteinte, toute la splendeur du monde est dite dans le iota de la lumière incréée. La sagesse humaine, lorsqu'elle s'affranchit des fausses sciences, nous dit Jacob Böhme, « outrepasse la sagesse des Anges ».

Le péril contre lequel nous mettent en garde Joseph de Maistre et Gérard de Nerval est de confondre cette possibilité magnifique avec le prométhéisme des modernes. Rien ne s'accomplit avec bonheur sans le diapason d'une humilité, que l'on peut dire pythagoricienne ou chrétienne. « La musique creuse le ciel » disait Baudelaire qui savait entendre comme naguère l'on savait prier. L'œuvre de Joseph de Maistre déplait fort aux modernes car elle ne laisse presque aucune carrière à l'outrecuidance. Le moderne veut bien prétendre aux gnoses souveraines, mais il ne veut rien abandonner aux prérogatives de son « moi », il veut bien s'approcher des « ésotérismes », des « réalités cachées », surtout lorsqu'elles sont exotiques, - mais la simple et humble prière lui est étrangère, hostile, incompréhensible. « Si la crainte de mal prier, écrit Joseph de Maistre, peut empêcher de prier, que penser de ceux qui ne savent pas prier, qui se souviennent à peine d'avoir prié et ne croient pas même à l'efficacité de la prière ? »

Qu'est-ce qu'une prière ? Les heures où lentement s'écoulent les entretiens du Comte, du Sénateur et du Chevalier sont des prières de l'intelligence. Si l'âme et le cœur entrent en prière sous l'afflux des sentiments généreux et des pressentiments magnanimes, est-ce à dire que l'intelligence ne saurait prier ? Il existe une prière de l'Intellect, qui est pure théorie, c'est-à-dire contemplation. Mais cette prière, en nos temps de fausses raisons outrecuidantes, est aussi la plus rare et la plus difficile. Une prière de l'Intellect serait ainsi une prière de délivrance. La raison doit s'affranchir des raisons et des déraisons et devenir pure oraison; elle doit se délivrer non seulement de la rationalité linéaire mais de la temporalité même où s'inscrit cette linéarité. Il faut infiniment prier pour cette libre gloire de la pensée.

« L'homme est assujetti au temps et néanmoins, il est, par nature, étranger au temps ». La considération maistrienne ouvre des perspectives infinies. Elle fonde la légitimité du prophétisme, non moins que la pertinence de la négation du hasard. Ainsi, la providence divine, loin d'être une énigme impénétrable, serait inscrite, au titre de sapience originelle, dans la nature même de l'homme, « étranger au temps ».

Cette perspective métaphysique modifie, et rectifie, les notions fondamentales de l'humanisme moderne, si éloigné de l'humanitas des Anciens. Si la nature de l'homme est d'être « étranger au temps », toute explication de l'humain par des théories évolutionnistes est infirmée. La prière de l'Intellect témoigne de la possibilité d'une vision surplombante. « L'esprit prophétique, écrit Joseph de Maistre, est naturel à l'homme et ne cessera de s'agiter dans le monde. L'homme en essayant à toutes les époques et dans tous les lieux de pénétrer dans l'avenir, déclare qu'il n'est pas fait pour le temps, car le temps est quelque chose de forcé qui ne demande qu'à finir... »

« Le temps est quelque chose de forcé ». On peut ajouter qu'il en est de même de l'espace. La juste et humble prière de l'Intellect touche sans efforts aux réalités, si troublantes pour des raisons profanes, que sont la prédiction et l'ubiquité. En témoignent les Prédictions et les Bilocations de Sœur Yvonne-Aimée de Malestroit. L'espace et le temps sont « forcés », ils sont illusoires. En franchir les limites artificieuses, ce n'est point transgresser l'ordre de notre nature mais retrouver par la simple légèreté de la prière un état d'être non forcé, ni soumis. Outrepasser les conditions de l'espace et du temps, ce n'est point conquérir quelque pouvoir d'exception mais répondre à l'attente même de l'univers. « L'univers, écrit Joseph de Maistre, est en attente. Comment mépriserions-nous cette grande persuasion, et de quel droit condamnerions-nous les hommes qui, avertis par des signes divins, se livrent à de saintes recherches ? » La prière répond à l'attente de l'univers, et cette réponse résonne en notre cœur, dont l'humilité essentielle est de se confondre avec le cœur de l'univers.

« Toute la science changera de face; l'Esprit longtemps détrôné et oublié, reprendra sa place. Il sera démontré que les traditions antiques sont toutes vraies, que le paganisme entier n'est qu'un système de vérités corrompues et déplacées. » Déplacées, en l'occurrence, par le temps lui-même, - d'où l'importance d'une clef de voûte, d'un Hors-du-Temps, fine pointe de la spéculation divinatrice. « Tout annonce je ne sais quelle grande unité vers laquelle nous marchons à grand pas ». Mais ces pas n'y conduiront que s'ils sont autant d'étapes d'un déchiffrement des signes et des intersignes.

L'armorial initiatique des Chimères de Gérard de Nerval marque, lui aussi, le pas de la recouvrance du limpide secret des songes et des raisons, du Chant et de la Doctrine. Ces sonnets sont des creusets versicolores où le récit autobiographique s'inscrit. Cette inscription fait office, en même temps, de mystère et de précepte. La nuit reconquise, la nuit aimée, la nuit éperdue tient en elle le principe d'un ordre ensoleillé, d'une souveraine raison d'être.

Il est temps d'en finir avec ce dualisme de pacotille qui ne se lasse point d'opposer une raison diurne à une irrationalité nocturne, un « classicisme » prétendument raisonnable et un « romantisme » qui serait tout embarbouillé d'obscurantisme. La forte prégnance mystique de Racine et des œuvres dites du Grand Siècle tient en son exactitude rhétorique une perspective à perte de vue, de même que le romantisme roman, celui de Novalis, dans ses plus libres effusions, rétablit la légitimité d'une norme métaphysique qui s'avère être, désormais, l'ultime sauvegarde de l'homme différencié. La vertu augurale et inaugurale de l'œuvre de Joseph de Maistre tient à cette double appartenance. Ce que l'on nomme le classicisme s'exaltera dans les Soirées de Saint-Pétersbourg jusqu'à donner à Baudelaire et à Nerval les ressources et les puissances nécessaires à s'affranchir des épigones du classicisme.

Œuvre par excellence frontalière, non seulement par sa chronologie mais par sa vocation (l'appel auquel elle répond non moins que celui qu'elle lance !), l'œuvre de Joseph de Maistre illustre la permanente possibilité de penser hors des entraves édictées. Toute pensée exigeante, pour peu qu'elle envisage de ne point servir les idéologies mais les Idées, doit ainsi faire son deuil des facilités conjointes de l'alternative et du compromis. La divine providence que les Soirées déchiffrent, par le dialogue et non par l'exposé systématique, s'exerce sur nous par la quête où elle nous précipite. Elle avive nos curiosités, nous entraînant à une approche encyclopédique, et peut-être faudra-t-il quelque jour admettre que les points de convergences de l'Encyclopédie de Diderot et de l'Encyclopédie de Novalis sont autant à considérer que leurs divergences, de même que l'allure, voltairienne quelquefois, de Joseph de Maistre devrait peut-être interdire de réduire Voltaire au seul usage qu'en font des « voltairiens » qui ne l'ont guère lu.

La providence, et c'est le propre de sa nature divine, s'inscrit à la fois dans la raison et dans un mystère plus haut que le raison. Rien de tout cela n’est compréhensible sans la notion de hiérarchie. Qu’il y eût un mystère plus haut que la raison, cela, certes, n’ôte rien à la raison ; et que ce mystère fût déchiffrable par la raison, et que cette raison s’éployât en oraison, cela ne diminue en rien la souveraineté du mystère.

La grande détresse des modernes sera d’avoir perdu à la fois la raison et le mystère par l’exacerbation simultanée d’un rationalisme outrecuidant et des superstitions du « démos ». Sans l’appel du mystère, la raison s’effondre. Nous autres modernes vivons dans cette raison ruinée, dans les décombres de cet en-deçà de la raison que hantent les superstitions et les barbaries. Contrairement à ce que feignirent de croire certains intellectuels, la destruction des normes grammaticales et métaphysiques, loin de donner lieu à l’épanouissement de la sirène Diversité fut au contraire extrêmement uniformisatrice. Les gravats sont toujours plus uniformes que les édifices et la confusion, pour séduisante qu’elle apparaisse aux yeux de certains, présage immanquablement la planification. Comme l’écrivait Dominique de Roux, «  nous en sommes là ».

Les différenciations individuelles elles-mêmes s’estompent dans la subjectivité de masse : la preuve en est qu’il suffit d’une phrase pour distinguer les uns des autres, pour reconnaître en leur singularité irréductible, les écrivains de belle race et de grande tradition, alors que nos adeptes du subjectivisme se ressemblent tous. Tel est l’apparent paradoxe : la norme grammaticale et métaphysique est l’éminente gardienne de la diversité humaine, alors que la confusion, la subversion, sont les non moins évidentes propagatrices de l’uniformité. La divine providence nous laisse toutes les chances de comprendre ou de ne pas comprendre, et sa mise-en-demeure, loin de nous planifier, nous hausse vers l’extrême singularité. Cette aventure-là, certes, n’est pas du goût de tout le monde car ce elle exige de nous, - outre l’épreuve de la solitude, - s’apparente à quelque dédaigneux dédain pour le « moi », cette idole bourgeoise, laquelle, comme l’automobile, si chère à nos classes moyennes, n’est jamais qu’un objet de série. Le « moi », la subjectivité du moderne, où il se figure être délivré des normes, n’est jamais que le véhicule de sa banalité.

«  Tout se tient, tout s’accroche, tout se marie, écrit Joseph de Maistre, lors même que l’ensemble échappe à nos faibles yeux c’est une consolation de savoir que cet ensemble existe et de lui rendre hommage dans l’auguste brouillard où il se cache. »

Que serait une raison qui se refuserait à s’affronter au brouillard, une raison qui se déclarerait au-suffisante, sinon la pire des folies ? A l’inverse, il est des divagations fécondes en hypothèses surgissantes dont le cheminement, pour déroutant qu’il paraisse, réconcilie entre eux, et quand bien leurs auteurs en furent parfois égarés, les pouvoirs de l’Esprit. Fut-t-elle si irrémédiablement folle, la folie de Nerval, en son siècle bourgeois où se précisaient déjà les méthodiques folies qui allaient conduire aux totalitarismes modernes, si autistiquement déductifs ? Pour retrouver nos raisons d’être, il fallut qu’un homme doué des grâces du pur parler du Valois s’aventure en des contrées crépusculaires. Nous lui en sommes infiniment redevables, comme nous le sommes à Joseph de Maistre, d’avoir restauré, pour nous, le « flambeau de l’Analogie ».

L’Analogie et la hiérarchie, celle-là étant le mode opératoire de celle-ci, sont au cœur de la pensée maistrienne, bien proche à cet égard de la métaphysique des gradations du Colloque entre Monos et Una d’Edgar Poe. Cette métaphysique graduée, ou graduelle, au vrai sens initiatique, témoignera des correspondances et de ce monde qu’il faut bien voir comme un « temple de symboles », sous peine ne rien percevoir du grain et de la ductilité du monde sensible.

L’idée à la fois architecturale et musicale d’une Analogie fondatrice, - l’architecture, de par le mouvement de celui qui la découvre, se faisant musique, et la musique reconstruisant dans l’entendement une architecture, - nous sauvera peut-être des déterminismes inférieurs où prétendent nous enfermer ces « rationalistes » dont l’engagement n’a d’autre fin que la destruction pure et simple de la raison. Quiconque croit, par exemple en la légitimité exclusive du « démos » à gouverner toute chose, y compris ce qui échappe, de fait, à ses prérogatives, doit faire son deuil de la raison qui, par nature, est hostile «  au sommeil de la brute et à la convulsion du fauve ». A Joseph de Maistre écrivant : «  Il n’y a rien de pire que la foule », Gérard de Nerval renchérit : «  Fatale époque d’aveuglement, de doutes et de haines mortelles, où la Providence n’intervient plus par les éclairs du génie, mais par les forces déchaînées des éléments et des passions ». Et ceci encore : « C’est un triste appel celui qui se fait, au nombre d’une part, et de l’autre à la force : au courage sans raisonnement, à la foule sans moralité ». Point d’envol qui d’emblée on s’englue dans l’Opinion. Aux esprits ouraniens, en revanche, à ceux qui manifestent leur préférence pour l’esprit de l’air, et contre le démon calibanesque, la chance est offerte de gravir l’échelle du vent, - qui nomme cette hiérarchie que nous évoquions, qui n’a, en soi, rien d’administratif, ni même de militaire.

Que les esprits vétilleux cherchent encore à démêler le tien du mien, à répartir ce qui appartient au christianisme et ce qui appartient au paganisme, il n’importe. Nous savons par l’Aurélia de Gérard de Nerval que les dieux antiques dorment à peine derrière les plus fines apparences du Songe et du Réel, et par Joseph de Maistre, prédécesseur capital de René Guénon, qu’il est une tradition antérieure à tous les dogmes. Une identique menace pèse désormais sur toutes les formes de l’esprit, et cette menace s’accroît de tout ce qu’elle divise en prévision de son règne sans nuance. « La génération présente, écrit Joseph de Maistre, est témoin de l’un des plus grands spectacles qui jamais ait occupé l’œil humain : c’est le combat à outrance du christianisme et du philosophisme. La lice est ouverte, les deux ennemis sont aux prises, et l’univers regarde. » Le « philosophisme », en l’occurrence, c’est l’ « isme » qui ne se soucie plus ni de l’amour ni de la sagesse, - tout entier livré au despotisme de ses bonnes intentions meurtrières.

Gérard de Nerval lui répondra, dans Quintus Aucler, par cette question : «  S’il était vrai, selon l’expression d’un philosophe moderne que la religion chrétienne n’eût guère plus d’un siècle à vivre encore, - ne faudrait-il pas s’attacher avec larmes et prières au pieds de ce Christ détaché de l’arbre mystique, à la robe immaculée de cette Vierge mère, expression suprême de l’alliance antique du ciel et de la terre, - dernier baiser de l’esprit divin qui pleure et qui s’envole ? »

 

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22/11/2021

Milosz, la Visitation du Verbe

Luc-Olivier d'Algange

Milosz, La Visitation du Verbe

Préface aux Arcanes d’O.V. de L. Milosz, éditions Arma Artis 2016

 

Il vient une heure, tôt ou tard, dans toute vie humaine digne d'être vécue, toute vie accordée aux profondeurs et aux hauteurs, ouverte sur des latitudes et des longitudes insoupçonnées, plus vastes que la prison des signes où le monde de la communication prétend nous enfermer, une heure où « l'autre espace » nous fait signe, où s'ouvre « la porte d'or de la mémoire », où nous trouvons enfin, après l'avoir tant devinée et cherchée, « l'issue du labyrinthe ».

Quelques mots, un peu vagues et de convenance, susceptibles d'acceptions diverses et contradictoires, désignent ce cheminement, mais ne suffisent à le dire: gnose, ésotérisme, initiation. Pour les comprendre, il faut revenir à la source qui n'est pas scripturaire mais intérieure, qui se dit en ne se disant pas, et s'abandonne humblement à cette divine inscience, simple et pure comme l'ultime Etoile du Matin.

Le monde est une prison, et ceux qui le dominent en sont les gardes-chiourme, mais non moins ceux qui s'en trouvent dominés. Tout conjure à nous persuader que cette prison est la totalité du monde, et par surcroît que nous y sommes libres. Cependant une mémoire persiste en attente, qui nous fait signe, comme un appel au cœur même de l'effroi et du désastre: « Quand tout à coup, écrit Milosz, au paroxysme de l'universelle terreur, je sentis que je gagnais de vitesse mon souvenir. Au même instant, j'abjurais à jamais, devant le rien primordial, tout souci de réalité ».

Ce que l'on nomme la réalité, et que nous distinguerons ici du réel, est ce mensonge carcéral. Le réel que nous ne pouvons entrevoir que par l'extase est tout ce qui excède la réalité, la déborde et s'en échappe, pour, paradoxalement, nous ramener au centre, au cœur du « feu caché », « ce point mathématique igné dont la distance fictive de n'importe quelle étoile nous rappelle la primitive image ». Ce point, nous dit Milosz, « d'espace-matière igné est déjà virtuellement tout l'univers. »

L'ésotérisme, voie vers l'intérieur, sera, pour Milosz, ce cheminement qui conduit de la périphérie vers le centre, de la lettre morte vers l'esprit qui vivifie. La devise initiatique vient aussitôt à l'esprit: orare et laborare. Il faut être fort dans sa prière pour trouver le courage d'ôter l'écorce morte des signes, des mots et des symboles, afin qu'ils ne meurent en eux-mêmes, et recouvrent, en s'éveillant, la puissance du symballein qui relie le visible à l'invisible. Ce qui est n'existe que par sa relation avec ce qui est sur le point d'être, en attente, en veille ardente, de l'autre côté.

Tel est le secret de la grande herméneutique amoureuse et créatrice de Milosz, issue du poème, qui est la source de la sapience. L'interprétation du poème et du texte sacré, - interprétation infinie et non point explication totale, implication dans ce qui n'est pas encore dit dans le Dire lui-même, requiert, et Milosz à cet égard sera notre maître, une amitié avec le silence et avec la « langue des oiseaux » qui en peuple « l'autre espace ».

Herméneute de son propre poème, comme le fut jadis Ibn'Arabî dans son Traité de l'Ardent Désir, Milosz voile et révèle le Dit poétique en soi, l'herméneutique du poème n'étant pas un étalage de ses secrets mais, au contraire, un voile qui en recouvre la forme invisible pour la faire apparaître et la protéger. La révélation « revoile » non pour obscurcir mais pour favoriser, à nos entendements humains, l'advenue de la lumière sensible. Entre le poème et l'herméneutique du poème s'instaure une relation qui ravive la relation essentielle entre le regard et la chose vue, entre celui qui contemple et ce qui est contemplé.

Ce poème traduit du plus resplendissant et abyssal silence antérieur est au commencement mais ne pourra nous reconduire au recommencement que par l'interprétation qui aura le souci d'en sauvegarder l'immédiate présence, - qui est l'acte d'être même de l'Arcane.

Ce que nous apprenons du poème interprété de Milosz sera ainsi non seulement ce que l'auteur veut nous en dire, mais ce qu'il en est, en amont de toute volonté, du Verbe lui-même, et de l'Esprit, qui souffle où il veut. L'herméneutique dévoile la lettre, la fait éclore, la déploie et la protège dans son « noyau igné »; elle ne semble s'éloigner du sens littéral que pour y revenir et le faire resplendir dans la lumière même qui le suscita, - lumière incréée, suprasensible vers laquelle l'herméneute-poète conduit, comme à sa source, la lumière sensible.

De même que le monde de la fausse réalité nous maintient dans les apparences, les surfaces, le littéralisme, l'exotérisme dominateur, il nous emprisonne dans une temporalité linéaire, d'usure et de planification. Or, dans pensée de Milosz, à l'autre espace correspond une autre temporalité et même une autre conception de l'éternité.

Dans quel temps vivons-nous ? A quelle illusion de causalité et de linéarité s'ordonnent nos pensées et nos actions ? Dans la temporalité planifiée, quantitative, moderne, l'instant est détruit aussitôt que perçu, tué dans son éclosion même et au service d'une finalité qui, n'ayant plus rien de transcendant, est elle-même détruite dans son accomplissement. Cette course en avant n'est pas seulement sociale, économique ou politique, elle conforme les modalités de notre pensée et de notre rapport au monde. Le propre de l'art poétique et herméneutique de Milosz est, d'emblée, par une décision résolue, métaphysique, de suspendre cet enchaînement qui celui de la servitude de notre pensée à l'utilitarisme. Dans cette suspension du temps adviennent les messages, les salutations angéliques sises dans le secret des mots, dans le souffle qui les porte jusqu'à nous, comme des embruns, comme une pluie lustrale sur nos visages.

Le texte sacré immémorial s'accorde alors à l'audace éveillée du poète. La parole n'a plus un but, un sens communicable où elle s'abolirait comme l'instant profane dans le cours du temps quantitatif, mais éclosion elle-même, arborescence en elle-même, voix qui éveille de la torpeur; elle porte jusqu'à nous le chant de l'âme du monde dont les accords, les timbres, le rythme, la mélodie sont les Arcanes du monde.

Si la plupart des discords et des disputes, surtout idéologiques, sont assez vains et insignifiants, une opposition demeure, irréductible, entre ceux pour qui le monde, planifiable, est un monde sans mystère destiné à être utilisé et ceux qui en devinent les Arcanes et veillent sur la sauvegarde de ce qui, dans les êtres et les choses, demeure hors d'atteinte, dans le resplendissement de l'unique souveraineté de l'esprit. Les uns sont des exploiteurs et des touristes, les autres, selon la formule initiatique, des Nobles Voyageurs. « Ainsi, écrivait Goethe, je travaille à la trame des temps; et je tisse la robe vivante de dieux. »

Au langage de la communication, retreint à ses fins utiles, Milosz opposera la Verbe, cet hors du temps qui féconde le temps, ce « quelque chose de doux, de profond, de tendre, le Verbe, quelque chose d'énorme et d'infinitésimal, d'inoui et d'éternel, rompant la monotonie patiente de mon être ». Rien de moins dogmatique que, dans l'œuvre de Milosz, cette reconnaissance du Verbe, cette mission de reconnaissance, inquiète, mouvementée, offrant à l'imprévisible sa part royale, printanière: « Le Printemps est revenu de ses lointains voyages ».

N'est-ce point comprendre déjà que, hors du champ de notre attention, la sapience, ce beau printemps de l'âme, est voyageuse et que, de ses voyages, elle nous rapporte sa provende de beauté, son tradere, autrement dit la Tradition, au sens ésotérique du terme, fort éloigné des coutumes et convenances, et plus éloignée encore de la répétition et du ressassement des formes qui sont propre du monde moderne. De la Tradition, Joseph de Maistre écrivit: « Elle naquit le jour où naquirent les jours ». Admirable définition qui laisse à leurs rancœurs ces exotérismes dominateurs, des littéralismes obtus qui accompagnent la marche du supposé progrès aussi sûrement que les poissons-pilotes les prédateurs des océans.

Le Voyage vers les Arcanes est un voyage dans le printemps de l'âme attentive. L'espace et le temps s'y transfigurent en laissant apparaître dans leurs trames les figures hiéroglyphiques de la beauté et de la vérité du moment présent. A propos des Nobles Voyageurs, « cette chevalerie célestielle amoureuse dont le but est la conquête du Graal », la précision de Milosz n'est pas inutile en ce qu'elle relie directement son œuvre à celle des Orphiques et de Dante car elle est bien « le nom secret des initiés de l'Antiquité, transmis par la tradition orale à ceux du Moyen-Age et des temps modernes. »

Le poète s'inscrit dans une catena aurea, une chaîne d'or d'initiés et de voyageurs. Ce qui vient à lui et dont il se fait l'intercesseur, vient de loin, - de cette nuit des temps où se déploie l'aurore boréale de la mémoire. Le secret initiatique, transmis par la catena aurea, n'est pas un secret de convention, pour reprendre la distinction de René Guénon, mais un secret de nature. Des premiers poèmes de Milosz jusqu'aux Arcanes, ce secret chemine en trame cachée dans la prose et la prosodie. Ce secret n'est pas quelque chose qui pourrait être révélé et offert en pâture aux regards profanes mais un secret qui révèle. On songe, bien sûr, à la formule d'Héraclite à propos de la nature « qui montre et ne montre pas, mais fait signe ». Les Arcanes seront ainsi des signes à déchiffrer mais ce déchiffrement, - et toute l'œuvre de Milosz en atteste, - ne peut l'être qu'à partir d'une expérience intérieure qui est le véritable noyau, le pôle, de l'œuvre.

De même qu'il existe une conscience profane, qui évalue, classe et quantifie, il existe une conscience secrète qui entre en contact avec le halo, le vibrato, la musique intérieure des êtres, des choses et des mots. L'œuvre de déchiffrement rétablit la circulation rompue entre l'intérieur et l'extérieur, le visible et l'invisible. Si le profane dénombre, avec l'illusion que les unités qu'il dénombre sont identiques, voire interchangeables, le Noble Voyageur, lui, déchiffre. Les mots, comme les êtres et les choses, lui font signe, sont vivants, ils évoquent et ils invoquent, et scellent, de leur chiffre, de leur figure héraldique, une profondeur nocturne et diurne, un abîme de jour et de nuit.

« Un peu alchimiste par hérédité, et par goût personnel, j'arrive, écrit Milosz, à réaliser le rêve de ma vie, la création d'un langage poétique qui dépasse la musique elle-même et reflète directement, au moyen de l'âme des mots, les modes d'existence inexprimables. » Telle est bien la grande Idée orphique et néoplatonicienne que les poètes, mieux que les spécialistes, furent aptes à saisir au vif de l'instant: ce qui est hors d'atteinte dans la toute-possibilité de l'unique souveraineté de l'esprit, dans l'En-Sof, comme disent les Kabbalistes, ce qui est inexprimable et cependant se reflète dans le Dit poétique, de même que la beauté est le resplendissement de la vérité. « Milosz, écrivit Carlos Larronde, découvre par l'intuition exaltée que l'on nomme inspiration et qui ne se sépare jamais du lyrisme. Et ce qu'il découvre et plus haut et plus grand que la banale réalité. Cette inspiration est une sorte d'état second qui permet de percevoir des concordances et de de les rendre sensibles par des images ».

Dans l'état de conscience secrète, la mémoire seconde transparaît, des images adviennent qui disent le mystère de la concordance, mystère auquel le langage profane se refuse mais, qu'en des circonstances rares, il accueille. L'œuvre, née des heures favorables, en sauve la possibilité, en elle-même et hors d'elle, dans l'esprit des lecteurs qui sont en quête de ce Graal, de cet or du temps, de cette pierre philosophale qui sauve le réel lui-même en ses puissances. La prière du cœur accompagne la floraison, le mouvement des saisons, le chant de la terre et le resplendissement du ciel sur la mer. Sans l'œuvre du poète, qui est l'ambassadeur du Verbe, le monde ne serait que morne confusion, - celle à laquelle voudraient nous réduire les uniformisateurs. L'ordre du monde est un perpétuel recommencement du chant sur lequel il faut veiller et qu'il faut accomplir.

L'idéal chevaleresque des Veilleurs, des Nobles Voyageurs, qui est au cœur du dessein poétique et initiatique de Milosz, hausse à la plus grande incandescence cette conscience d'un Bien et d'un Beau qui sont à la fois menacés dans le temps et inaltérables dans l'éternité. L'Ordre dont le poète est le récipiendaire est protecteur de ce qu'il y a, au monde, de plus fragile, et la plus grande force, voire la témérité spirituelle, sont alors nécessaires. Le plus fragile est, en ce monde, le plus innocent, hommes et les femmes de bon cœur et de bonne foi, et plus fragiles encore, en eux, ces visitations du Verbe qui transparaissent aux heures heureuses, dans le silence amoureux de la contemplation, dans la proximité ardente. Car tout dans ce monde profané conjure à nous rendre hors d'atteinte ces éclaircies, par l'information, le vacarme, l'idéologie, ces formes diverses de l'âpre jalousie, de la vile vengeance contre la chatoyance du réel.

Qu'est-ce qu'un Moderne ? Précisément un homme pour lequel il n'y a plus d'arcanes, et pour lequel le monde se réduit à des fonctionnements utilisables et des apparences photographiables ou duplicables. Les conséquences en sont connues: l'aplatissement de toute hiérarchie par un pouvoir totalitaire, l'enlaidissement du monde, la bétaillisation des hommes. L'Ordre auquel songeait Milosz, fondé sur les Arcanes, c'est-à-dire sur ce qui nous échappe et que nous pouvons qu’entrevoir, sera ainsi une protestation de l'humilité contre l'immense arrogance planificatrice, mais non point une humble ou modeste protestation. Le monde, pour Milosz, tient à notre regard, à nos mots, à nos intuitions. Il sera tel que le poète le fait, retrouvant ainsi l'étymologie du mot grec poien.

Pour Milosz, ce n'est point nous qui discernons les Arcanes mais les Arcanes qui, antérieurs, porteurs de la nuit des temps, nous donnent à voir. Les Arcanes sont une dioptrique, un prisme, une structure transparente qui révèle en même temps la profondeur et la surface, - nous apprenant ainsi que le monde n'est pas seulement cette représentation qu'on nous propose mais un accord que suscite le rapprochement soudain de la Lettre et de l'Esprit, du monde sensible et du monde intelligible, autrement, comme disait Rimbaud, « la mer allée avec le soleil », l'Eternité même qui n'est pas ce monde séparé du temps mais son cœur même.

Milosz, poète immense et méconnu, dont la prosodie s'accorde aux plus secrètes mélancolies comme aux plus soudaines extases, à l'Eros cosmogonique non moins qu'à la méditation sur l'impossible condition humaine, revient à nous dans un murmure au bord du temps, dans le frémissement de lumière de l'Autre Rive, entrevue, qui nous fait signe, silencieusement, dans nos vacarmes vains et nos tumultes de convenance. La rupture avec le monde s'y fait non dans les indignations et les cris mais dans un retrait qui laisse le corps et l'âme parmi nous dans la fragile beauté et la désespérance de tout, alors que l'esprit est déjà bien loin. De ce lointain témoignent les Arcanes pour faire éclore la présence pure du sens de la plus grande absence, rose mystique toute scintillante du néant qui l'environne, et qu'elle nie, dans une plus haute affirmation.

A cette « terre sainte intérieure à chaque homme », à « ce lieu seul situé » se réfère l'Ordre chevaleresque et initiatique que Milosz entend ressusciter; c'est à ce temple intérieur qu'œuvrent la prière et le chant, - où les plus fragiles impressions venues des abysses à travers l'immanente beauté du monde seront protégées et sauvegardées de la cacophonie dictatoriale et de cet activisme planificateur qui voudrait rendre les êtres humains interchangeables et répandre partout la même servitude. Milosz, herméneute et chevalier, Noble Voyageur, vient à nous, en faisant resplendir les Arcanes du texte sacré et du monde, - au secours de la sainte fragilité de nos âmes en attente de la Parole Perdue.

 

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21/11/2021

Un article d'Anna Calosso:

Luc-Olivier d'Algange écrit "d'une encre bleue comme le sang" des pensées, des hommages, des dialogues, des essais, des poèmes, tantôt désinvoltes, tantôt savants, mais toujours à l'usage des rares heureux, - ceux que Gobineau nommait les Calenders, les fils de Roi.

La plus expédiente façon de définir une œuvre est de dire ce qui ne s'y trouve pas. Ici donc, pas de psychologie de comptoir, pas de sociologie, de calculs, de drames domestiques, de grief, de nihilisme, de pathos, d'idéologie, d'actualité, de tourisme, d'art contemporain. Que reste-t-il alors, se demande le lecteur des "pages culturelles" ?

Eh bien tout le reste: l'impondérable, les variations des états de la conscience et de l'être, l'Eros et le Logos frémissants d'accords, les mots eux-mêmes, comme le scintillement épiphanique de la lumière sur la table des eaux.

Et puis encore, la Tradition, fraîcheur venue de la nuit des temps, symboles qui unissent les mondes visibles et invisibles, divinités des mers et des forêts et quelque chose de l'esprit de Maurice Scève, qu'il se plaît à citer, en se souvenant de Roger Nimier, "en ses blasons et cosmogonies"

Les livres de Luc-Olivier d'Algange dispersent, grains de pollen, des noms, des idées, des formes génésiques, des paysages: sans eux le monde serait plus triste, plus sombre et plus lourd. Des passerelles sont lancées vers d'autres temps, d'autres œuvres qui exigent, pour se faire entendre, une vivante intercession. Les grandes œuvres, nous dit Luc-Olivier d'Algange, à la suite de Heidegger, demeurent "en réserve", graines sous le sol gelé. L'herméneutique créatrice sera le printemps, le "vent du dégel" selon la formule de Nietzsche, - philosophe que d'Algange affectionne particulièrement.

Une catena aurea, une chaîne d'or, court, en filigrane, nervure solaire, depuis Pythagore, Plotin, Jamblique, jusqu'à Rimbaud, Shelley, Stefan George... Contre le clerc, et les cléricatures moralisatrices, Luc-Olivier d'Algange évoque l'Aède antique, la salutation angélique de Dante à Béatrice, la possibilité toujours recommencée de la Vita Nova, - jusqu'aux Cantos d'Ezra Pound.

L'Orient affleure cependant dans ses essais comme l'aurore sur les toits occidentaux d'une cité endormie. Orient métaphysique plus encore que géographique, aurora consurgens. Voici les poètes et les visionnaires de la Perse médiévale: Sohravardî, Ruzbehân de Shîraz, Nasafî, Fadid-Ud-Dîn 'Attar, - la langue des Oiseaux, l'alchimie de l'image et du verbe. L'espace est murmurant de conversations inouïes. Il suffit de les entendre. La France baroque s'entretient avec les "Ishrakyuns", les philosophes de l'aube levante, les héritiers de Zoroastre et du Védantâ. Ecoutons.

Des poèmes en surgissent: chant de l'heure la plus claire, chant de l'orage lumineux, chant de l'Ame du monde.

L'entretien, en profonde logique, se poursuit avec Nietzsche et Hölderlin. Nietzsche par lequel nous savons que "les plus grandes pensées sont les événements les plus grands". Et voici encore d'autres mondes dans le monde, dionysies de l'âme, efflorescences, labyrinthes... Une sapience, nous dit Luc-Olivier d'Algange a été perdue, mais dans sa nuit, dans son voilement, elle fait signe vers son retour, et voile, et vogue vers nous, nef odysséenne.

Anna Calosso

Luc-Olivier d'Algange, L'Ame secrète de l'Europe, éditions de l'Harmattan, Le Chant de l'Ame du monde, éditions Arma Artis.

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20/11/2021

Luc-Olivier d'Algange, entretien avec Laurent Gayard, pour la revue "Idiocratie":

Entretien avec Laurent Gayard pour la revue Idiocratie

 

 

1. Ernst Jünger est né le 29 Mars 1895 à Heidelberg et mort le 17 Février 1998 à Riedlingen. Son œuvre s'étend sur un siècle et pourtant on semble, en France du moins, s'acharner à réduire ce contemporain capital à Orages d'aciers et à ses écrits guerriers...

Luc-Olivier d'Algange: Rares sont les lecteurs dont l'attention s'ouvre à l'envergure d'une telle œuvre, qui est, pour l'essentiel une œuvre du poète, de moraliste, et de métaphysicien, méditant sur les aspects et la nature du temps, les symboles, les mythes et les dieux, les rêves et les ivresses, les gradations entre le sensible et l'intelligible. La guerre fut imposée à Ernst Jünger par l'Histoire; elle fut sa première épreuve, sa première expérience; l'étymologie le dit exactement, expérience, ex-perii, traversée d'un danger. Or, ce que cette traversée enseigne, sa résonance, ce qu'elle change en soi est tout aussi important que l'expérience elle-même décrite dans sa durée et sa réalité dans Orages d'acier ou La guerre comme expérience intérieure. Qu'en est-il de l'autre rive, de cette évidence magnifique d'avoir survécu à l'épreuve ? Quel regard portons-nous sur le monde ? A quelles nouvelles méditations accédons-nous ? A quelle éthique, décantée de toute facilité moralisatrice ? Quels seront, dans la belle éclaircie, le calme retrouvé, les objets dignes de notre attention ? Ernst Jünger répond à ces questions par des œuvres, souvent allusives et fragmentaires, parfois visionnaires, et semblables à ces voyages dans le monde imaginal que l'on retrouve aussi bien chez les mystiques persans, dont nous entretient Henry Corbin, que chez les Romantiques allemands. Seuls, disait Nietzsche, importent « les livres qui d'emblée ne veulent pas être des livres », qui ne sont pas composés à cet escient subalterne, mais naissent d'une nécessité plus profonde,- celle (dans Graffitis, Frontalières, ou Les Ciseaux, titres à cet égard significatifs) de l'aperçu impromptu qui est le matin de la pensée, ou celle de la vision, parfois presque hallucinée, dans Héliopolis, qui en est, peut-être, le magnifique et chatoyant crépuscule. Les livres d'Ernst Jünger sauvegardent ainsi la part du feu. Point de thèse ni d'antithèses clairement définies, point de plan, qui laisserait l'ouvrage aux rigueurs de l'ennui, mais d'incessantes ramifications et réminiscences, des arborescences d'images et d'idées, - Jünger se souvenant que l'Idée est aussi, par étymologie, la chose vue. Point de théories, l'étymologie encore nous le confirme, qui ne soient aussi des contemplations.

Il n'existe, au fonds, que deux races d'homme, les Rabat-joie et les Enchanteurs. Les uns jalousent et se plaignent, haïssent la musique, et les cheveux au vent, la désinvolture et la beauté, ce sont les puritains, de sortes diverses, qui nous prennent en otage, et même en tenaille; les autres, les Enchanteurs, à l'exemple du Mage Schwarzenberg de Visite à Godenholm, - et de Jünger lui-même, - persistent dans la fidélité aux plus anciennes sapiences. De grandes épreuves tôt survenues prédisposent à échapper, certes, au rôle sinistre du Rabat-joie, - ce comédien idéologue, fanatique, plaintif et vengeur, ce moralisateur compulsif qui travaille sans relâche à restreindre le champ de l'aventure humaine. Qu'ils soient barbares exotiques ou globalisés bien de chez nous, adeptes de la société de contrôle, les Rabat-joie haïssent les cœurs aventureux... Pour lire une œuvre, comme l'écrivait Ezra Pound, il faut partager au moins une part des expériences dont elle témoigne. Ce dont parle l'œuvre d'Ernst Jünger, ce grand tradere européen qui nous vient, en ressac, jusqu'en nos songes, depuis Hésiode et la Bible, son commerce avec les Milles et une nuits et avec Léon Bloy, mais aussi avec Rivarol et les Moralistes français, n'intéressent plus guère, - ou, ne péchons pas contre l'espérance, pas encore... L'œuvre d'Ernst Jünger, comme Heidegger le disait de celle d'Hölderlin, - et comme nous pouvons désormais le dire de presque toutes les œuvres de notre civilisation abîmée, - demeure « en réserve ». Mais qu'est-ce que la poésie, sinon une attente ardente ? La « vie magnifique », selon la belle formule d'Ernst Jünger, n'est pas une chose hors d'atteinte; la beauté ne s'est pas absentée du monde, elle est présente, de toute sa présence émouvante et puissante, seulement voilée de laideur, telle une Aphrodite couverte, provisoirement, de hardes ignobles.

2. Du Travailleur, en 1932 aux Falaises de marbre, et 1939, on voit Jünger passer d'un vitalisme teinté de nationalisme et d'une célébration de la technique à une critique onirique de la modernité à l'œuvre dans le totalitarisme et la guerre. Après la guerre, ce sera le Traité du rebelle (1951) puis Eumeswil (1977) qui feront progressivement émerger la figure anarchisante et aristocratique de l'Anarque. Jünger n'est pas toujours facile à suivre...

Luc-Olivier d'Algange: Ernst Jünger semble obéir à cette injonction nietzschéenne qui veut traverser, telle une œuvre-au-noir, tout le champ du nihilisme moderne afin de le laisser « derrière soi, en dessous de soi, surmonté ». Le nationaliste Ernst Jünger cesse d'être nationaliste avec la venue au pouvoir des nationaux-socialistes, au point que le mot « allemand » disparaît de ses œuvres. En certaines circonstances, certains mots ne peuvent plus être partagés. Face à l'Allemagne tonitruante et publiciste demeure cependant une Allemagne secrète, pour reprendre la formule de Stefan George, à laquelle Jünger demeurera fidèle. Le Wanderer, le Chevalier de Dürer, et même les personnages enivrés et divagants d'Eichendorff ou de Hoffmann, jusqu'aux attentions extrêmes qu'exigent les Holzwege, les chemins qui ne mènent nulle part, qu'évoquait Heidegger, sont autant de préfigurations, typiquement allemandes, du refus de la pensée utilitaire et planificatrice et de la société de contrôle Point n'est nécessaire pour Jünger, de parler « en tant qu'Allemand ». La tradition coule de source, sans redondance. Au demeurant, parler « en tant que », c'est déjà, comme le savait Guy Debord, s'éloigner dans une représentation, au détriment de la présence réelle, et lâcher la proie pour l'ombre, être semblable aux « hallucinés de l'arrière-monde »,- la formule de Nietzsche n'étant pas, soit dit en passant, sans évoquer les prisonniers de la Caverne du mythe platonicien... Sortir de la caverne platonicienne, pour Jünger, ce sera sortir de la société qui est devenue, non seulement l'écorce morte, mais, et nous le voyons aujourd'hui mieux que jamais, l'ennemie de la civilisation. Tel sera le dessein du Rebelle, puis de l'Anarque: échapper au contrôle et se délivrer en soi-même de tout ce qui porte encore le joug.

3. Le Rebelle justement... Dans le Traité du Rebelle, Jünger écrit qu'il « est mis par la loi de sa nature en rapport avec la liberté, relation qui l'entraine dans le temps à une révolte contre l'automatisme et à un refus d'en admettre la conséquence éthique, le fatalisme ». Comment la figure de l'Anarque s'oppose-t-elle à ce qu'Ortega y Gasset nommait « l'individu de masse » ?

Luc-Olivier d'Algange: L'individualisme de masse est le pire collectivisme, destiné à absorber tous les autres collectivismes, d'où la naïveté qui consiste à opposer le collectivisme à l'individualisme, - naïveté de sociologues, sans grande perspective historique pourrait-on dire. Roger Nimier s'en moquait déjà. La pratique de l'Histoire et de la littérature ne sont pas sans déniaiser. Dans l'individualisme de masse, qui perfectionne à cet égard les totalitarismes collectivistes, les individus sont « du pareil au même », selon la formule de Renaud Camus, interchangeables, rouages ou agents, tous également irresponsables, c'est dire sans répons ni correspondance, ni entre eux, ni avec le monde... Esclaves sans maîtres se surveillant les uns les autres dans une sorte de mutualité de la servitude. Par-delà l’alternative de l’individu et du collectif, Jünger distingue « das Einzelne », le singulier caractérisé, « l’homme différencié » dirait Julius Evola, de l'individu interchangeable, en ce que ce « singulier » n'est pas insolite, mais relié à un faisceau d'influences, différent pour chacun, où entrent en jeu sa langue natale, son pays, son époque, ses prédécesseurs, ses songes et ses rencontres - son existence révélant ainsi, comme l'athanor de l'alchimiste, une expérience unique, située et non-reproductible. L'Anarque, nous dit Jünger, est à l'anarchiste ce que le Roi est au monarchiste: non plus une déclaration d'intention, un projet, un vœu, une abstraction universaliste mais un exercice pratique qui va de nuances et nuances.

4. Dans votre ouvrage, Ernst Jünger ou le Déchiffrement du monde vous écrivez que « la gnose poétique de Jünger est avant tout une philocalie ». Pouvez-vous éclairer sur ce point nos lecteurs ?

Luc-Olivier d'Algange: Si la vérité est dans l'attention et dans la nuance, et si le beau est, comme le dit Platon, « la splendeur du vrai », vouloir les connaître, c'est-à-dire naître et renaître en eux, est bien une philocalie, un amour de la beauté. La beauté, qui exige, pour nous advenir, cette « gnose », cette voie de connaissance, n'est pas seulement une forme, susceptible d'être livrée à quelque muséologie. La beauté est révélatrice; elle est au sens étymologique, une apocalypse. Telle l'Icône, en sa « perspective inversée », dont nous parle le Père Florensky, elle nous regarde autant que nous la regardons, abolissant le hiatus entre le contemplateur et la chose contemplée. La gnose poétique (qui précisément n'est pas un gnosticisme dualiste) est ce chemin vers l'intérieur où l'extérieur nous revient. Nous sommes ici-bas, nous dit Jünger, si nous savons regarder, à bord d'un « vaisseau cosmique ». Dans Héliopolis comme dans Visite à Godenholm, Ernst Jünger nous fait assister à la levée de ces grandes images suprasensibles, intemporelles, ces immensités prodigieuses dont l'infime et le presque indiscernable détiennent le secret.

L'Anarque est aussi celui qui refuse de collaborer à l'enlaidissement du monde. Il n'y résiste pas seulement, il contre-attaque. Le contraire de la consommation, cette ultime raison d'être de l'individu massifié, existe, c'est la création. Chaque instant de beauté créé ou sauvé, l'est à jamais. Une transmutation du temps s'opère alors. L'instant redevient ce qu'il est, stat, ce qui se tient, - Thulé immobile dans le tumulte des flots. Une grande sérénité, une sérénité ardente nous vient de cette certitude. Ce fut aussi l'intuition de Nietzsche dans sa vision de l'éternel retour, en sa réalité physique. Ce qui fut demeure dans sa propre dimension spatio-temporelle. Une morale en découle: ne pas gâcher ce qui en soi, ou dans monde, est une possibilité de susciter ou d’aimer la beauté.

5. Dans Eumeswil, Jünger écrit, pour expliquer la différence entre le Rebelle et l'Anarque que « la distinction réside en ce que le Rebelle a été banni de la société tandis que l'Anarque a banni la société de lui-même. » Au lieu de ce que l'on pourrait à tort croire comme un appel à fuir le monde, le « recours aux forêts » est-il donc une volonté de replanter en soi-même les germes d'une spiritualité salvatrice, comme un antidote au nihilisme ?

Luc-Olivier d'Algange: « Bannir la société de soi-même », ce n'est pas s'exclure, se marginaliser, mais aller vers la civilisation, ou mieux encore, le cœur, l'essence de la civilisation, l’amicale civilité, l'esprit dont ses œuvres naquirent, le feu sous les écorces de cendre. Cet exercice est celui de l'honnête homme. Le grand refus se traduit non par des poses spectaculaires, des outrances, - ces grimaces propres aux « rebellocrates » dont parlait Philippe Muray, - mais par de nouvelles prévenances et délicatesses, une politesse réinventée à l'égard des êtres et des choses, une certaine discrétion de bon aloi. Jünger est aux antipodes de ces intellectuels qui prennent langue sur tout, s'indignent à foison et s'exhibent sur les lieux des conflits médiatisés, pour en recevoir un lustre d'actualité et quelque facile notoriété. Préférant méditer sur les dieux et les titans, les irisations de l’aile de la libellule, la part d'intemporel sise dans les choses fugitives et légères ; préférant la lecture d'Hérodote, de Tacite ou de Thucydide à celle du journal du matin, Ernst Jünger ne prend jamais son lecteur en otage, ni pour un imbécile ; il ne lui assène point ses convictions, ses affres, sa sentimentalité; il ne dit que ce dont il juge qu'un compagnon de route, honnête homme, pourrait faire son bien: l'aperçu, l'approche, qui augmentent l'intensité et la beauté de la vie, - s’ordonnant ainsi, sans jamais être doctrinaire, à la Théologie, qu'il nomme « la science de l'abondance ».

Le nihilisme moderne, au contraire, est technique de la pénurie; il faut que chacun s'y sente assez pauvre pour s'asservir et joindre l'utile au désagréable. La science de l'abondance, elle, débute par l'attention à ce qui est, par la gratitude. Nous sommes sur la terre qui fleurit et sous le ciel qui change. Il nous appartient d’honorer cette bonne fortune, qui tant ne dure.

6. En donnant dans toute son œuvre un déchiffrement du monde qui s'oppose au règne de la quantité, Jünger peut-il être considéré comme le théoricien ou l'esthète d'un véritable anarchisme spirituel ?

Luc-Olivier d'Algange: Oui, si l'on considère qu'un anarchisme spirituel a pour dessein de raviver les principes par-delà leurs parodies et leurs faux-semblants et de retrouver, par-delà les représentations abstraites ou administratives, au vif du temps, le secret de l'Archè, là où il se trouve : dans le nuage, la vague et la flamme, - auxquels notre pensée et notre vie devraient s’accorder plus souvent .

7. Ernst Jünger s'est converti au catholicisme à la fin de sa vie. Quel rapport entretenait-il avec cette religion ?

Luc-Olivier d'Algange: Selon leurs propres préférences les exégètes accordent plus ou moins d'importance à cette conversion. Les uns la jugent de circonstance ou de convenance, les autres y voient le point d'orgue de l'œuvre et son sens ultime. Il est peut-être outrecuidant, ou absurdement prosélyte, d'en vouloir dire, à ce propos, plus que Jünger lui-même. Il n'en demeure pas moins que ce beau mouvement, venu de loin, et qui fut aussi celui de plusieurs Romantiques allemands, vers, justement, une spiritualité romane, laisse entrevoir sa vérité dans la « Marina » qu'évoque Ernst Jünger dans Les Falaises de Marbre, cette contrée de vignes et de livres, avec son « Ermitage aux buissons blancs », où nous pouvons, par ces temps désastreux, en songe nous recueillir.

 

Le Déchiffrement du monde, la gnose poétique d'Ernst Jünger, éditions de L'Harmattan, collection Théôria. 18 euros. 

Couverture Le déchiffrement du monde

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18/11/2021

Entretien avec Romaric Sangar L'Incorrect:

Entretien avec Romaric Sangars pour L’Incorrect

A propos du Déchiffrement du monde, la gnose poétique d'Ernst Jünger, éditions de L'Harmattan.

1. Par cet essai, vous définissez tout un cadre et une tradition à partir de quoi le Jünger fragmentaire ou paradoxal, diariste de guerre ou entomologiste méditatif, apparaît supérieurement cohérent. Pensez-vous qu'il manque au lecteur contemporain un mode d'emploi pour appréhender Jünger à la hauteur où il se place, et que cette situation entraine un certain nombre de contre-sens que vous avez peut-être remarqué ?

Luc-Olivier d’Algange : Nos contemporains ne manquent pas de modes d'emploi et de grilles d'interprétation, psychologiques, sociales, idéologiques, mais qui seront de peu d'usage lorsque ce dont il est question dans l'œuvre ne les regarde pas, et n'entre nullement dans leurs préoccupations. On ne peut forcer une intelligence vers une œuvre. La rencontre s'opère, ou non, sous le signe de certaines intercessions. La cohérence n'est, en l'occurrence, nullement une cohérence de système, moins encore une cohérence voulue. On pourrait dire que c'est une cohérence pour ainsi dire « sculptée », pour reprendre une image de Plotin. Elle se laisse définir par ce qu'elle n'est pas. Presque tous les grands sujets, les thèmes de prédilection de la littérature de son temps sont absents de l'œuvre de Jünger: les ascensions et les déchéances sociales, les discords amoureux, la psychologie, les systèmes de pensée, qui connurent alors un grand essor, brillent par leur absence. Son attention est requise ailleurs, vers des orées, des impondérables, des intersignes, des analogies, des correspondances, des synchronicités, qui peut-être demandent encore de nouveaux poètes-argonautes, des aventuriers de l'âme venant à contredire ce lieu commun « Tout a déjà été dit », - phrase dite et redite, en effet, depuis fort longtemps, et bien avant, soit dit en passant, que Cervantès, Shakespeare, Rabelais, Musil ou Proust eussent écrit la moindre ligne. Phrase décourageante, mais qu'un peu d'imagination suffit à frapper d'inconsistance.

On distingue souvent plusieurs périodes dans l'œuvre de Jünger, le contemplateur solitaire succédant à l'homme de guerre. Il me semble cependant que ce n'est point sa « méthode non-méthode » qui change, son approche, que les circonstances extérieures. Des premiers livres aux ultimes, le propre de la pensée de Jünger est de faire de tout ce qui advient à son entendement une expérience poétique et métaphysique. Aux temps de la guerre, ce sera la guerre, mais pas seulement: aussi les livres, les vins, les jardins et les routes; à d'autres temps, d'autres expériences, l'entomologie, les voyages, les drogues, voire l'oisiveté en elle-même, la pure contemplation des saisons qui tournent autour de nous. « Un temps pour chaque chose », la formule est biblique, mais les choses, qui sont étymologiquement des causes, ne nous changent pas, elles nous révèlent. Mieux que d'une cohérence, à propos de l'œuvre de Jünger, je serais enclin à parler d'une constance, d'une fidélité, et, comme vous dites justement, d'une tradition, d'une catena aurea, d'une chaine d'or, qui remonte fort loin et dont témoignent les esprits qui, depuis le monde antique, furent attentifs aux corrélations du visible et de l'invisible, à l'héraldique des mots, aux gradations entre le sensible et l'intelligible, à la multiplicité des états de l'être et de la conscience.

2. Vous montrez en quoi Jünger est un pur héritier du Romantisme allemand, c'est-à-dire d'une tradition anti-Lumières, mais comment définir précisément cette tradition, s'il est du moins possible de le faire ? Son côté néoplatonicien n'est-il pas typiquement renaissant ? Le romantisme par ailleurs, ne campe-t-il pas une espèce de réaction médiévale ?

Luc-Olivier d’Algange : Le Romantisme allemand, qui débute par un désir d'échapper aux définitions, ne se laisse, en effet, aisément saisir par l'une d'entre elles. Le regard rétrospectif, qui circonscrit un mouvement dans l'histoire, nous autorise cette facilité. La Lucinde de Schlegel, que l'on considère généralement comme l'une des premières œuvres du Romantisme allemand, tient encore, par maints aspects, à la pensée libertine du dix-huitième siècle, et le grand projet de Novalis fut une Encyclopédie. D'emblée cependant une différence, et d'importance; alors que les Lumières sont une réaction contre « l'obscurantisme », le Romantisme allemand, celui d'Iéna en particulier, est un recommencement, une nostalgie des origines, pour reprendre un titre de Mircea Eliade, - non pas d'une origine situable précisément à quelque endroit du passé, mais une origine éclose dans la présence réelle des êtres et des choses, dans la promenade, dans les songes, qui sont les étymologies de nos actes. Mircea Eliade remarque à juste titre que l'expérience « platonicienne » de la gradation infinie entre le sensible et l'intelligible, - gradation et non séparation, - est antérieure à sa formulation dans les œuvres de Platon, de Plotin ou de Proclus. Immémoriale, et perpétuée jusqu'à nous, elle rayonnera, dans les temps modernes, chez les poètes, de Shelley à Hofmannsthal, plus que chez les philosophes qui eurent à cœur de rompre ce qu'ils croyaient être des amarres, et qui n'étaient, peut-être, que les principes même du voyage, de l'odyssée herméneutique, de cette grande quête du Retour, qui nous vient, portée par les ailes de la réminiscence. Jankélévitch cependant, mais qui n'est pas un philosophe par système, et, au demeurant, grand lecteur de Fénelon et de Joseph de Maistre, distingue ceux qu'il nomme les « hommes de la réminiscence », des « hommes de la planification ». Les premiers sont, pour ainsi dire, platonicien de nature, et non de convention, et vont, aussi légèrement que possible, vers leur plus lointain souvenir. Les seconds, nous les voyons au travail, uniformisateurs nihilistes, ne connaissant qu'une seule modalité du temps, celle de l'usure. Le beau songe médiéval des Romantiques allemands fut d'honorer, en contes et légendes retrouvés, et recréés, cela « qui nous vient de loin », de ces temps perdus qui peut-être ne furent jamais, de cet « Autre Monde » des légendes celtes où l'âme humaine s'accorde aux êtres et aux choses pour quelque grand dessein dont le sens nous demeure voilé, mais qui transparaît à travers les apparences à la faveur des heures heureuses.

3. Vous dites que l'éthos de l'herméneute est un éthos guerrier à l'opposé de l'éthos bourgeois du savoir. Pouvez-vous exposer à nos lecteurs cette dichotomie: qu'est-ce que penser en guerrier, qu'est-ce que penser en bourgeois ?

Luc-Olivier d’Algange : Remarquons déjà que la juste interprétation des signes est la condition de survie aussi bien du guerrier que du navigateur. Celui qui se trouve en situation périlleuse devient herméneute par nécessité. Son attention s'aiguise, et qu'il s'agisse d'un mouvement, d'une rumeur, d'une variation météorologique, d'un vol d'oiseaux, de quelque trace laissée sur la terre, ou de la couleur de la mer, « vineuse » parfois comme le dit Homère, il importe de percevoir le phénomène en gestation avant qu'il ne nous tombe dessus ou qu'il ne nous emporte. Vous connaissez cette devise de guerrier et de navigateur: « Naviguer est nécessaire mais il n'est pas nécessaire de vivre », qui suffit à montrer ce que n'est pas une pensée bourgeoise, laquelle est destinée, dans son « réalisme », qui est le plus radical déni du Réel, à être calculante, profiteuse et prudente. Par étymologie le mot penser vient du verbe « peser ». Il y a donc là une balance, qui sera pour l'herméneute, ou disons plus simplement, le poète, celle des grandes puissances analogiques entre le visible et l'invisible, et pour le bourgeois, la balance de ses pertes et profits. Précisons encore que l'héroïsme n'est pas une performance, mais plutôt une persistance, une vivacité, comme l'on parle d'un feuillage vivace, une fidélité à ce qui, en quelques d'entre nous, fut déposé dès l'enfance, un idéal chevaleresque, auquel, certes, sans cesse nous dérogeons, mais dont nous apercevons la lumineuse et numineuse beauté comme un soleil d'hiver, à l'horizon, derrière un rideau de pluie.

4. Chez Jünger, la poésie est une gnose, c'est-à-dire que loin d'être un loisir d'esthète, elle représente un authentique moyen de connaissance par la beauté et le symbolisme. Le terme n'est-il pas pour autant ambigu ? Cette perception est finalement très franciscaine, ou, plus généralement médiévale, ne craignez-vous pas que le terme « gnose » ne renvoie à certaines théories abstraites et spécieuses et aux sectes dualistes, alors même que vous montrez à quel point Jünger pratique une approche non dualiste du monde ?

Luc-Olivier d’Algange : Le terme, en effet, est des plus ambigus, puisqu'il peut se rapporter à deux approches radicalement opposées, l'une abstraite, comme vous le remarquez justement, c'est dire qu'elle s'abstrait du monde et voit le monde comme une abstraction, c'est-à-dire séparé, divisé, sectaire, au sens étymologique, et l'autre, qui, au défi de ce diaballein au travail, reconnaît le monde comme un symballein, une concordance. Cependant, le gnosticisme de l'abstraction, désormais, ne se trouve plus chez les héritiers des cathares, s'il en est, ou des manichéens, mais dans le transhumanisme moderne, par exemple, et ces tentatives de dématérialiser la personne humaine, de substituer un monde « virtuel », mal nommé, autrement dit un monde abstrait, à celui de la présence réelle, qui seule nous importe.

5. L'enlaidissement du monde, qu'accompagnent des progrès techniques néanmoins indiscutables, est-il directement lié à une option d'ordre métaphysique. Et, si oui, de quand la datez-vous ?

 Luc-Olivier d'Algange: Quiconque se soucie de la beauté du monde est tôt qualifié d'esthète, non sans une nuance condescendante, moralisatrice, et péjorative. C'est ne rien à comprendre à la beauté, qui est notre Matinée d'ivresse rimbaldienne: « Notre Bien et notre Beau ». Pour Jünger, je cite, « ce qui est beau est obligatoirement éthique ». L'opposition entre la morale et l'esthétique est fallacieuse, et c'est d'elle, lorsqu'elle devient un lieu commun, que l'on peut dater l'enlaidissement systématique du monde. Les écrivains, réputés « esthètes » de la fin du dix-neuvième siècle, autrement dit du début de la société industrielle, en eurent l'intuition. Baudelaire, Théophile Gautier, Villiers de l'Isle-Adam, furent d'abord ces Moralistes non moralisateurs qui surent voir dans la morale utilitaire (celle pour qui la fin justifie les moyens) le principe de la plus menaçante laideur, la laideur comme défaite de la beauté, la laideur produite, envahissante, amoncelée, omniprésente, et portant atteinte à la beauté de la nature comme à celle des arts, à la beauté de la créature tout autant qu'à celle de la Création. L'admirable préface à Mademoiselle de Maupin, de Théophile Gautier, demeure, à cet égard, d'une actualité parfaite, et semble même plus pertinente aujourd'hui qu'elle ne fut du temps où elle fut écrite. De nos jours, les sectes vindicatives et victimaires, devenues géantes, s'exercent partout, traquant le mot de travers, le sein que l'on ne saurait voir, servies par des « vigilants » qui semblent tous aspirer à la gloire posthume du Juge Pinard, qui s'offrit le luxe de condamner Baudelaire et Flaubert. La laideur en effet, n'est pas seulement oubli de la beauté, comme d'un secret qui se serait perdu, mais bien ressentiment contre elle, esprit de vengeance, chigaliovisme. Laissons, à ce propos le dernier mot à Dostoïevski: «  Il établit l’espionnage. Chez lui tous les membres de la société s’épient mutuellement et sont tenus de rapporter tout ce qu’ils apprennent. Chacun appartient à tous, et tous appartiennent à chacun. Tous les hommes sont égaux dans l’esclavage ; dans les cas extrêmes on a recours à la calomnie et au meurtre ; mais le principal c’est que tous soient égaux. Avant tout on abaisse le niveau de l’instruction, des sciences et des talents. Le niveau supérieur n’est accessible qu’aux talent ; donc pas de talents (…). Cicéron aura la langue arrachée, Copernic les yeux crevés, Shakespeare sera lapidé. Les esclaves doivent être égaux. »

6. Vous placez deux poètes comme en amont de la pratique jüngérienne d'une « métaphysique expérimentale ». Hölderlin et Stefan George. Il s'agit un peu, pour aller très vite, des équivalents allemands de Rimbaud et de Verlaine qui assurent la synthèse du dix-neuvième siècle et livrent au vingtième les innovations décisives. On a pourtant l'impression qu'à la différence des Français, ces poètes assument une métaphysique beaucoup plus définie et déterminante.

Luc-Olivier d’Algange : La différence en tient peut-être à la langue elle-même. Si traduisibles que soient les poèmes, pour ceux qui remontent à la vox cordis, comme l'écrivait Pierre Boutang, à la voix du cœur, au silence antérieur dont ils surgirent, il n'en demeure pas moins que dans la langue allemande, les mots semblent être davantage des choses que dans la langue française. Ce concret de la langue cerne les contours des choses nommées, les grave en eau-forte, ou les taille dans le bronze. Il n'est que de lire Stefan George pour s'en convaincre. Ce disciple et traducteur de Mallarmé, de Verlaine, de D'Annunzio, est minéral et hiératique et semble, en effet, vouloir infléchir la réalité elle-même, y porter son sceau. La langue française, elle, est métaphysique d'une autre façon, elle semble fluer, courir, au-dessus de la réalité, d'où sa vitesse, son allure, son insolence même, sa désinvolture. Riche d'enseignements sont alors les passerelles entre ces deux mondes, qui semblent accroitre leurs puissances l'un et de l'autre, par un côtoiement incandescent. Hölderlin, lui, est à part, ayant réalisé la poésie absolue, la synthèse de tous les temps, passés, présents et futurs, dans le chant le plus clair et le plus mystérieux de toute l'histoire de la littérature européenne. Pour certains d'entre nous, dont je suis, l'œuvre d'Hölderlin se lit comme un texte sacré. Elle est un « printemps de l'Ame », l'espérance par-delà toutes les désespérances, la lumière incréée, le jardin promis, la lueur sise dans la ténèbre de la pupille. C'est une métaphysique au-delà de toute métaphysique, comme une couronne de fleur posée sur nos fronts.

7. Que pensez-vous de la conversion finale de Jünger au catholicisme ? Julien Hervier, grand spécialiste français de l'écrivain allemand, la juge de pure convenance. Pourtant il semble bien que le nietzschéen héraclitéen des débuts s'oriente toujours davantage vers le monothéisme et des perspectives bibliques au fur et à mesure de sa langue existence...

Luc-Olivier d’Algange : Dans le cours de son existence, depuis ses premières audaces, son engagement dans la légion puis dans les Corps Francs, jusqu'à ses expériences relatées dans Approches, drogues et ivresses, Ernst Jünger ne me semble guère avoir cédé à ce que l'on nomme la convenance, - ce qui n'ôte rien aux puissances d'un tradere reçu du monde antique, tant sous des formes présocratiques, stoïciennes, que de celle du néoplatonisme héliaque de l'Empereur Julien, dont longtemps il porta sur lui une effigie. Cette tradition, cependant, comme vous le remarquez justement, n'est pas exclusive d'une autre, biblique, qui sous la forme catholique, va, pour certains, inclure la précédente, et la couronner. Au demeurant, le romantisme allemand, que nous évoquions, est d'abord un romantisme roman, un retour vers l'idéal de l'époque romane, qui, pour de nombreux romantiques, dont Jean-Paul Richter, pris la forme d'un cheminement du protestantisme vers le catholicisme. Ainsi serais-je enclin à penser que cette conversion n'en est pas une, au sens d'une soudaine et ultime fulguration, mais peut-être (nous ne sommes pas dans le secret des cœurs) ce point d'orgue, qui contient la musique toute entière d'une vie, et son silence. Donnerait-on alors au mot de convenance, son sens le plus profond, le plus étymologique, conviendrait-il, allant avec, venant de concert, s'y ajoutant cette haute vertu qui consiste à prendre ses décision par égards, sans déroger à la gratitude.

8. Selon vous progressisme et réaction sont les deux revers d'une même pièce, et vous y opposez l'exigence de se tenir sur la ligne de crête. Pouvez-vous préciser cette posture ?

Luc-Olivier d’Algange : Le malheur de la réaction est de suivre, comme une ombre, le progressisme, au point d'en être parfois la caricature. Inverser un modèle ne suffit à s'en affranchir. Dès lors que nous n'avons plus qu'une idéologie pour en vaincre une autre, tout est perdu. Un progressisme à l'envers ressemble prodigieusement à un progressisme à l'endroit; la dioptrique, au demeurant, nous enseigne que l'endroit est précisément l'envers. Le réactionnaire, cependant, demeure de meilleure compagnie que le progressiste car il est enclin à la nostalgie, et se trouve être ainsi, pour revenir à la distinction de Jankélévitch, moins homme de planification que de réminiscence. La conversation est alors possible, celle qui nous vient de loin, portée par l'Attelage Ailé dont parle Platon, et qui nous enseigne le « double regard », sans lequel nous perdons à la fois la raison et notre âme. Une autre vertu du réactionnaire est de laisser, parfois, son goût alerter son intelligence. Mais être réactionnaire, hélas, en politique, dans une vision « sociétale » pour user du jargon en vigueur, et s'en faire un système, n'est jamais que le pauvre projet de revenir, sur le même cadran fatal, deux ou trois crans en arrière de notre déchéance. Les étapes antérieures au désastre sont celles qui nous y conduisirent. Un mouvement d'audace et d'espérance me porte, parfois, dans les heures heureuses, à penser que les formes détruites le furent afin que nous puissions nous ressaisir de ce dont elle naquirent; que cédant à quelque fatale puissance, ce monde d'habitudes, délivre un sens plus secret, plus ardent, plus lointain, de la tradition, qui n'est pas une chose morte, une écorce morte, mais une pensée en action, une rivière scintillante, - de celles qui fécondent toutes les rives qu'elles touchent, telle le Lignon qu'évoque Honoré d'Urfé dans L'Astrée, et que nous retrouverons, intacte, immédiate, dans le libre mouvement de la langue française. Ce libre mouvement est une chose rare et précieuse. De Villon à Valery Larbaud, et passant par tous les autres, qu'il faudrait des pages pour nommer.

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17/11/2021

Un article de Rémi Soulié sur "Le Déchiffement du monde, la gnose poétique d'Ernst Jünger" de Luc-Olivier d'Algange

FIGAROVOX/LECTURE - Luc-Olivier d'Algange a publié, Le Déchiffrement du monde : La gnose poétique d'Ernst Jünger, aux éditions de l'Harmattan. Rémi Soulié nous invite à découvrir cette méditation sur le Temps, les dieux, les songes et symboles.

Rémi Soulié, écrivain, essayiste, critique littéraire, collaborateur du Figaro Magazine, est, entre autres, l'auteur de Nietzsche ou la sagesse dionysiaque, Pour saluer Pierre Boutang, De la promenade: traité, Le Vieux Rouergue.


Les poètes sont de singuliers alchimistes qui tendent moins à transformer en or les métaux vils qu'à montrer la beauté de l'être derrière le fatras plus ou moins informe des temps. Telle est la vocation de Luc-Olivier d'Algange, qu'il illustre dans ses poèmes, ses essais — qui sont aussi des poèmes — et dans sa vie — qui en est un aussi tant nous la savons contemplative, accordée aux œuvres, aux heures et aux saisons.

Ernst Jünger, dont on célébrera en 2018 le vingtième anniversaire de la disparition, compte de longue date au nombre de ses intercesseurs, de ses compagnons de songes et d'exactitudes, lesquels ne sont séparés que par des esprits obtus, ennemis de la nuance et des nuages - le mot est le même -, bref, des esprits modernes oscillant entre fanatisme et relativisme, avers et revers de la pendeloque nihiliste, la pendeloque désignant aussi l'excroissance de peau que les chèvres portent sur l'avant du cou.

Comme il n'est de voyage qu'initiatique et de pèlerinage que chérubinique, Le Déchiffrement du monde - dont l'alphabet, par définition, est l'invention de Novalis, entre Saïs et Bohême -, publié dans la superbe collection Théôria, dirigée par Pierre-Marie Sigaud aux Éditions L'Harmattan, est une carte où lire la géographie d'un esprit, d'un cœur et d'une âme, non sur le mode universitaire, scientifique et technique, mais sur celui, musical, qui convient aux muses orphiques, celles-là mêmes que Philosophie, hélas, congédie au début de la Consolation de la philosophie de Boèce mais que Métaphysique, dans l'œuvre de d'Algange, réintroduit prestement. Il ne faut pas non plus s'attendre à une lecture politique ou, a fortiori, idéologique de l'œuvre de Jünger: place à une lecture de haute intensité, à un discours de la méthode, à une herméneutique infinie comme le monde fini!

Le «vaisseau cosmique» dans lequel nous sommes embarqués et dont nous sommes convoie en effet aussi bien les galaxies que les cicindèles, les unes et les autres correspondant analogiquement entre elles en vertu de la loi des gradations elles-mêmes infinies et d'une gnose héraldique où le visible est l'empreinte de l'invisible. Nous sommes parvenus à un point tel de l'involution que très peu, c'est à craindre, reconnaîtront là leur pays.

Ce livre, comme tous ceux de Luc-Olivier d'Algange, est donc écrit pour les «rares heureux» stendhaliens ou ceux qui forment les pléiades des «fils de roi» chers à Gobineau — fort heureusement, leurs privilèges se transmettent à quiconque (déserteurs gioniens, rebelles et anarques jüngeriens…) échappe au règne titanique et despotique de la quantité. Dans sa Visite à Godenholm, citée par d'Algange, Jünger évoque d'ailleurs ces «petits groupes» qui, dans les déserts, les couvents et les ermitages, rassemblent des irréguliers, stoïciens et gnostiques, autour de philosophes, de prophètes et d'initiés gardant «une conscience, une sapience supérieure à la contrainte et à l'histoire.»

En dix chapitres — «Ernst Jünger déchiffreur et mémorialiste», «Le nuage, la flamme, la vague», «L'art herméneutique», «Le regard stéréoscopique», «L'œil du cyclone: Jünger et Evola», «Le songe d'Hypérion: Jünger et Hölderlin», «De la philosophie à la gnose», «La science des orées et des seuils», «L'Ermitage aux buissons blancs», «Par-delà la ligne» — d'Algange pulvérise la fallacieuse distinction qui oppose un premier Jünger nationaliste, belliqueux et esthète à un second, contemplateur solitaire et méditatif. Il montre - là encore, au sens de la monstration, contre les démonstrations pesantes et disgracieuses - que Jünger vécut une seule et unique expérience spirituelle dans laquelle la contemplation est action, et inversement, ce qui échappe aux modernes empêtrés dans les diableries des scissions entre le sujet et l'objet, l'un et le multiple, l'immanence et la transcendance, le temps et l'éternité, l'être et le devenir, Dieu et les dieux, etc. Voilà d'ailleurs pourquoi d'Algange n'a jamais écrit qu'un seul livre — mais c'est un chef d'oeuvre: l'art poétique et métaphysique des symboles. «L'éternel devenir de la vérité de l'être, écrit-il, surgit sous les atours de l'intemporel, à la pointe de l'instant, sur la diaprure de l'aile du moucheron, dans l'irisation de la goutte de rosée que le premier soleil abolit, nuance dans la nuance.»

Le Cœur aventureux, à rebours des assurances bourgeoises, des morales puritaines et utilitaristes, du pathos humanitaire et psychologique, s'est glissé dans les contrées du monde sensible et intelligible armé de la «raison panoramique» qui, à la différence des logiques binaires ou dialectiques, embrasse ainsi la totalité et fait briller la coincidentia oppositorum que nulle analyse ne décompose. La synthèse intuitivement perçue du Tout y resplendit avec ses anges, ses papillons, ses champs de bataille, ses rêves, ses mythes, ses légendes, ses collines et ses rivages, ses formes, ces types et ses figures dont celles du Soldat, du Travailleur, du Rebelle et de l'Anarque. Tout y est subtil comme une chasse, comme une pensée qui est une pesée, «l'étymologie étant, avec les sciences naturelles, l'art héraldique par excellence.» De ce point de vue, Jünger hérite du romantisme allemand et prolonge bien sûr cette «Allemagne secrète» dont Stefan George fut le héraut inspiré.

Dans cette miniature lumineuse qu'est Le Déchiffrement du monde, la perspective souligne les dimensions de hauteur et de profondeur où se meut naturellement et surnaturellement Jünger. L'approche y est qualitative et courtoise, comme dans un ermitage creusé dans des falaises de marbre où il serait encore possible de lire et d'herboriser — ce qui revient au même — loin des hordes forestières. C'est ainsi qu'Ernst Jünger et Luc-Olivier d'Algange nous initient à «la vie magnifique». Magnifique, oui, le mot s'impose.

 

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16/11/2021

Luc-Olivier d'Algange, Ne nous laissons pas assoter:

Luc-Olivier d’Algange

Ne nous laissons pas assoter

 

J'apprends que l'Académie française, souvent mieux inspirée, chasse de son dictionnaire le mot « assoter ». Ce mot avait l'avantage de dire, mieux que la formule « rendre sot », cet assaut de sottise, cette sottise offensive et offensante, cette sottise qui assaille et dont la télévision, les débats publics, la publicité et la religion même, lorsqu'elle tombe aux mains d'effroyables barbares vaniteux, usent à notre détriment.

Se laisser assoter n'est rien d'autre que se laisser vaincre. On nous assote par la veulerie et la frayeur, la distraction et le travail, par l'ignorance et par le bourrage de l'information, par les généralités idéologiques et par les potins, par la musique d'ambiance et par le vacarme des rues, par la désolation des centres commerciaux et la puanteur de l'air, et même par les bons sentiments. Epargnons-nous d'étendre la liste, chacun sait, ou devrait savoir, ce qu'il en est.

Un homme assoté est un homme qui, littéralement, ne sait plus où il en est, c'est dire qu'il ne sait d'où il vient ni où il va. La réminiscence et le projet lui sont également interdit, - sinon un projet commercial, ou de carrière, dont l'horizon est un plan de retraite, - et plus interdite encore la présence d'esprit et la présence réelle.

Le voici énervé, au sens étymologique, exactement privé du nerf qui lui permettrait de se ressaisir, - de se ressaisir dans un monde sans lequel il n'est rien: cette belle civilisation blessée, européenne, avec ses langues et ses œuvres, qui se délite de moins en moins lentement dans la stupeur et dans l'oubli.

Un homme assoté est sans défense; on peut lui faire dire et lui dire de faire n'importe quoi. Depuis qu'elle est devenue l'ennemie de sa propre civilisation, notre société est devenue une assourdissante machine à assoter. Voici donc les écrans, qui instillent la torpeur et la terreur; voici la publicité qui nous incline à cesser de désirer sinon ce qu'elle veut vendre; voici l'Economie, qui dissout toute chose concrète en abstraction; et voici la morale, une certaine morale, qui sert aux vils et aux ineptes de prétexte à l'abaissement de toute vertu, au sens antique, et de tout génie.

L'assoté tire fierté de son assotement, il s'en vante, s'en revendique contre ce qui subsiste encore vaguement, ici et là, d'une exigence aristocratique, d'un pouvoir de l'excellence, d'une générosité perdue. Les Grands Assotés nous gouvernent et se font élire au titre de Grands Assoteurs. La table rase est leur horizon, leur promesse. Rien ne doit demeurer de ce qui nous laissait le loisir de n'être pas assotés. Ni le silence, ni la vastitude, ni la solitude conquise, ni même l'orthographe ou la grammaire, ni rien de ce qui permettait de discerner, de reconnaître ou de comprendre. Le propre de l'assoté est de n'exister que dans le flou, le confus, l'indiscernable et l'interchangeable, et la fonction de l'Assoteur est de l'y maintenir. Sur ce point, on ne saurait dire qu'il lésine. Tout lui est bon, et il ne manque jamais de se féliciter des concours et des complicités les plus infâmes dans ce travail qui est un combat contre les moindres scintillements de l'esprit et les plus douces rumeurs de l'âme des peuples ou des individus.

Des qualités qui n'ont, à première vue, pas de rapport direct avec l'exercice de l'intelligence, tombent également sous sa vindicte car les Grands Assoteurs savent bien que leur règne est déjà menacé par le bon sens et le bon coeur, par la beauté simple des êtres et des choses et par le pressentiment de la merveille qui se laisse deviner, entre la forêt la clairière, par chaque matin qui recommence le temps dans l'ordre des jours.

Aussi bien les Grands Assoteurs nous voudront-t-il non seulement ineptes, sans grammaire ni logique, mais aussi, et surtout, tristes et sans recours, moroses et sans élans, assignés à notre sottise comme l'âne attaché au piquet et qui tourne à s'y étrangler.

L'Assoteur étant lui-même passablement assoté, ses ruses sont elles-mêmes assez sottes et n'opèrent, par bonheur, que sur des esprits déjà enclins à la sottise. L'une d'elle consiste à dire et redire sans cesse, jusqu'à atteindre une sorte d'état hypnotique, que les rares heureux qui entendent résister à l'assotement ne le sont que par méchanceté, - le « méchant », en jargon d'assoteur (qui n'a cure d'exactitude historique) étant nommé « réactionnaire » ou « fasciste ». Il est vrai que certains, et certaines, sont bien méchants de ne pas se laisser assoter, de faillir au « comme il faut », tels ces enfants que l'on place communément aux Etats-Unis sous neuroleptiques pour avoir été « méchants », autrement dit, indociles.

La docilité ne s'invente pas, elle se prédispose. La remontrance ni la punition ne suffisent à rendre docile un indocile. Pour réduire vraiment les hommes à la servitude, il faut que l'Assoteur la leur serve volontaire, sous l'appellation de « démocratie ». Pour qu'elle puisse affirmer son âpre et mesquine force, il faut réduire l'espace où respirent l'âme et le corps qui portent l'esprit; il faut désanimer et désincarner.

A cet égard, la technique est une arme de choix, mais non la seule. Ce que veut la technique n'est jamais qu'un accomplissement de la volonté qui nous chasse de nos terres, de nos ciels et rend ainsi incompréhensibles les Symboles qui, naguère encore, opéraient à ces fulgurantes jonctions entre le visible et l'invisible dont resplendit le monde lorsqu'il est non plus utilisé mais contemplé.

Pour chasser les hommes de ce qu'ils sont, là où ils sont, il faut vider leur mémoire de tous les signes et intersignes, œuvres et chants qui leur rappellent leur provenance et leur donnent la chance d'une destination.

L'Ennemi frappe au plus vif, pour le nécroser, et ce plus vif, au commencement, est notre langue natale par laquelle toute sapience nous vient et coule de source. Pour l'Assoteur, dans sa version pédagogiste par exemple, il ne suffit pas que la langue s'appauvrisse, s'altère, il faut l'atteindre, à travers ses usages, dans ses règles mêmes afin d'accroître, autant que se peut, la confusion des esprits et rendre étrangères au premier regard les œuvres antérieures à ses calamiteuses réformes orthographiques et grammaticales.

Ne lui disputons point cette compétence, l'Assoteur connaît son travail: éloigner ce qui vivifie; rendre incompréhensible ce qui avive l'âme; précipiter les esclaves par destination dans la distraction et la tristesse; couper court, au nom de la morale, non celle des Moralistes mais celle, sinistre et envieuse, des moralisateurs, à tout instinct de révolte. Lors, le compte est bon. Il n'est plus de bonheur que celui qu'on achète, d'autre joie qu'imposée, et la pensée calculante trouve son règne sans partage.

Il n'est pas nécessaire de verser dans quelque nietzschéisme caricatural pour se rendre à l'évidence : un combat est mené contre notre puissance qui serait, si elle parvenait à s’épanouir, bonté et beauté. Ce combat est celui du pouvoir contre la puissance. Les hommes de pouvoir sont mus par l’envie. Les hommes de puissance le sont par la générosité et le don. La fonction du pouvoir est d’exercer contre la puissance une procédure vengeresse. Le pouvoir, pour s’étendre, doit répandre la tristesse et l’ennui, la confusion morose et l’hébétude, et, certes, il ne peut le faire sans l’immense armée supplétive constituée par les arriérés, barbares, énervés et déprimés de toutes sortes qui sont là pour diffuser partout où ils se trouvent la crainte d’autrui et le dégoût de soi. Ce sont eux qui, sitôt sortons-nous le nez de la boue, s’efforcent de nous convaincre que nos efforts sont vains, que notre cause est perdue et que nous sommes déjà vaincus.

N’en croyons rien ! Si la défaite et la mort sont au bout du combat, elles ne le sont qu’au bout, à la fin, dans les hiéroglyphes des fins dernières, comme toute vie connait sa fin, étant naturellement cernée par la mort. Ce qu’ils veulent de nous, ces apôtres du néant, c’est notre mort, non à la fin, mais dans les heures mêmes de la vie ; ce qu’ils convoitent, c’est notre défaite suscitée par leur seul récri indigné, notre soumission d’emblée, sans conditions.

Dès lors que nous comprenons que toute grande politique s’ordonne et s’est toujours ordonnée à la poésie, dès lors que notre stratégie se fonde sur Homère, la Bhagavad-Gîta et la Geste arthurienne plutôt que sur un stage « force de vente », la souveraineté nous demeure, sinon dans le temps de l’usure, mais, irréfragable, dans le temps du chant.

La seule défaillance fatale serait que le temps du chant, le temps des Muses, le temps du frémissement ardent, en lui, de l’éternité dont il est l’image mobile, cédât au temps de l’usure, - cette abstraction linéaire qui ne correspond à rien, ni dans la réalité de l’âme, ni dans celle du cosmos.

Dans le temps du chant s’éveillent et dansent toutes nos fidélités. Celles-ci ne sont pas des douairières acariâtres mais de jeunes silhouettes surgies des sylves et de l’écume. Elles ne nous relient pas à un passé embaumé, naturalisé ou « muséal » mais à l’éternité toute vive, rimbaldienne, de « la mer allée avec le soleil ». Fidélités ondoyantes, et non pas règlementaires, elles portent vers nous un parfum de prairies et de soleil, un sacré qui s’éprouve avant que nous fussions contraints d’y croire, un arc tendu, écharpe d’Iris, entre le visible et l’invisible.

En résistant à la guerre totale que la société, désormais, conduit contre la civilisation qu’elle devrait protéger et chérir, en refusant de nous laisser assoter, nous ne sauverons pas seulement une esthétique, une morale et une mémoire, mais ce secret même de l’être qui se nomme le possible.

On nous ressasse que « tout a été dit », que la conscience européenne de l’être est achevée, figée, que l’art est mort et qu’il ne nous reste plus qu’à nous soumettre aux plus tristes fatalités. « Tout a déjà été dit », on nous le disait déjà avant Proust, Céline, Ezra Pound ; on nous le disait même avant Chateaubriand et Hugo. Sans doute le disait-on déjà avant Dante et même Virgile. Ce « tout a été dit » trahit surtout le manque d’imagination créatrice de celui qui le formule. Cette formule décourageante veut nous dire qu’ici, en Europe, tout est dit, et qu’il n’y a plus qu’à s’abandonner à la plus ostensible barbarie, à vouloir s’en rédimer en disparaissant. Un idéologue ou un journaliste s’en laisseront aisément convaincre. Il sera plus difficile d’en persuader un poète ou un homme d’action, - qui savent que de bien-pensants journalistes peuvent parler de tout sans rien dire du tout. Ce qui est véritablement dit vient de loin, de si loin que ceux qui parlent de tout n’en ont plus la moindre idée, et, littéralement, ne l’entendent pas.

Non seulement tout n’a pas été dit, et tout n’est pas dit, mais ce qui fut dit n’a pas même encore été entendu ni éprouvé dans sa plénitude, ce qui est dit n’est pas encore advenu au dire. Les milliers de travaux universitaires qui ont pratiqué sur les œuvres leurs médecines légales « textuelles » ne changent rien, bien au contraire, au fait troublant que les grands œuvres, ces événements de l’âme attendent encore leur avènement dans nos âmes. Virgile, Dante, Hölderlin, Nerval attendent dans la pénombre pour nous dire ce qui doit encore être dit, pour susciter en nous le ressouvenir, « par-delà les portes de cornes et d’ivoire ».

Les œuvres de la conscience européenne de l’être sont en attente, en puissance, et c’est contre elles qu’un Dédire universel, - que la démonologie expliquerait bien mieux que la sociologie,- travaille sans relâche ; et c’est par elles, ces œuvres, qui sont attentes ardentes, que la puissance et le possible nous reviendront dans le plus beau des printemps.

Ainsi que dans le véritable amour, nous reprendrons tout au début, avant les défaillances et les trahisons, là où pointe la vérité de l’être, en sa fragilité émouvante de la jeune corolle. Nous passerons outre aux fastidieuses dérisions des lassés et des blasés. Parménide, Héraclite et Empédocle nous diront le secret de l’être et du feu, comme à des amis, au plus près de ce que nous éprouvons immédiatement, dans la senteur des aromates jetés au feu par notre belle nuit ourlée de la rumeur des flots. 

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14/11/2021

Un article de Stéphane Barsacq à propos de "L'Ame secrète de l'Europe":

Un article de Stéphane Barsacq, paru dans le Figaro, à propos de L'Ame secrète de l'Europe de Luc-Olivier d'Algange, éditions de L'Harmattan.
 
Au seuil du tricentenaire de la publication des Lettres persanes de Montesquieu, et alors que la basilique Sainte-Sophie, berceau du christianisme byzantin, doit être transformée en mosquée, plus que jamais il importe de se demander: «comment peut-on être Européen?» Européen qui ne signifie pas être assujetti à l’Union européenne, mais être solidaire d’une forme d’esprit née avec la civilisation grecque qui a essaimé en Méditerranée, et qui unit les terres du Septentrion et celles de l’Est - c’est-à-dire autant de réalités différentes qui traversent aujourd’hui des pays hors de l’Union européenne, puisque ni la Turquie ni la Russie n’en font partie, et qu’on peine toujours à définir, sur le plan pratique, ce qui unit la France et la Hongrie, ou l’Angleterre et la Pologne.
 
C’est dire, à l’heure où l’Europe n’est pas encore effacée des cartes, mais pourrait l’être, tout l’intérêt du livre de Luc-Olivier d’Algange et son ambition que résume son titre: L’Âme secrète de l’Europe. Derrière l’Europe, fût-elle galante pour reprendre le titre de Campra dont Morand s’est souvenu, une autre figure se tient: plus profonde, venue de plus loin, allant plus avant, réservant ses sortilèges, et répandant ses pollens, comme le voulait Novalis. Qu’on le veuille ou non, cette Europe «aux anciens parapets», partagée, sinon divisée entre l’ivresse dionysiaque et l’angélisme rilkéen, entre le théâtre d’Epidaure et la cathédrale de Chartres, demeure un chiffre ascendant. Celui-ci réunit la philosophie, la mathématique et la pensée du droit dans un dialogue avec les Dieux, c’est-à-dire cette confrontation reprise d’âge en âge, et souvent miraculeusement accordée, qui tient Athènes et Jérusalem dans une même quête, celle qui découvre une vie nouvelle à l’horizon.
 
Si on devait le définir, Luc-Olivier d’Algange, quant à lui, évoque assez un de ces sages en exil à la façon de Léon Chestov ou Nicolas Berdiaev qui prospéraient sur le porche de l’Université. Retiré de toute agitation, il cultive ses plus belles fleurs sur les terres du Prince de Conti et observe, sans grande illusion, mais avec acuité, le spectacle moliéresque de notre modernité tantôt triste, tantôt risible. Mais pareil au sage antique qui interroge volontiers les ombres, voire les fantômes, il promène son intelligence altière sur les hauts lieux en devenir de la mémoire: celle de Platon et de Nietzsche, de Guillaume de Machaut et Villiers de l’Isle Adam, de Maître Eckhart et d’André Suarès, sans oublier les Présocratiques ou les penseurs à la marge, comme Henry Corbin. Une liste à laquelle il faut ajouter les noms de Hildegarde de Bingen, d’Angelus Silésius ou de William Butler Yeats.
Qu’on croie ou non dans Athéna ou dans la Vierge, dans la foi du Psalmiste ou celle de Virgile, Luc-Olivier d’Algange fait le pari joyeux qu’elles restent des ressources pour chacun de nous.
 
Rien de moins administratif. Rien de plus enthousiasmant. Luc-Olivier d’Algange fait le pari joyeux que les uns et les autres, même s’ils ne prient pas de concert, vont à l’essentiel par les mêmes voies, qui restent des ressources pour chacun de nous, qu’on croie ou non dans Athéna ou dans la Vierge, dans la foi du Psalmiste ou celle de Virgile. Tous sont unis par le rapport proprement «européen», qui est celui de la lumière quand elle vient à se confronter avec son crépuscule et que ses feux sont les plus puissants. Quand l’Asie, si lointaine et si différente, reçoit la lumière en sens inverse du nôtre, l’Europe, pour elle, est ce monde où le soir tombe, et découvre son aspiration à un renouveau, à une réinvention perpétuelle du sens de l’Amour, qu’il soit dans le sacrifice des héros, dans celui de Jésus sur la Croix ou dans le chant des troubadours sur la route. Achille est le frère du Christ Pantocrator, comme il est l’objet du chant du poète qui pose le sens des combats.
 
Au fil des chapitres, Luc-Olivier d’Algange nous fait encore converser avec le penseur orthodoxe russe Paul Evdokimov ou avec le Condottière italien Gabriele D’Annunzio, voire avec quelques dandys reprouvés à des titres divers comme Oscar Wilde ou Ernst Jünger. De leurs contrastes, de leurs différences naissent les étincelles. Celles-ci convergent pour désigner une même flamme et les raisons de ne pas désespérer, de résister à l’ à-quoi-bon. Son livre si dense, si riche, se veut une approche de cette ère qui n’est plus géographique, et dont on veut nous convaincre que l’histoire est non seulement du passé, mais périmée, à «déboulonner», puisque même Jules César a fait les frais du terrorisme des nouveaux imbéciles, comme la Petite Sirène d’Andersen. Douce illusion à qui sait que la Grèce a près de 3 000 ans, et qu’elle continue à nous bouleverser grâce aux héros homériques, aux figures de la Tragédie ou à Parménide ; que Rome continue à être le centre du monde, unissant Romulus et Rémus et les papes et qu’une certaine France reste la «terre des armes, des arts et des lois» dans le cœur des plus humbles.
 
Parmi tant de prophètes de malheurs, Luc-Olivier d’Algange reste une exception: il combat joyeusement. Ce que Guy Dupré avait écrit d’un de ses devanciers vaut pour lui: parmi les rares écrivains de son âge qui réellement nous parlent, il en est peu qui aient eu, pour nous rejoindre, à venir de si loin. L’âme secrète de l’Europe, de l’Irlande à la Grèce, de Moscou à Lisbonne - entre l’Elbe et l’Océan -, c’est l’amour de la vie elle-même qui fixe le cœur et l’esprit. Ou l’Europe est appelée à le retrouver et à le féconder, ou les Barbares l’achèveront.
 
Stéphane Barsacq.
 

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